¿Qué interrogantes fundamentales sobre la naturaleza de los derechos individuales y la aplicación de la ley en sociedades democráticas plantea el caso de las personas encarceladas en Jujuy por expresarse en redes sociales? Viajemos a través de este proceso judicial que pone de manifiesto la tensión entre la teoría y la práctica del Estado de derecho. Un conflicto donde la supuesta igualdad ante la ley se ve desafiada por las dinámicas de poder que operan en la sociedad real.
Los hechos sucedieron de esta manera: en su perfil de X, Marcelo Nahuel Morandini dio a entender, de modo satírico, que Mauro Coletti, cantante del grupo folklórico Los Tekis, tuvo una relación carnal con Tulia Snopek, esposa de Gerardo Morales, exgobernador de la provincia de Jujuy. El tuit en cuestión decía: “Hace ya varios años que en Jujuy se hace el carnaval de los tekis (una estafa en la que caen los turistas). Pero este año no se hace. Y todo parece que es porque uno de los tekis le enseña a tocar la quena a la mujer del ex gobernador. Imposible aburrirse en kukuy”. En tanto, Humberto Roque Villegas replicó en su cuenta de Facebook un mensaje que vio en TikTok sobre la supuesta infidelidad de Snopek. El comentario corrió como reguero de pólvora, y con un poco de sal y otro de pimienta se condimentó el culebrón: la niña del matrimonio no sería hija del exgobernador, sino del cantante, por lo que habría un estudio de ADN que lo comprueba. Además, Los Tekis, debido a lo ocurrido, no podrían presentarse en la nueva edición de un tradicional festival provincial.
El exgobernador y su esposa, por su parte, denunciaron lo ocurrido porque —alegaron— lesionó la identidad de la niña y también afectó psicológicamente a la madre. A raíz de esto, un fiscal inició una investigación penal en la que se produjeron diversas medidas, entre las cuales sobresalen los allanamientos de los domicilios de Morandini y Villegas y sus detenciones. También se ordenó detener a Lucía González porque, según la fiscalía, ella replicó el rumor a través de WhatsApp e integró, con Moradini y Villegas, una confabulación para dañar a la familia del exgobernador. La detención no se concretó porque González salió del país.
A pedido del fiscal, el juez interviniente convirtió las detenciones de Morandini y Villegas en prisiones preventivas. Para ello, el fiscal argumentó que la esposa del exgobernador sufrió un serio estrés debido a los rumores esparcidos y que “[s]e perturbó el estado civil de una persona totalmente inocente, generándole un daño que es prácticamente imposible resarcir”, en alusión a la niña. Agregó, en ese sentido, que “[l]a virginidad existencial de una menor de dos años no se puede reparar, será una querella, pero el daño es irreparable”. Esto fue aceptado por el juez de la causa y dictó la prisión preventiva de ambos hombres. Desde ese momento permanecieron en la Unidad N° 1 del Servicio Penitenciario de Jujuy, conocido como penal de Gorriti.
La difusión del caso creció y llegó a nivel nacional, por lo que diversas organizaciones sociales y profesionales, de distintas identidades ideológicas, se pronunciaron contra las detenciones debido a que, de esa manera, se criminalizó la libertad de expresión. A la vez, en varios medios de alcance nacional, se reprodujeron las opiniones críticas de abogados constitucionalistas. Finalmente, el fiscal solicitó el cese de las detenciones y los hombres recuperaron su libertad. Habían pasado cincuenta y tres días detenidos. El proceso, no obstante, sigue en trámite. Pero lo más importante es esto: estamos ante un caso ejemplar de la utilización del derecho penal para criminalizar la libertad de expresión. ¿Por qué? Porque a través de la aplicación sesgada de los delitos de lesiones y de supresión de la identidad de un menor, se justificó que dos personas fueran detenidas por haber hecho publicaciones en redes sociales.
