Se pregunta Boccanera en un poema efectivo qué cazador derribó las cartas que nunca me mandaste. Yo me pregunto -desde este piso 33 de un hotel de cadena en pleno Beijing- a dónde van los twitts que no puedo escribir. En China no hay Twitter, no hay Instagram, ni Facebook, ni Youtube, ni Gmail. Probablemente lo sepan, lo hayan leído, se hayan indignado. Pero vivir una semana sin redes dista mucho de retomar la experiencia sensible. Si la voz narradora de Her recreaba la fantasía de una historia sentimental atada a la circulación de bytes, la mía –menos sensual que la de Scarlett, por cierto- se lamenta: la vida así se parece bastante a una dieta sin harinas. Y entonces, *Contalo en Paco* se vuelve tentador.
En China no hay Twitter, no hay Instagram, ni Facebook, ni Youtube, ni Gmail.
Una semana sin stalkear. Una semana desarrobada, sin megustear en Facebook. Sin chatear. Una semana para escribir sobre la visita oficial de CFK sin saber qué twittea, a ciegas, porque ella sí twittea desde China y la patada en la cabeza también sirve para cuestionar la supuesta horizontalidad de las redes sociales. Siete días détox con un solo permitido: una cuenta de Hotmail, como en la primera adolescencia.
Aggggggggggshh! En dos días aprendí a escupir como las chinas de mi edad.
Me dijeron *argentina tacaña* en el Mercado Xiushui, la Salada de Beijing. Proud of me.
Una tostada con té de jazmín para mí y arroz con huevo, sopa, dumplings y ensalada para el chino con el que comparto la mesa en el desayuno.
Aggggggggggshh! Al que me pida desde Buenos Aires *contate algo, tirate un paso, escribite una crónica*.
Afuera del hotel nadie habla inglés y amenaza con nevar. Hay una única lectura posible de las calles de Beijing: somos millones, la occidental sos vos, hacete cargo.
Única lectura posible de las calles de Beijing: somos millones, la occidental sos vos, hacete cargo.
Con los días, conseguí aliados. El botones, un chino alto y desgarbado que estudia ingeniería, me anota en ideogramas los lugares a los que tengo que ir. No siempre funciona: algunos taxistas hablan dialectos y no entienden el mandarín. Para comer arroz con pollo y verduras yahooseo (no hay Google, bienvenidos) un pollo, una acelga y el arroz viene siempre por default.
Salgo al aire en el programa de Daddy y digo *andar en bolas* Excuse my French.
Creo que nieva. Son las 2 am y en esta habitación de hotel se tipea el primer carácter de los próximos 10 mil. En BsAs están pila pila.
¿Argentina? Messi! Messi! Messi!
Las que andan en bolas son las chinas treinteañeras en el vestidor del gimnasio del hotel. Me da un ataque de paquetería occidental, me pone nerviosa y no encuentro la salida. Con ánimo de cronista –ahora sí- quiero contarles que los cuerpos de las mujeres orientales no pasan el metro sesenta, son armoniosos, firmes y lampiños. Más de uno desearía que la *asociación estratégica integral* con el *coloso asiático* se hiciera carne. Eso es un twitt.
Al tercer día sin harinas, la tostada deja de ser el objeto del deseo. Al tercer día sin Twitter baja el volumen de la voz interior. El síntoma que todavía no logro calmar es qué hacer con la belleza que hay en las calles de la ciudad y no puedo filtrar para *mis amigos*. Corazoncitos, corazoncitos.
Traé alfajores, piden desde Buenos Aires. Les llevo todos los souvenirs de Mao que quieran si logran explicarme a dónde va la tercera vía de los Prada, Vuitton y Céline que se amontonan en todo Beijing o a qué vertiente del comunismo pertenece el consumo desaforado, a un ritmo sólo comparable con Manhattan. No se preocupen. Insistir en remarcar contradicciones es un ejercicio muy Siglo XX, remanido. Ni lo intento. Compro postales, banderas e imanes con la cara de Mao para alimentar imaginarios.
Tuve que venir a China para finalmente soñar eso que quería soñar. Notable.
El lujoso hotel en el que se hospeda Cristina no es lujoso. Auch.
Lost in translation. También me acompaña un Bill Murray. Preguntan si es mi esposo o mi papá. Parece no haber otras opciones.
El camarógrafo de la televisión pública china dice que CFK es *hot*. Manejalo.
Una selfie en el hotel de Cristina. Una selfie en el piso 33. Una en la muralla. Una en el Palacio del Pueblo. A conciencia, voy a contramano: en China, la selfie es un gesto profundamente reaccionario. Todos andan con un selfie stick, el palito de la autosuficiencia.
Colecciono palabras. Inútiles. Descartables. Son un intento ingenuo de conquistar al otro. Ni hao, hola. Wangfujing, la peatonal gastronómica que se especializa en bichos raros. Chiéchie, gracias. Mifán, arroz.
Qué hacer con los olores. No hay red social para entrenar el olfato, eso todavía no se puede compartir. Recurro a la más trivial descripción: Beijing huele a otredad, a condimento de empanada, a comida aunque no sea comida.
El Pekinazo no se configura por la confrontación con lo exótico, una idea bastante trabajada por Discovery Travel & Living o por Iván de Pineda. Tampoco se alimenta de los 360° del cambio horario. Lo insalvable es la imposibilidad de practicar un gesto cotidiano: preguntar para entender. O, su equivalente, googlear//////PACO