Hace bastante tiempo que quienes nos autopercibimos peronistas participamos de un delirio colectivo casi irrefrenable: el antiprogresismo rabioso. El término lo tomo prestado de Pablo Avelluto, que en una entrevista radial dijo el año pasado que había probado “la droga del antikirchnerismo rabioso”. Pero un día la dejó, aclaró. Ahora bien, esto que acá llamamos delirio colectivo, y que Avelluto asemejaba a una droga, es algo comprensible, casi necesario. El enojo con lo que nos pasó y con haber sido nosotros mismos quienes no pudimos, supimos ni quisimos hacer durante más de 10 años nos llevó a una situación calamitosa. Calamitosa tanto para el país como para el movimiento. Y eso genera una reacción. Es saludable que así sea, es señal de salud mental.
La pregunta es: ¿se puede volver a racionalizar la rabia? Mientras tanto, la idea de que el progresismo intrusó el movimiento peronista y lo llevó a su peor derrota provoca que, frente a cualquier cosa que parezca progre, el peronista se posicione en la vereda de enfrente. Pero sea verdadera o no la premisa, esta derivación no parece aconsejable. Porque lo que se esconde detrás es la búsqueda de un pasado, un lugar a donde regresar. Un lugar que, por otro lado, tampoco sabemos si todavía existe. ¿No es esto lo que genera tanta ansiedad? ¿Y tanta ansiedad no nos arriesga a destruirlo todo?
Para empezar, deberíamos preguntarnos a qué llamamos exactamente peronismo y a qué llamamos exactamente progresismo. ¿Son categorías tan claras como las hace parecer la rabia? ¿O son, como suele decirse, “más complejas”? Si nos ponemos a reflexionar en esto, tal vez nos demos cuenta de que es imposible trazar una frontera clara. Traigo un ejemplo, solamente para graficar el punto: hace unos días, en una entrevista, Julio De Vido se autodenominó “progresista” porque está a favor de las libertades individuales, el aborto y las libertades sexuales. Por lo cual la construcción de una identidad peronista mediante la oposición tajante a algo solamente nos asemeja al adolescente confundido que busca construir su identidad masculina por oposición a la identidad del padre. Por supuesto, no porque el progresismo sea el padre del peronismo, sino porque, en uno y otro caso, la construcción se alimenta de un enojo adolescente. Podemos acordar, sin embargo, que el peronismo es un movimiento con doctrina. Y lo que hace que alguien (o algo) sea peronista es su concordancia con la doctrina peronista. Dejo la pregunta de si, en tal caso, podremos evolucionar hacia una “rabia peronista” que, en algún momento, deje atrás al “antiprogresismo rabioso”. Pero estos son detalles que ahora no tienen que desviarnos de lo importante.
Uno de los temas que se discuten a partir de la antinomia progre / antiprogre es la seguridad. Y también se discute a su prima hermana, la administración de justicia. Dos asuntos que se vinculan con aquello de lo que vamos a hablar: los presos. Desde hace varios años, la ciudad de Buenos Aires padece un problema con las personas detenidas en comisarías. Por empezar, es importante saber que nadie debería estar detenido en una comisaría, salvo que sea solamente por un breve periodo hasta que a uno lo lleven hasta la autoridad judicial para que resuelva esa situación. Esto es una obligación de la Argentina con la comunidad internacional (Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el Tratamiento de Reclusos) y con su propia población (ley 24.660, régimen de la pena privativa de libertad). De hecho, es también una obligación de la ciudad de Buenos Aires con sus ciudadanos en general (Constitución de la Ciudad de Buenos Aires) y con sus policías en particular (ley 5.688, ley de seguridad pública). Sin adentrarnos en un análisis normativo exhaustivo, lo esencial es que los establecimientos policiales no están pensados para garantizar las condiciones mínimas de habitabilidad, por lo que el Estado argentino, en general, reserva la custodia de detenidos a una fuerza de seguridad específica y capacitada para ello: el Servicio Penitenciario.