Una parada técnica
Antes de continuar, es necesario detenernos en la estación de servicio y adquirir algunas provisiones para nuestro viaje, en el que nos enfrentaremos a la relación entre el poder y el derecho y veremos cómo la aplicación de la ley se deformó. A través de algunas nociones jurídicas básicas, de hecho, podremos entender que el proceso judicial es arbitrario porque se forzó la interpretación de las normas, de modo tal que se les dio un sentido completamente opuesto al que poseen. En vez de darle a los hechos el encuadre jurídico adecuado —como, por ejemplo, un juicio civil para obtener el resarcimiento del posible daño—, se optó por el camino del poder punitivo para lo cual fue necesario hacerles decir a los tipos penales lo que no dicen.
La actividad primordial de un abogado —cualquiera sea su especialidad— es la subsunción. Esta es una operación lógica que consiste en determinar si un hecho de la realidad reproduce la hipótesis prevista en una norma de alcance general. Es como tener un cuerpo geométrico y encontrar el molde en el que calza. Veamos, entonces, si los hechos alrededor del exgobernador jujeño Gerardo Morales pueden ser subsumidos en alguna norma. Es decir, si son o no son delito.
Lo primero que hay que adquirir en el minisúper de la ley es la noción de que el delito de lesiones se trata de una conducta que genera un daño significativo al cuerpo o a la salud. Las lesiones se clasifican en leves, graves o gravísimas. Para ello, se toma en cuenta la entidad que tuvieron, si tienen cura y el tiempo que demandará su curación. Todo está previsto en los artículos 89, 90 y 91 del Código Penal. El concepto de salud también comprende el aspecto mental de una persona, por lo que es factible —como dice la denuncia— que haya lesiones psicológicas. Esto quiere decir que para que se verifique que se cometió el delito de lesiones no basta con esparcir un rumor que afecte el honor o desacreditar públicamente a una persona, sino que se debe demostrar que hubo un daño psíquico.
Sin embargo, esto no es suficiente. Incluso en situaciones donde se acredite la intención del autor y el daño significativo, surge la pregunta sobre si ciertos comportamientos, amparados por la libertad de expresión, deberían considerarse riesgos permitidos en una sociedad democrática. Todo esto —por supuesto— es necesario demostrarlo y no parece posible que una publicación que no supera el rango de habladurías chabacanas pueda ocasionar una lesión psicológica. En todo caso, podría tratarse de otro delito: injurias (art. 110 CP). En tal sentido, por su contenido, “la injuria como deshonra o descrédito consiste en la imputación de una calidad, costumbre o conducta socialmente disvaliosa”, tal como sostuvo en el año 2000 la Sala Civil y Penal de la Corte Suprema de Justicia de Tucumán. Sin embargo, descarto que también se trate de este delito porque en el tuit no hubo expresiones asertivas, sino solo conjeturales. De esa manera, aunque las publicaciones en las redes sociales puedan ser apreciadas como peyorativas para la personalidad de la esposa del exgobernador, eso no es suficiente para considerar que ello la lesionó psicológicamente, ni que fue injuriada, con los alcances de las normas penales. Los moldes de los tipos penales tienen una capacidad muy limitada, por lo que solo caben algunas conductas específicas y la mayoría de las ofensas quedan afuera.
Por otro lado, el fiscal alegó en su pedido de prisión preventiva que las lesiones contra Tulia Snopek se produjeron en un contexto de violencia de género, es decir, el fiscal entendió que las publicaciones fueron agresiones dirigidas a ella debido a su género femenino. Es posible deducir, entonces, que el fiscal persiguió que se aplicara la agravante del delito básico. Esto también es incorrecto y arbitrario. La agravante se aplica cuando, por ejemplo, el autor de las lesiones es un varón, la víctima una mujer y ésta tiene una relación de sometimiento hacia el varón, basada en una relación desigual de poder (art. 92 y 80.11 CP). Esto se traduce en que el autor debe actuar sabiendo y queriendo —dolo— causar la lesión en ese contexto. Por ese motivo, no se admite una conducta imprudente como causante de este delito. Acá es donde vemos otra interpretación contraria al sentido de la norma: no es posible asignarles a los autores de las publicaciones esa intención, porque la víctima no tiene una relación de sometimiento hacia ellos basada en una relación desigual de poder. Más bien parece lo contrario, al menos, en vista de la suerte que corrieron.
