El Diario La Nación de Argentina, ilustre, perdurable, fundado en 1870, con momentos poco felices (que no cunda el pánico, que no hablaré de ellos), con momentos lúcidos con corresponsales como Rubén Darío, Ortega y Gasset, Borges, Silvina Ocampo, con momentos menos doctrinarios que otros, o momentos donde lo doctrinario hace sistema con circuitos de otras lides que conforman una bella combinación (el momento conservador de la definición como montonero enciclopédico de Borges), con momentos aciagos donde algún ocasional poema de Juarroz u Olga Orozco opacaban menos al suplemento cultural, pero luego, eso sí, vinieron tiempos felices, con colaboradores “considerables desde todo punto de vista”, como podría haber dicho David Viñas (es sin ironía, porfis).
Un amigo historiador me dice: “Después del 2001, cambió La Nación, y con la caída de La Prensa, ya no hay más conservadores en Argentina”. Uno podría decir, Alegría, Alegría…, no more “vetustos relatos porteños”, cambia, todo cambia, pero, acaso, el bienvenido cambio (que por ejemplo hace digerible al ADN), no sea sino la constatación de una derrota del pensamiento.
La aparición de la colección nominada justamente como “Biblioteca Esencial del Pensamiento Contemporáneo”, pone de manifiesto una alegría que es también una derrota, la alegría de tener a disponibilidad económica libros pendientes en la biblioteca de los infaltables, con ilustres como Foucault, Gramsci, Piaget, Paulo Freire, Pierre Bourdieu (hasta hay un Marx, pese al tono general siglo 20 de la colección), y tantos otros de la vertiente del pensamiento crítico post 1914. Me preguntaba si estarán Lenin, Trotsky, el Che o Mao en la colección, aunque quizá no importe. El hecho de publicar estos textos, acaso sea una vuelta conservadora disimulada, vuelta conservadora a los libros en papel, a los valores de la biblioteca como reliquia del salón burgués, para llenarla de libros “indispensables” en una época de retirada e hipersegmentación de mercado o targetización del libro en papel (el libro, debe diferenciarse en algo para persistir: ser una novedad, ser algo agradable en tanto libro objeto, conservar elementos de un artesanado del estilo del arte de imprenta).
Pero sobre todas las cosas, en el gesto de La Nación, si bien se funda en una visión de mercado con una demanda existente sin su oferta disponible (imprescindibles del pensamiento social a precios accesibles y visibilizados como necesarios por formar parte de una colección), también se constata una derrota: la del pensamiento revolucionario de izquierda. Para decirlo en pocas palabras, si un enemigo histórico se apropia de los emblemas del otro (la batalla cultural de Gramsci, el campo intelectual como campo de poder en Bourdieu, la pedagogía del oprimido de Freire, y tantas otras lecturas de la resistencia y el combate), publicar al enemigo, como en un ritual de antropofagia tupí, pareciera ser una práctica donde los vencedores (el liberalismo, por decirlo en forma sencilla), se nutren de la sangre y el cuerpo del ejército vencido. Acaso, de las entrañas de ese gesto de mercado, salga un elemento de la resistencia del futuro, quién sabe.
Entonces, al alcance del kiosco, está Para leer al Pato Donald de Ariel Dorfman y Armand Mattelart (1971), uno argentino-chileno-estadounidense y otro belga, mezcla interesante. De Dorfman, además de saber sobre la existencia de este libro, había visto la película de Polanski, “La muerte y la doncella”, basada en una obra de teatro del autor trinacional, mezcla de suspense y thriller político con elementos de Misery de Stephen King y torturadores de los 70 en una dictadura sudamericana.
El revés de la trama
“En un sentido, el libro del Pato Donald sigue vigente. La estructura que nosotros vimos en los comics de Disney se ha globalizado. Disney es más global que antes. Pero también se matizan mucho más las cosas, en el sentido que la realidad es mucho más compleja que lo que yo retraté en ese libro. Yo vivo en los Estados Unidos y la visión que tengo de la cultura norteamericana es muy diversa hoy, hay cosas de allí que si las importan acá son más liberadoras. No necesariamente todo lo que viene del norte es negativo, y tampoco las cosas que hacemos acá son todas positivas. Creo que ha habido una evolución”.
Diario Clarín, “Cómo leer al Pato Donald, con Obama y treinta años después”, entrevista de Silvana Boschi a Ariel Dorfman, 05-05-2009.
El libro puede pensarse como un manifiesto. Hay un adversario (la burguesía), hay declaración de principios (existe la base económica y existe la superestructura, existe el amo y el esclavo, existe la plusvalía, existe la dependencia de los países periféricos respecto a los países centrales), y habría una suerte de tomar cartas en el asunto y hacer algo, aunque, cuando se llega a esta parte, el texto se encuentra en una queja que por repetitiva, va perdiendo su eficacia, y que, si bien se supone (suponen Dorfman y Mattelart) que un texto de análisis crítico debe ser un texto performativo, que hace un aporte a la construcción del hombre nuevo, pese a esas buenas intenciones, en su retórica maniquea el libro hace que sus aciertos se opaquen.