Sin embargo, en la ciudad de Buenos Aires, la más rica del país, hay personas detenidas preventivamente y condenadas en comisarías. Y no solo eso, sino que hay el doble de personas que las que la propia ciudad dice que tiene capacidad de alojar. Esta situación tiene su origen en una nula política de contención social y, como contracara, una política represiva que aumenta de manera progresiva y acelerada las posibilidades de ser detenido por mínima que sea la conducta que uno realice. Según el Observatorio de Políticas Penitenciarias y Derechos Humanos del Poder Judicial de la ciudad, en julio de 2023 había 1260 detenidos en dependencias policiales, en octubre la cifra subió a 1574, en enero de 2024 a 1823 y el primero de mayo de 2024 a 1931.
Más allá de las cifras, sin embargo, la situación legal de estos detenidos es una buena ocasión para evitar la actitud histérica de pensar todo por oposición a un molino de viento que algunos llaman progresismo (y otros llaman neoliberaslimo, zurdaje o kirchnerismo), tomarse un minuto y pensar. Si no sabemos si ese lugar al que queremos regresar todavía existe, lo mejor es demorarse en el camino. Así que la primera pregunta que me interesa hacer es esta: ¿deberían importarle los presos al peronismo? ¿Deberían importarle las garantías penales al peronismo? Una pulsión rabiosa nos llevaría a rechazar tal preocupación porque los presos son una preocupación de los progresistas y las garantías constitucionales son un problema de los liberales. Pero si nos detenemos a pensar, probablemente descubramos que ocuparse de los presos y de las garantías penales no es ni progresista ni liberal. Por el contrario, es una parte necesaria de la agenda peronista.
¿Es de progre preocuparse por los presos?
¿Qué hacen los progresistas ante los presos? Parecería que en este punto no hay muchas disidencias. En cuanto al delito “común”, tal vez algunos recuerden aquella conferencia de Cristina Fernández en 2008 en la que, como toda solución a la inseguridad evidenciada por el caso de Axel Bloomberg, dijo “la policía detiene, detiene y detiene, y los jueces liberan, liberan y liberan”. Néstor Kirchner, luego, instó a los jueces a “ponerse los pantalones largos y [a que] dejen de liberar detenidos”. Basta con ver que, durante su primera gobernación, Axel Kicillof tuvo como ministro de Seguridad a Sergio Berni. Berni tiene una práctica prolongada e ininterrumpida que consiste en echar culpas siempre a los jueces y a los fiscales por arruinar el trabajo que él hace para combatir la delincuencia. Para los desmemoriados, durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, el secretario de Seguridad fue Berni.
Pero esa lógica policial no se reduce solamente a la cuestión del delito común. Progresistas a quienes los neoliberales llaman zurdos y neoliberales a los que los progresistas llaman fachos coinciden en que ciertos grandes problemas se resuelven metiendo preso a alguien. Los antikirchneristas quieren meter presa a Cristina Fernández, y por eso festejaron el encarcelamiento de Amado Boudou y Julio De Vido, entre otros. Los antimacristas, en cambio, quieren que “Pepín” Rodríguez Simón y Mauricio Macri vayan presos, o que el policía Luis Chocobar vaya preso también. Al final, lo cierto es que todos se indignan con los sobreseimientos y las absoluciones, y deploran lo que consideran que es impunidad.
Durante la pandemia de Covid-19, todos coincidían también en extremar el control y la vigilancia, fomentar la delación y sancionar duramente las infracciones. El gran consenso reunía a Alberto Fernández, Axel Kicillof, Horacio Rodríguez Larreta y Gerardo Morales. Parece que, como aquella frase que se le atribuye al General Perón, estábamos alertas y vigilantes, pero se nos fueron los alertas y nos quedaron los vigilantes. A fin de cuentas, el progresismo, en todas sus acepciones, coexiste perfectamente con una dinámica punitiva en la que el castigo, y en particular la cárcel, es la solución a los problemas sociales.