Otra noción elemental de la que es necesario aprovisionarse es aquella que indica que el delito de supresión de identidad de un menor de diez años —que solo puede realizarse con dolo— no puede cometerse con meros rumores infundados (art. 139.2 CP). La acción debe producir incertidumbre, alterar o suprimir la identidad del niño. Es cierto que la norma establece que puede realizarse de cualquier modo, pero debe ser lo suficientemente idóneo para lograr esos resultados. Los más comunes —y que se tuvieron en cuenta cuando se sancionó la norma— son la ocultación, la exposición y la falsificación de documentos; también podría ser adulterar un examen de ADN. De nuevo, los chismes de pueblo, los comentarios satíricos, no son los medios idóneos para poner en duda la identidad de un niño o herir su “virginidad existencial”.
Pero entonces, ¿por qué se forzaron las normas —los moldes— para hacer entrar todos estos hechos y presentarlos como delitos cuando no lo son? Acá es donde queda a la vista el fin que persigue la arbitrariedad: justificar las detenciones. ¿Por qué se dijo que se cometió el delito de lesiones y no el de injurias? Porque tienen penas diferentes. El delito de lesiones tiene prevista una pena privativa de la libertad, en cambio el delito de injurias tiene una pena de multa. Esto, sumado al delito de supresión de la identidad de un menor, da como resultado un monto máximo de pena en expectativa de ocho años de prisión. No es una casualidad que se haya alcanzado ese monto, sino que se recurrió adrede a esas figuras —y no a otras— para alcanzar esa cifra dado el impacto directo que tiene en la justificación de la prisión preventiva, ya que es un cliché en los tribunales del país sostener la relación directa entre la pena en expectativa y el comportamiento de la persona imputada. Para esta postura —por cierto, muy extendida y contemplada expresamente en las leyes procesales—, cuanto mayor es la amenaza de pena que podría imponerse, mayor es el riesgo de fuga del imputado.
Sobre esto último es necesario señalar que la Constitución Nacional —norma suprema que contiene los principios fundamentales que guían a la sociedad y es la fuente de validez de todas las normas inferiores— nos protege —en teoría— contra las privaciones de la libertad arbitrarias (art. 18). Una persona solo puede ser detenida, como regla general, si se dicta una sentencia judicial que la declare culpable de un delito sancionado con pena de prisión. Desde ya, como toda regla general, esto admite excepciones. Por ejemplo: es posible excepcionalmente que a una persona que se le sigue una causa penal se le imponga lo que se denomina la prisión preventiva. Ésta debería ser de aplicación restrictiva porque únicamente persigue dos objetivos: la realización del juicio y, si correspondiese, el cumplimiento de la condena.
Así, los únicos motivos constitucionalmente válidos para mantener a una persona detenida —antes de la condena— son, por un lado, una sospecha fundada de que intervino en un delito y, por el otro, la comprobación de que se encuentra en riesgo la realización del juicio o la imposición de la pena. Esto se verificará cuando haya riesgos procesales: peligro de fuga y peligro de entorpecimiento de la investigación —por ej., amenazar a testigos o destruir pruebas—. Además, existe un tercer motivo que es la proporcionalidad: nunca puede imponerse la detención provisional si esta es más severa que la eventual sanción que pudiese corresponder. La prisión preventiva de Morandini y Villegas fueron inconstitucionales porque no hubo riesgos procesales y, además, fue desproporcionada porque fue impuesta para hechos que no son delito o, en el peor de los pronósticos, podrían llegar a ser condenados por un delito que se sanciona únicamente con pena de multa. Es decir, no solo no deberían haber sido denunciados, sino que tampoco deberían haber sido detenidos.