Para leer al Pato Donald es un texto de época, en pleno auge de la Unidad Popular en el Chile de Salvador Allende (1970-1973). En esta lógica, se inscribe en un debate sobre la transición hacia el socialismo, donde la impronta cultural, su circulación a diferentes públicos (lectura de las clases trabajadoras), debía fomentar un cambio. “De allí que Para leer al Pato Donald ocupara el lugar de ícono de una época y de un momento del campo que, o bien se recordó con la nostalgia con la que se evoca con simpatía los pecados voluntaristas de juventud, o bien se ofreció como el ejemplo emblemático del “ideologismo” que —en desmedro de la cientificidad o la autonomía de la investigación— habría caracterizado los estudios en comunicación en los años setenta” (Mariano Zarowsky, “De la desmitificación de la historieta a la historia del mito: una genealogía de Para leer al Pato Donald”, Primer Congreso Internacional de Historietas Viñetas Serias, septiembre de 2010, Biblioteca Nacional, Buenos Aires, Argentina).
En los anales de la comunicación social, leen Para leer al pato Donald inscripto en un debate entre revistas como Lenguajes o Comunicación y cultura en coordenadas que se plantean la conexión de la serie sígnica, la serie social, el pensamiento crítico, y los inicios de la teoría de la recepción. Habría una suerte de adversario compuesto por concepciones prescriptivas de los estudios sociales a partir de nociones de totalidad, herramientas semiológicas estructurales de manual, y valores de alta y baja cultura que categorizan a los temas que son o no tratables por la alta cultura, como si restos tardíos de Boileau y su paráametro neoclásico siguiesen siendo un importante dispositivo legitimador de la alta cultura.
En ese contexto, entonces, hay un gesto positivo del libro: tomar como tema serio un producto de la cultura de masas. Hoy en día, este gesto, pareciera ser la constante más que la excepción.
Hay un acierto importante del libro. Al tomar como tema un comic (Donald y sus sobrinos, más de 900 números), la mirada del entomólogo que observa y clasifica, ha logrado advertir muchos aspectos interesantes, como son los siguientes: en la saga no hay padres, sólo tíos, sobrinos, abuelos, amigos. Otro rasgo a destacar: el oro se impone como símbolo de la búsqueda. Uno más: la productividad como componente del proceso que transforma un insumo en un producto, o que hace que se acceda a bienes materiales, está elidida. Como una suerte de culminación utópica de Los trabajos y los días de Hesíodo, se anula el mundo del trabajo. La ciudad es el espacio de la burocracia y de la alienación. El azar (la fortuna hubiese dicho Maquiavelo) es el que gobierna el recorrido de los personajes, sólo que no es aleatorio del todo, algunos, quedan excluidos. Ah, y eso sí, el otro es el buen salvaje, al que se le intercambian espejitos de colores. Bien ahí Dorman y Mattelart, el entomólogo ha observado rasgos interesantes para desplegar la interpretación.
Pero entonces, el entomólogo da lugar al analista, y la voz discursiva vuelve al tono de la proclama: es una escritura burguesa la de Disney, sus valores son los de una burguesía que pretende negar la dialéctica del amo y el esclavo que gobierna las relaciones humanas (por ello, Disney elide el vínculo padres-hijos, para evitar el conflicto por el poder, la diferencia generacional); el oro, como en la conquista al oeste, es la utopía social. Los personajes de Disney se desenvuelven en un contexto sin productividad porque ocultan la plusvalía (esa misma dialéctica del amo y el esclavo que se elide al no haber padres e hijos), y a su vez, como en un esclavismo perfecto, al no haber productividad, mágicamente los que trabajan no son tema, como en Magic Kingdom, el parque temático de Disney en Orlando, los trabajadores están en los subsuelos, que no se pierda la magia. La ciudad es invivible, se impone la vuelta a la naturaleza, siendo los dueños de la tierra los que pueden acceder a este lujo. El azar es el que premia selectivamente a los ganadores y a los perdedores, es el invisible Walt que atribuye premios a los buenos y a los reformables, y castigo a los malos (no reformables). A los otros, los no occidentales, se los puede gobernar con artilugios que en la lógica de costos y beneficios de Disney (de Occidente), son altos beneficios a bajo costo (espejitos de colores, a cambio de pepitas de oro).
Sin embargo, en otra vuelta de tuerca del texto (me parece que los buenos libros de crítica, como podría ser este de Dorfman y Mattelart, además de plantear su análisis estructurante deben exponer al texto como tema para que haya un intersticio donde el lector pueda optar por otro horizonte interpretativo), uno podría decir que aquellos elementos que el crítico entomólogo ha destacado, pueden tener otro horizonte interpretativo posible. Allí, por suerte, hay una bocanada de aire fresco en un texto que es asfixiante por su tautología (como el comic es burgués, en toda su poética encuentro a la burguesía).
