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Los poetas inmaduros copian; los poetas maduros, roban
T. S. Eliot
El éxito es peligroso. Uno empieza a copiarse a sí mismo,
y copiarse a sí mismo es peor que copiar a los demás
Pablo Picasso
Tres casos
Beltracchi, apodo del pintor Wolfgang Fischer, se hizo conocido en el mercado del arte por comercializar obras de varios pintores, entre ellos Max Ernst, uno de los pilares del dadaísmo. En octubre de 2011, sin embargo, fue condenado a seis años de prisión en uno de los procesos judiciales de arte más memorables desde fines de la Segunda Guerra Mundial. ¿La causa? Falsificación. Con los años, Beltracchi había logrado emular a la perfección los diferentes estilos y técnicas de Heinrich Campendonk, Max Pechstein y Ernst, engañando incluso a los mejores especialistas del mundo del arte y forjando una fortuna de más de cuarenta millones de euros. Como remate apoteótico de todo el asunto y, quizás, la mejor burla a la burguesía artística, hay quienes aseguran que en varios de los mejores museos todavía se exponen algunas de sus copias como si fueran originales.
Otro caso fue el del grupo inglés Elastica, comandado por la bella Justine Frischmann. En medio de la efervescente escena del britpop y del lanzamiento de su primer disco, en 1995, la banda se vio expuesta a una serie de controversias y posteriores juicios porque dos de sus canciones más conocidas fueron declaradas copias. Connection tenía una intro muy similar a la de Three Girl Rumba de la banda Wire, mientras que la gran Waking Up es literalmente un calco de No More Heroes de The Stranglers. Ambos casos se resolvieron extrajudicialmente.
Mucho más acá en el tiempo está la disputa en la que se vio envuelta la fotógrafa Nora Lezano, quien logró que las autoridades del Museo Franklin Rawson, de San Juan, retiraran el primer galardón otorgado a la pintora Mariana Esquivel por haber realizado una pintura casi exacta a partir de una fotografía suya. Pese a la reacción escandalizada, el tema dividió las opiniones: por un lado están los que defienden a la fotógrafa por haber sido plagiada; por el otro, los que consideran que una obra de arte pasa a ser de dominio público una vez que se la da a conocer y, por lo tanto, lo de la pintora es un acto creativo legítimo. Teniendo en cuenta estos casos, es fácil entender que el problema de la autenticidad, además de entretener a los artistas y los filósofos, inquieta mucho al negocio del arte.
Plagio versus apropiacionismo
Según la Real Academia Española, plagio es la acción de copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias. Como dato curioso, la palabra deriva del latín plagiarius, o sea, secuestrador. Si un autor presenta como propio un trabajo de otra persona, sin atribuir los créditos correspondientes, está incurriendo en un delito. En el plagio, la copia (¿podemos llamarla obra?) pretende ocultar su condición de tal, haciéndose pasar como original. Desde un punto de vista meramente legal, es una infracción al derecho de autor. Hace unos años, denunciar un plagio era más dificultoso y muchas veces todo se reducía al conocimiento existente dentro del ámbito específico en el que ese plagio se daba. Pero hoy, por medio de los soportes digitales y la proliferación de información, la inmediatez y el fácil uso de redes sociales facilitan no solo la detección y la posterior condena, sino también la otra cara del asunto, es decir, la acción de plagiar.
¿Podemos hablar de un robo cuando se hace una copia pero no se sustrae la obra original? Si el plagio lo lleva a cabo un artista ignoto, lo más fácil es pensar que se trata de una simple estrategia para darse a conocer, pero esto no siempre es así. Como fuera, la consecuencia es siempre la misma: el escarnio lanzado por el plagiado, escarnio en el que también existe un goce narcisista desmedido, basado en el ejercicio de poder de un determinado establishment sobre el plagiador. En un hecho harto conocido, María Kodama, la viuda de Borges, llevó a juicio a Pablo Katchadjian por El Aleph engordado, una intervención realizada a una de sus más conocidas obras. Esto no fue un plagio, aunque a Katchadjian se le inició una causa por el delito de defraudación y violación a la propiedad intelectual. El autor fue sobreseído dos veces hasta que la sentencia finalmente se revocó. Y es en este punto donde, para entender el problema, entra en juego el término apropiacionismo, muchas veces mal utilizado. En el caso puntual del encono Kodama-Katchadjian, se trató de una apropiación con fines estéticos y conceptuales, la deconstrucción de un clásico por demás conocido.
Pero más allá de esta historia, en arte el apropiacionismo se define como la creación de una nueva pieza a partir de la utilización de elementos de otra u otras obras. De esta manera, a esas piezas utilizadas se les recontextualiza su valor para que tengan y otorguen un nuevo significado. La técnica de collage puede ser un ejemplo de apropiacionismo, lo mismo que el uso de citas en un texto escrito. Con el plagio, en cambio, la originalidad no desaparece sino que es desplazada. ¿Puede alegar entonces el autor plagiado que el plagio también, en definitiva, es obra suya? En toda expresión artística subyace un alma, un motor íntimo y trascendente. En términos de Walter Benjamin, existe una pérdida del aura del que goza toda obra de arte, por lo que quien lleva a cabo un plagio estaría, de algún modo, secuestrando el alma del artista copiado. Hay quienes afirman que esto es una violación, también, de una ética y una moralidad estética. ¿Pero existe tal cosa? Tratándose de algo perteneciente al terreno de la subjetividad, de la sinrazón y del arrojo emocional, ¿tiene que haber ética y moralidad?
El arte del engaño
En Escritura No-Creativa. Gestionando el lenguaje en la era digital, Kenneth Goldsmith menciona el ensayo El éxtasis de la influencia: un plagio que Jonathan Lethem escribió para la revista Harper’s. El autor defiende la manera en que, al menos en la literatura, las ideas han sido compartidas, citadas, reinterpretadas, recicladas y duplicadas a lo largo del tiempo. Todo esto produjo (y así continuará) obras novedosas cuyas bases se cristalizaron a partir de elementos y temas de trabajos anteriores. También Lethem ataca la ley de copyright, aduciendo que se trata de una amenaza a la esencia de la creatividad. Ahora bien, además de ponderar a Lethem, Goldsmith nos dice que su ensayo resultó un chiste deliberado por su autor: fue compuesto a su vez por retazos y copias de varios textos. Esto es un ejemplo de patchwriting, considerado en ámbitos académicos como plagio además de, lisa y llanamente, un insulto.
Dejando de lado las ideas planteadas por el plagio, el apropiacionismo y sus significados, ¿qué sucede cuando la obra-plagio conmueve tanto como su original? ¿Es el plagio una forma de arte? Además de la habilidad ejecutora, ¿tiene algo (un alma) del plagiador? Beltracchi afirmaba, cual camaleón, que se apoderaba del espíritu del artista de turno cuando pintaba. Arrogante y combativo, también decía que podía emular a la perfección las técnicas de popes como Leonardo, Vermeer o Rembrandt. Pero Kenneth Goldsmith asegura que la ejecución y elaboración no son cuestiones tan importantes: es la idea de plagiar una obra ajena la que se convierte en una máquina generadora de arte, más allá de lo que se determine finalmente. Es necesario quizás, a esta altura, reconsiderar los basamentos en los que descansa el concepto clásico del arte. Ya no es suficiente la definición de ser aquella actividad que refleja el mundo y es llevada a cabo con fines estéticos y comunicativos, salvo que entendamos que el engaño fue siempre una parte intrínseca y constitutiva de las personas y que su presencia no solo expone las emociones, sino que también genera rechazo e indignación////PACO
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