¿Es de progre ser cristiano?
Como es hartamente repetido, de las 20 Verdades Peronistas, la verdad 14 nos dice que el Justicialismo es filosofía profundamente cristiana y humanista. En su visita a México, el Papa Francisco visitó un Centro de Readaptación Social —eufemismo para llamar a una cárcel— y, en su discurso, les dijo a los presos que “la preocupación de Jesús por atender a los hambrientos, a los sedientos, a los sin techo o a los presos (Mt 25,34-40) era para expresar las entrañas de la misericordia del Padre, que se vuelve un imperativo moral para toda sociedad que desea tener las condiciones necesarias para una mejor convivencia. En la capacidad que tenga una sociedad de incluir a sus pobres, sus enfermos o sus presos está la posibilidad de que ellos puedan sanar sus heridas y ser constructores de una buena convivencia”. Este pasaje, que desde el cristianismo lleva consigo una mirada de los presos como personas excluidas (por voluntad propia o ajena) y que deben ser traídos de vuelta a la senda correcta, se parangona con el ideal resocializador que las leyes argentinas adoptan como fin del tratamiento de los penados. Tratamiento que hoy se incumple sistemáticamente y que acá proponemos volver a poner en el centro de la discusión.
Al retirarse el Cardenal Mario Poli, Arzobispo de Buenos Aires, el Papa Francisco tomó la decisión de designar en su lugar a Jorge García Cuerva, un obispo que compartía con el Papa el haber sido durante muchos años capellán. En una entrevista con Jorge Fontevecchia, García Cuerva dijo que “la cárcel es hija de la injusticia y sueño con que alguna vez la humanidad pueda generar algo que sea superador para resolver la cuestión de la violencia”. Ahora bien, ¿no debería llamarnos a la reflexión esta declaración? Mientras discutimos si el peronismo debe adoptar una agenda punitiva para agradar a la opinión pública, para el Primado de la Iglesia Católica la cárcel es una solución injusta y debería dejar de existir.
Si nos viera el General
En La chispa de Perón, Fermín Chávez relata una anécdota en la que Perón se acerca a un conscripto y le da un consejo: “Nunca se ponga detrás de un caballo, delante de un cañón, ni cerca de un policía”. La anécdota ilustra muy bien que Perón no era precisamente amigo de la vigilancia y la delación, y sirve como sinécdoque para entender su obra en materia penal. Como muchos saben, con Perón se abre una era muy particular en cuanto al tratamiento del delito de la mano de Roberto Pettinato. Además de ser el padre del saxofonista de Sumo, Roberto Pettinato fue director del Servicio Penitenciario Federal entre 1947 y 1955, y director del Servicio Penitenciario bonaerense en 1973, durante el gobierno de Oscar Bidegain.
El 17 de octubre de 1947, por encargo del presidente Perón, se suprimió la utilización del traje a rayas en las cárceles argentinas por considerarlo un trato degradante para los detenidos. Pettinato pronunció un discurso frente a los presos en el que les informaba que “en este día de la solidaridad y de la justicia social, se cumple la decisión del Excelentísimo Señor Presidente de la Nación, General Perón, de que dejéis el estigmatizante uniforme que lleváis, y con el que se os señalaba como resabio de un sistema penal hoy día felizmente superado. Váis a vestir, ahora, uno acorde con una consideración más humana por la dignidad de la persona, siempre portadora de valores”. Y también les exigía algo: “Yo espero el hondo, el sentido, el que al conmover hasta lo más íntimo vuestra condición de hombres en plenitud se traduzca en una firme voluntad de ser buenos, honestos, generosos, dignos”.