Quiero decir, el hecho de que no haya generaciones de padres e hijos, lo que anularía la dialéctica del conflicto generacional, o si se quiere, la dialéctica del amo y el esclavo, es algo positivo, es el estado de lo común, ya no hay divergencias radicales (algo similar a la ausencia de padres en Cortázar: la presencia de tíos, la ausencia de padres, abre las puertas de la percepción a la lógica de los mundos posibles; en el Sartre de Las palabras también ocurre algo similar: como mi padre murió en mi primera infancia, eso me abrió la mente a la difuminación del super yo). La productividad elidida del sistema social, otro rasgo utópico, superador del estadio actual de la historia, ya no penar más para obtener bienes materiales. La ciudad como perturbadora por su alienación es una constatación irrefutable, no hay ilusión allí, los ritmos y la lógica de la ciudad atentan contra la integridad de Donald, de Mickey, y de todos nosotros. La vuelta al campo puede ser leída como reaccionaria, pero en todo caso, es destacable que no se nos quiera engañar con el fetiche de la ciudad moderna. Que el azar sea el que gobierne el destino de los personajes, también es positivo: ante la disyuntiva azar o determinismo, el azar es más lúdico y nómade. Que el otro sea domesticable, eso no es privativo de Disney, y muchos supuestos filántropos lo han practicado y lo vienen practicando.
Entonces, frente a lo que el mismo texto propone, uno podría decir lo inverso: La poética del Pato Donald es liberadora, proyecta una utopía social no muy lejana a lo que los autores pregonan (eliminar la alienación cotidiana), y en este sentido, la crítica deviene dogmática. Frente a lo que podría ser un Marx que elogia a su oponente (el carácter revolucionario de la burguesía, la liberación de las ataduras de la tradición, el cambio como horizonte de innovación permanente), el libro de Dorfman y Matelart es unidireccional, lo que lo hace perder su eficacia, ya que sospechamos de que no haya matices, contradicciones, elementos positivos en ese movimiento dialéctico superador de crítica al adversario.
Hay una discusión en torno a la literatura infantil, que por momentos parece irresoluble. Los polos entre lo didáctico, lo lúdico y lo estético generan tensiones que a veces traen resultados poco productivos, no sé si ese será el caso de la saga de Donald y sus sobrinos, y tampoco sé si hay un abuso manipulador de Dorfman y Mattelart por parte de un producto cultural, que tal vez, no sea algo demoníaco per se. Quién sabe, o tal vez, las fuerzas de la micropolítica han colonizado mi conciencia, y por eso banco a Disney.
Anexo: Para leer al Sapo Pepe
El título del libro es todo un programa. Así como Althusser publicó Para leer al capital, nosotros, con ayuda de Marx y Althusser, leemos a Donald, a Disney, a la burguesía de la sociedad de masas. Es tentador ese título, pegadizo, lleva a la metonimia, y entonces, por qué no leer la canción del Sapo Pepe a través de Dorfman y Matelart. Algo así sería:
La propiedad privada emerge desde el comienzo de la canción: “yo tengo un sapo que se llama Pepe”, es decir, el burgués aparece como sujeto individual que se define por el tener, nada extraño en una lógica infantil donde debe transmitirse la reproducción social del sistema a partir de la lógica tener y no tener (tienen los bienes simbólicos como es un sapo, tienen los medios de producción para explotar a las clases trabajadoras), el esclavismo en su máxima expresión de animalidad, el niño/animalizado, el sapo como alegoría de la niñez, que como los chicos, hace lo que quiere, salta y salta por todo el jardín, pese al imperativo categórico de su dueño: “No me hace caso y siempre salta sí”, pese al ruego y la advertencia, el niño/animalizado persiste en su gesto lúdico y repetitivo: “Le digo Pepe vení y el salta salta, Pepe tomá y el salta salta, Pepe pará y el salta salta”.
En esta lógica de plantear la animalidad irreverente y lúdica del niño/animalizado, se destaca que “No tiene cola y es de color verde”, es decir, como todo bufónido, en su metamorfosis de renacuajo ha perdido la cola, ese elemento subversivo que en la niñez produce estragos a los adultos. El niño imaginario que proyecta el adulto es un niño animalizado, sin cola, inofensivo, de color verde, algo irreverente en su no hacer caso, aunque inofensivo en su gesto, ya que su ademán se circunscribe al ámbito del jardín, es decir, el lugar de la niñez donde está permitido no hacer caso.
Entonces, uno se pregunta: ¿el Sapo Pepe, es un agente del patriarcalismo nomenclador que proyecta una niñez asexuada? Puede ser, pero mientras tanto, en los recitales de Adriana, todos (niños, adultos), reclaman que cante la canción del Sapo Pepe, pero, imbuida la cantante en esa lógica burocrática que la historieta de Donald podría haber criticado (la ciudad burocrática con sus derechos de autor), la artista no posee la propiedad de los derechos sobre el sapo. Así, el niño aprende que el sapo no es de Adriana, ni es de él, sino del burgués dueño de los medios de producción para difundir y explotar al sapito. ¡Menuda lección!
Se impide que la canción pueda emerger de su voz populizadora una vez más, y el decorado con la imagen de Pepa o del Sapo “Poing Poing” no alcanzan. Algo falta, y así el niño aprende que nunca podrá acceder a lo que desea sino a través del consumo de un triste simulacro de la ausencia. ///PACO