Todas estas nociones elementales demuestran que la detención y posterior prisión preventiva dictadas en Jujuy fueron desproporcionadas y arbitrarias en relación con los presuntos delitos imputados. De esa manera, queda en evidencia, por un lado, que se forzó la interpretación de las figuras legales para que pudieran caber los hechos, recurriendo para eso, incluso, a una cuestión tan sensible para la sociedad como la violencia de género. ¿El objetivo? Imponer la prisión preventiva como una sanción anticipada a la condena y como medida de disciplinamiento social. El mensaje es claro: cualquier voz que ose burlarse de Gerardo Morales en Jujuy será reprimida. Ya estamos aprovisionados. Continuemos el viaje.
Teoría y práctica de la igualdad ante la ley
¿Por qué lo que pasó en Jujuy es relevante para cualquier ciudadano argentino? En primer lugar, porque la teoría de los derechos individuales es un pilar fundamental de los sistemas democráticos, tal como el argentino, que establece que todas las personas deben ser tratadas con igualdad ante la ley y protegidas de posibles abusos por parte del Estado (arts. 16 y 18 CN). Sin embargo, en la práctica, esta igualdad puede ser cuestionada por la realidad concreta de la arbitrariedad.
Hace casi un cuarto de siglo se ha teorizado acerca de que, en el plano punitivo, la arbitrariedad se manifiesta a través de la selección de sujetos que se lleva a cabo por estereotipos, que no son otra cosa que prejuicios acerca de las personas que, por su apariencia, estilo de vida, pertenencia social, se las toma por sospechosas. Por ejemplo, si vemos a un varón adulto, vestido con traje y corbata, llevando un maletín, subiendo las escaleras del edificio de Tribunales, la mayoría concluirá, sin haber intercambiado una palabra con él, que se trata de un abogado. Si ahí mismo vemos a un varón joven, vestido con ropa deportiva, con caracteres étnicos de un pueblo originario, o sea, con cara mediática de delincuente, la mayoría concluirá que se trata de un imputado en una causa ¿A quién detendrá un policía con el pretexto de identificarlo si se cruzara con ambos por la calle? Sin dudas que al segundo, porque el olfato policial —la selectividad— opera de la misma manera. No se trata de una conspiración para mantener sometido al pueblo, ni del azar, y ni siquiera de la gravedad de los delitos. La policía es una burocracia que tiende a hacer lo más sencillo y lo que le acarree menos conflictos: detener varones jóvenes de barrios carenciados que cometen delitos torpes, porque nadie va a reclamar por ellos. Este es uno de los motivos por los cuales los poderosos habitualmente no son alcanzados por el sistema punitivo cuando cometen delitos, aunque sean actos sofisticados y su daño extenso.
En ese mismo sentido, la decisión de detener a Moradini y Villegas por expresarse en redes sociales ilustra cómo las personas comunes pueden ser criminalizadas por ejercer su derecho a la libertad de expresión, especialmente cuando sus opiniones se burlan del poder establecido. Esta arbitrariedad legal puede manifestarse de diversas formas. Una es la discrecionalidad en la interpretación y aplicación de la ley por parte de los actores judiciales que conduce a decisiones arbitrarias. Aunque la ley se presenta como una norma objetiva y neutral, en la práctica la influencia de factores como la afinidad política o la posición social puede influir en las decisiones judiciales, dando lugar a un sistema legal parcial y sesgado. Se revela así algo que todos sabemos que existe: la tensión palpable entre la teoría y la práctica del Estado de derecho. Este caso, sin embargo, arroja una luz particular sobre la actual fragilidad de los derechos individuales en un entorno donde el poder político puede manipular y distorsionar, incluso, la libre expresión.