Cabe preguntarnos: si esta era la visión que tenía Perón del delito, los delincuentes y la cárcel, ¿qué nos haría cambiar de postura ahora? ¿Acaso este punto de vista no es una derivación de la doctrina justicialista, que es profundamente humanista? Si la respuesta es sí, entonces no aplicarlo hoy a los problemas actuales parece más un renunciamiento a sus principios y valores fundamentales que una apreciación doctrinaria del contexto político que nos circunda. En cambio, si este punto de vista de Perón sobre la delincuencia y el castigo era algo meramente coyuntural, no esencial a su filosofía, aun nos resta una auténtica reflexión acerca de cuáles son las características de nuestro contexto y cómo ellas deberían repercutir en nuestra mirada peronista del delito.
Un pueblo libre de un gobierno esclavo
Si lo pensamos, no es raro que quienes resumen su proyecto político con la parábola de Estado presente o Estado en tu barrio se desvíen hacia la vigilancia y el control policial como formas de buscar el orden. A la hora de la verdad, el Estado no es solamente la amorosa maestra y el prudente médico municipal, es también el vigilante en la calle. No es solamente la escuela que cuida a nuestros hijos y el hospital que atiende a nuestros enfermos, es también la comisaría donde encerramos a nuestros presos.
La parábola del Estado presente encierra la idea de que el Estado va a inferir las necesidades y los intereses del pueblo, y las va a satisfacer. Esto deja de lado la idea de que un pueblo libre necesita de un gobierno esclavo y de que el único objetivo de la política es la felicidad del pueblo y la grandeza de la patria. Esta concepción influye, directamente, en el método de toma de decisiones. En consecuencia, la atención que prestan las elites políticas actuales al problema de la inseguridad no surge de una preocupación genuina por una dolencia del pueblo, sino de la información que recaban a través de los métodos modernos de información para la toma de decisiones. Los focus groups y las encuestas indicaban, hasta hace poco, que las grandes preocupaciones de los argentinos eran la inflación y, luego, bajo distintas formas de enunciación, la inseguridad.
La inflación fue así la bandera de Javier Milei, el que ganó las últimas elecciones presidenciales argentinas, y la inseguridad fue la bandera de Patricia Bullrich, la que, en la instancia definitiva, lo ayudó a ganar. Pero también fue la bandera de Sergio Massa, que perdió en la segunda vuelta con todo el progresismo haciéndole la campaña. Ahora, a partir del remedio a la inflación que aplicó este gobierno, la inseguridad se desplazó al tercer puesto y en el segundo puesto asoma algo que antes no estaba: el desempleo o la pobreza, peleando cabeza a cabeza con la inflación. Una de las sentencias más conocidas que Perón dejó en Conducción Política es que la fuente máxima de información para el conductor está en la sensibilidad y la imaginación, que son la base para ver, la base para apreciar, la base para resolver y, en última instancia, la base para actuar. Un gobierno esclavo de su pueblo solamente puede tomar decisiones a partir de la interpretación de las necesidades de su pueblo.
En oposición, un gobierno que no tiene esa vocación toma decisiones a partir de sus propias necesidades y le hace creer al pueblo que es el pueblo mismo el que las está tomando, aunque esas decisiones lo lleven a su ruina. Esto es lo que ocurre cuando la dirigencia política toma una preocupación genuina como la inseguridad y renuncia a la tarea de apreciar el interés colectivo que encierra esa preocupación para estimar cuál es su posible solución política y dar una respuesta que resuelva el problema del pueblo. Lo que deberíamos señalar es que la ausencia de ese proceso de interpretación y toma de decisión es lo que lleva a la (ausencia de) política actual: detener lo más que se pueda, castigar lo más que se pueda, no resolver nada. Desde el peronismo, hacer propia esa metodología extraña a nuestros presupuestos básicos no implicaría hacernos cargo de un problema incómodo, sino de un renunciamiento. El momento histórico abre la posibilidad de detenerse a pensar en el problema, darle un contenido y una resolución, preguntarnos qué es la inseguridad y cómo se resuelve, qué sentido le damos al castigo y cómo debe ser el castigo. Son preguntas profundas y merecen respuestas profundas//////PACO