Este mundial está signado por una paradoja: mediáticamente vendido como “the game returning to its spiritual homeland” es a la vez el mundial más caro de la historia (11 mil millones de dólares, aprox) y el primero que explorará las posibilidades económicas de un starsystem consolidado. A la vez, es un milestone que permitirá a la FIFA, luego de haberle devuelto el espectáculo a sudamérica, ser más agresivo en la apertura de nuevos mercados, algo que empezó con USA 94, se intensificó en la última década con Corea-Japón y Sudáfrica, y será peor en el futuro con Rusia, Quatar, etcétera.
Brasil va a salir campeón. No porque tenga un buen equipo, sino porque eso es lo que conviene el capital transnacional. Así como nosotros, sudamericanos hacinados en los grandes centros urbanos, disfrutamos de la comida árabe, la literatura sudafricana o las historias del jetset europeo; la samba, el horrible capoeira y ese futbol fantasista trucho que juegan los brasileros es materia de consumo por las capas medias obesas o atrofiadas de mercados desarrollados como Japón o Estados Unidos.
Ya vimos el primer partido, 3 a 1 del local sobre un equipo croata que, en los merecimientos, se tendría que haber ido a los 90 minutos con un empate dignísimo. El árbitro oriental bombeó a los balcánicos y trazó el camino hacia el cumplimiento del destino manifiesto del mercado: un Brasil campeón y un Neymar vendiendo los botines fluorescentes de Nike. Sobre los argentinos, en cambio, siempre va a pesar el sino contrario. Más esforzados que mágicos, nos dejamos arrebatar el atributo de la garra por los uruguayos, muertos de hambre siderales si los hay, y quedamos con una identidad futbolística un poco desdibujada, atrapada eternamente en los pliegues del mito del Diego. Por eso, si bien somos respetados, también siempre vamos a ir de punto a jugarle a Brasil o a Alemania, a comernos los fallos polémicos en contra. A que nos inventen penales, como en la final del ’90, hijos de remil putas.
El mundial tiene algo realmente hermoso para los argentinos, sin embargo, que es que nos permite proyectar una imagen más definida hacia el mundo y meternos en el podio de las naciones desarrolladas. Compensamos nuestra modernización desequilibrada, nuestra inestabilidad política, con cierta participación del mainstreem futbolístico. En los últimos largos diez años, sin embargo, el fútbol de la selección argentina entró en un loop de neurosis y angustia, metáfora despareja e irregular del ciclo político y espiritual del país, nunca terminó de darle al kirchnerismo la única copa que le faltó, que es la del mundo. Presos del fantasma maldito del Diego, y estresados por la mentira de que Messi se le parece, nuestras tres últimas experiencias mundialistas fueron deplorables. De hecho, cualquier medición de confianza en el equipo y de optimismo es una curva descendente tristísima que va desde el 2002 al 2010. Ese ciclo, que podríamos jalonar tras los nombres de los entrenadores, Bielsa – Pekerman – Maradona, fue histérico y explicó tres crisis: la crisis del discurso científico, la crisis del “trabajo serio en inferiores” y la crisis de la mística maradoniana intoxicante. Los argentinos, que poblamos al fútbol de elementos extrafutbolísticos, vimos uno tras otro el resquebrajamiento de nuestros mitos modernos.
¿Qué diferencia 2014 de 2002, 2006 o 2010? Absolutamente nada. Tenemos el mismo equipo frágil defensivamente, desequilibrado en mitad de cancha e hipertrofiado en el ataque. Messi sigue siendo incapaz de ponerse al equipo al hombro en las malas. Y nos siguen dando más chances de ser campeones de las que realmente tenemos. Apenas podrá llegar a salvarnos que Sabella, con esa inteligencia práctica que otorga el posbilardismo, meta una línea de 5 frente a cualquier equipo más o menos relevante que nos aparezca una vez que arranquemos la llave. Y nada más.
Por fuera de eso, debemos comprender que está bien que un árbitro de un país en el que no se sabe absolutamente nada de fútbol venda el partido en favor de una de las mentiras más intocables del deporte a nivel mundial. ¿O acaso pretenderán los croatas ganarle a Brasil? Tampoco jodamos. Ya meterlos a los gallegos en el podio de campeones hace cuatro años fue un exceso al que probablemente el hijo de puta de Grondona accedió contra la voluntad de los pueblos. Nuestra esperanza es el español nacionalizado argentino Lionel Messi. No porque tenga la personalidad o las condiciones futbolísticas para sacarnos campeones, sino porque el mercado lo ha vendido bien, al punto de considerarlo valioso. Un triunfo de Argentina, en este contexto, también estaría en condiciones de valorizar el capital inmaterial de quienes mueven secretamente los hilos de la civilización. Apostemos todo a eso////PACO