El derecho a la libertad de expresión, por su parte, incluye no solo la posibilidad de manifestarse públicamente, sino la libertad de buscar, recibir y difundir información e ideas. Esto está estrechamente relacionado con la democracia y está protegido en cualquier forma de emisión. Las publicaciones en las redes sociales, aunque hagan referencia a cuestiones personales, son críticas satíricas al modo en que se maneja el poder en Jujuy y a la falta de participación popular en las decisiones de gobierno, muchas de las cuales se toman de espaldas a aquél. Aún es posible recordar como fue el trámite de la reforma de la Constitución provincial y como fueron acalladas las voces críticas. Tal fue la entidad de la represión, que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos instó a las autoridades provinciales a respetar los estándares sobre el uso de la fuerza y el derecho a la protesta social. Esta reforma estableció, entre otras cuestiones, la restricción a la representación legislativa y criminalizó la protesta social. Existe en Jujuy un descalce entre la clase dirigente y un sector no minoritario de la sociedad, al que cada vez más se les restringen los derechos de todo tipo, incluso, los derechos políticos y, desde luego, el de poder manifestar sus críticas.
La dicotomía entre la legislación —el derecho positivo— y el poder real plantea siempre interrogantes sobre la legitimidad del sistema legal vigente. Si la ley escrita no refleja la realidad de las relaciones de poder en la sociedad, ¿deberíamos obedecerla ciegamente? ¿O deberíamos reconocer que la ley, en última instancia, sirve para mantener el statu quo y perpetuar las desigualdades existentes? La democracia es un sistema de gobierno en el cual los ciudadanos participan en el proceso de administración y legislación, es decir, se trata de darse las leyes por autodeterminación. En cambio, en la autocracia es la voluntad de un solo hombre la que se impone a la mayoría. ¿A cuál de estos modelos se parece Jujuy, donde el poder real se manifiesta de manera brutal y se impuso sobre la ley escrita?
¿A dónde llegamos?
Luego de cincuenta y tres días, Morandini y Villegas recuperaron la libertad. En el curso de sus detenciones, sin embargo, fueron sometidos a maltratos, humillaciones y vejaciones con el propósito de hacerles admitir la comisión de los delitos. Esto dio lugar a un proceso criminal en el que el jefe del Servicio Penitenciario provincial, Julio Arnaldo Vaca y otros 22 efectivos, fueron acusados por someter a Morandini y Villegas a “permanecer desnudos ante la presencia de los guardiacárceles, realizar sus deposiciones en un fuentón, miccionar en una botella, trasladarse completamente desnudos y corriendo hacia la zona de los baños, ya sea para lavar los baldes con excremento u orina, ya sea para higienizar su cuerpo; comer pan mojado con el agua del piso que contenía orín y soportar dentro de la celda baldes con excremento de terceras personas”.
Es posible que la difusión nacional que alcanzó el caso, junto con las expresiones críticas de diversos actores sociales, haya influido para que recuperaran la libertad. Pero esto de ningún modo puede ser considerado como una virtud del sistema. Ambos fueron sometidos a penas ilegales —las vejaciones impuestas por penitenciarios son, en sustancia, penas— antes de la celebración del juicio y del dictado de una condena. Lejos de ser reparaciones, las excarcelaciones son mecanismos de legitimación del sistema; una forma de mostrar a la sociedad de que los errores se reparan, cuando, en rigor, esto no fue así. No se trató de un error, sino de una decisión deliberada de criminalizar expresiones públicas. Una vez más, el proceso seguido contra Morandini y Villegas deja en evidencia, de una manera que pocas veces tenemos la oportunidad de presenciar, que los derechos que tenemos son poco más que ficciones mientras persistan las desigualdades brutales de poder. Y ese carácter ficcional, desnudado por esta clase de arbitrariedades, ¿acaso no erosionan la confianza pública en el sistema legal en su conjunto? Finalmente, el desprestigio social del derecho como herramienta reguladora de la convivencia puede conducir a una crisis de legitimidad. Y abrir la puerta a soluciones autoritarias///////////PACO