Hay un chiste machista que hace el gato de Verdaguer, personaje que inventó Roberto Pettinato luego de usarle cierta estilística al uruguayo Juan Verdaguer, que suele funcionar como una imagen grotesca del humor chabacano. Es probable que no lo haya inventado él, de hecho creo haberlo oído antes en alguna reunión masculina donde por momentos la mujer es un sujeto personificado con grata enemistad vengativa. La idea es más o menos así: ¿Qué forma tiene la mujer ideal? Petisa, para que su boca esté a la altura de la pija; con la cabeza chata, para apoyar la cerveza; y con orejas grandes, para utilizarlas de manija en la felación. Sí, desde luego, espantoso. La imagen tiene cero erotismo pero es altamente graciosa. Funciona como una efectiva objetivación sexual sumada a la imaginación de un ser amorfo, pero claro, lo extraño es que estas dos funciones no pueden ser compatibles.
Si Picasso la hubiera tomado como modelo, la pintura final podría haber resultado idéntica a la copa Championg League diseñada por Jörg Stadelmann.
Cuando vi el caso de Molly Bair no pude no acordarme de este chiste. Ella es una modelo estadounidense de 17 años que se hizo conocida por tener un aspecto extravagante. Tiene lo que las pasarelas necesitan: es joven, alta y muy delgada, pero unas enormes orejas que denotan algo más que un simple defecto. Quizás si Pablo Picasso la hubiera tomado como modelo para su cubismo, la pintura final podría haber resultado una figura idéntica a la copa Championg League, diseñada por el bernés Jörg Stadelmann. En España a este trofeo le dicen “la orejona”. Lo cierto es que Molly Bair está haciendo estragos en el campo de la moda. Con una mirada desafiante y adolescentemente provocadora desfiló para Miuccia Prada, Loewe, Dior, Giambattista Valli y Chanel; incluso cerró un desfile de Alta Costura de la momia cool Karl Lagerfeld con un vestido de novia. Verla desfilar es una experiencia rara, su cuerpo es un báculo que flota de forma recta hacia adelante.
Pero como toda buena historia, la extraña niña que irrumpió en las pasarelas tiene un pasado donde la crueldad infantil de sus compañeros de escuela la ha maltratado hasta quitarle el sueño. Antes de ser la radiante supermodelo que es, sus amiguitos le decían “la niña rata“; también usaban el término alien o mantis religiosa para llamarla, y es probable que la lista pudiera seguir infinitamente porque la burla a la fealdad nunca tiene límites. Desde luego que su decisión de no operarse las orejas fue un acierto (quien sí decidió hacerlo fue la brasileña Alessandra Ambrosio pero luego tuvo problemas porque la belleza forzada siempre da vuelto) porque terminó siendo parte de eso que desde hace décadas llaman, con cierto reparo, belleza exótica. Pero ese conjunto de rasgos que dan forma a una niña extraña y luminosa se puede contemplar en una entrevista que brindó para la CNN donde la muestran sentada en un sillón dialogando pero también jugando al tenis con cierta habilidad de estiramiento. La primera impresión es que podría hacer una remake femenina de Christian Bale en El maquinista. La mirada celeste pero con cierto tono siniestro contenido, el ceño permanentemente fruncido, la forma de su boca encorvada hacia arriba, la pirámide invertida que forma su cráneo donde sus orejas ganan cámara delante de los dorados cabellos que simplemente caen detrás de la nuca. Toda su cabeza es un zamba que permanece articulado sobre un cuerpo extremadamente delgado que se mueve mecánicamente agitando despacio las extremidades recordando al Síndrome de Marfan de Joey Ramone.
En la misma entrevista, Molly improvisa algunas expresiones espontáneas de sorpresa por su nuevo estilo de vida: «Nunca se me hubiese ocurrido que una chica que pasó la mayor parte de su infancia con una uniceja, gafas y una camisa Yoda estaría en Vogue Italia». Entonces aparece la idea -algo estúpida, hay que decirlo- de que en un mundo cruel y conflictivo el mercado es la fuerza divina capaz de hacer que cualquier persona fea, sufrida y víctima de bullying pueda transformarse en un ícono de la moda, en la reina del buen gusto, con una enorme fila de chicos y chicas dispuestos a proveerle un torrencial sexo adolescente, con una belleza ahora aceptada y digna de ser explotada hasta que la guita cambie de color. La historia funciona como si las posibilidades estuvieran al alcance de cualquiera. Pero si algo hemos aprendido es que las imposiciones de estereotipos estéticos tienen mentores y nunca son los feos, los gordos o los deformes, no, ellos no pueden decidir; quien elabora esta construcción es la clase dirigente, ese conjunto de individuos que definen los patrones de lo válido, aunque la clase popular los acepte y se regocije en esos estereotipos que nunca podrá alcanzar. Porque lo que importa es el deseo y cómo su fuerza indomesticable nos vuelve pececillos poseídos que nadan como depredadores.
«Nunca se me hubiese ocurrido que una chica que pasó la mayor parte de su infancia con una uniceja, gafas y una camisa Yoda estaría en Vogue Italia».
El biólogo molecular Michel Djerzinski, uno de los personajes de Las partículas elementales de Michel Houellebecq, expone que en el mercado erótico-publicitario el deseo debe crecer y buscar su esparcimiento hasta elevar la imaginación libidinal. Porque luego de la separación entre la procreación y el sexo, este último queda rendido a la individualización de los sujetos y de sus prácticas. Entonces si la sexualidad y el deseo comienzan a funcionar como una distinción narcisista individual, no es novedad que los cazatalentos hayan pensado en la especificidad de los rasgos distintivos de Molly Bair para hacer mucha guita. «Creo que la belleza viene realmente de la singularidad», dice sobre el final de la entrevista golpeando en la tecla exacta que resuelve las ecuaciones. En el video, su voz es dulce y suave a contrapeso de la rigidez de sus rasgos físicos. Pero cuando sonríe, cuando esboza una sonrisa sincera mostrando sus dientes, extendiendo los extremos de su boca hacia afuera, hay algo de la infancia, de la niña preciosa que de muy chica ha sido. Esa belleza que pareció borrarse de los siete años en adelante para pasar a ser ese bicho raro y gracioso apodado la niña rata.
Hoy la pequeña Molly no es tan pequeña y, pese a que no puede dar alguna objeción respecto al vestuario que usará en las pasarelas, ya tiene la voluntad suficiente para decidir con qué marca cerrar o a qué fotógrafo de revistas de modas mostrarle su cuerpo y dedicarle una mirada íntima de su sexo aún prematuro. Pero sobre todas las cosas, tiene la facultad de decidir en qué gastar toda la guita que está recaudando y que va a recaudar porque el destino ha sido muy amable con ella; podría haber terminado como cualquier sujeto feo en un empleo feo viviendo en una casa fea teniendo una vida fea. Pero no… en ella la resolución de la historia fue diferente y ese cambio de rumbo en el guión es la esperanza de millones de feos que sueñan con ser hermosos y que creen que sí, que quizás en algún momento les puede pasar a ellos también. Porque soñar es gratis, y desear también//////PACO