Portada: Torturador de Ernest Descals.

La semana pasada comenté en esta revista un episodio ocurrido a fines de 2013: durante la búsqueda de un libro, objeto de una obsesión que dejé escrita en un artículo, volví a una biblioteca militar de la Capital Federal donde recibí una noticia que me impactó. El director –o quien pensé que continuaba siéndolo–, el coronel (retirado) CO, estaba con prisión domiciliaria, acusado por graves delitos de lesa humanidad. Desde hacía unos años, lo conocía bastante bien, llegando a tener muchas charlas sobre los años setenta en la Argentina, la represión y el terrorismo de Estado (que él llamaba “guerra”). Era un tipo grande, en edad y altura, serio pero cordial, además de muy querido por la gente del lugar. En 2015, un tribunal lo condenó a veinte años de prisión por varios delitos, entre ellos el de tormentos. ¿Cómo empezó y terminó mi relación con el coronel? 

En los primeros meses de 2009, me encontraba iniciando el trabajo de archivo para mi tesis de Licenciatura en Historia. Gracias a MR, mi director, había definido un tema: las políticas de defensa del presidente constitucional Arturo Illia (1963-1966) y presidente de facto Juan Carlos Onganía (1966-1970) en relación con el abordaje para la guerra interna, es decir, la contrainsurgencia. Para empezar a adentrarme en el asunto, MR me recomendó visitar una destacada biblioteca militar de la Ciudad de Buenos Aires, ya que ahí podría encontrar revistas, libros y reglamentos del Ejército que no están en otro lugar. Un día fui.

La biblioteca en cuestión es pública y muy cómoda para trabajar. Se encuentra dentro de un muy lindo edificio de estilo francés adquirido por el Estado argentino en la década del treinta, cruzando un patio interno lleno de plantas y verde. La biblioteca sigue la onda de todo el lugar: ambientes grandes y altos, mucha madera oscura en pisos, puertas y bibliotecas, ornamentos y luminaria old school, además de varios muebles antiguos; suele haber poca gente, el ambiente es cordial y el catálogo es excelente. Empecé a ir muy seguido.

Una tarde otoñal de mayo, cuando ya no quedaba nadie más, me encontraba en la sala de lectura sacando fotos a las revistas cuando apareció el director-coronel. Se presentó y me preguntó con curiosidad qué estaba fotografiando, ya que me había visto ahí durante varios meses: eran artículos de la Revista de la Escuela Superior de Guerra sobre contrainsurgencia; autores franceses, estadounidenses y argentinos, le dije. Mi inesperada compañía se interesó de inmediato, se sentó al lado mío y empezó a ver las publicaciones. Me comentó que él también las había estudiado, pero en los años setenta, mientras era oficial activo del Ejército: su especialidad era el terrorismo y el contraterrorismo, por lo que sabía mucho. Me recomendó otros artículos y se quedó hablando un largo rato. Para él, el enfoque francés, como el aplicado en Argelia, era muy efectivo para eliminar un movimiento insurgente pero sus implicancias criminales eran un problema. Según me explicó, prefería un abordaje más político, como el de los anglosajones, preocupado por eliminar las causas de la insurgencia (que, de todas formas, también condujo a varias masacres, dije yo por dentro).

Me quedé mudo, escuchando atentamente, pero tenía una inquietud: ¿me estaba dando su opinión actual o la que tenía en los setenta? Y, ya que estábamos: ¿cuál había sido su rol en esa década? Su edad encajaba con la de una generación de guerreros cruzados de la contrainsurgencia. Le pregunté qué doctrina usaron acá (¿las Fuerzas Armadas o él como miembro de las Fuerzas Armadas? Hice una pregunta con blanco móvil, sin darme cuenta). El coronel respondió con mucho interés y seguridad. Me dijo que tuvieron tres fuentes: la doctrina francesa, la estadounidense y la propia experiencia represiva en los sesenta y primeros setenta. “Existió una doctrina argentina”, sentenció. “¿Cómo que ‘una doctrina argentina’”?, pregunté. El coronel me dijo que se combinó el abordaje de la “subversión urbana” (Francia) con el de la “rural” (Estados Unidos). Además, cruzó el enfoque militar de los franceses –centrado en las prácticas de control y combate– con el político de los estadounidenses –preocupado por eliminar las causas estructurales del surgimiento de la insurgencia, asociadas al “subdesarrollo”. En 2009 esto era muy novedoso: todavía hoy lo es.

Luego de estar pensando un rato, le expresé que me gustaría volver a hablar, pero otro día: mi tren se iba. El coronel se alegró, dijo que estaba dispuesto a conversar todas las veces que quisiera, y agregó: “la próxima vez, cuénteme de su investigación, Pontoriero: qué quiere hacer, cómo, con qué fuentes”. Respondí que sí, actuando un poco de entusiasmo, pero la verdad es que pensaba que era un bajón. Estudiaba los orígenes del terrorismo de Estado, no la “guerra contra la subversión”: si la cronología es la principal hipótesis de una investigación histórica, la segunda es la conceptualización que adoptamos para el fenómeno que estudiamos. ¿Qué hacer? Sería el inicio de una costumbre con interlocutores así: mentir un poco más o un poco menos sobre mí, mis objetivos y mi trabajo. Fue lo que hice en este caso.

Entre 2009 y 2011, establecí un vínculo con el director-coronel como resultado de mis visitas frecuentes. En principio, mi tema de investigación parecía bastante aséptico: el concepto de “amenaza interna” (“enemigo interno”, en verdad) en la legislación de defensa 1963-1970. Se trataba de algo que en ese momento me obsesionaba: la Ley de Defensa 16.970, sancionada por Onganía en 1966 era similar, en líneas generales, a un proyecto de ley de Illia de 1964 (y luego descubriría que también a un proyecto del presidente constitucional Arturo Frondizi de 1960). La contrainsurgencia atravesaba todo: civiles y militares, democracia (con proscripción) y dictadura. En un corte del relevamiento de las fuentes, le comenté el asunto al coronel un mediodía de 2010, mientras caminábamos por el bello parque interno. Me dijo que esto era así porque la doctrina contrainsurgente suele pasarse a la legislación, como en Argelia o en otros lugares. El punto crítico era habilitar el uso de Fuerzas Armadas en el orden interno para la represión política, creando necesariamente algún tipo de estado de emergencia, o sea: de excepción.

Sin embargo, había algo que no entendía, y como ya tenía cierta confianza pregunté: “¿por qué los militares presionaban, pedían y obtenían una legislación de defensa que les daba cada vez más poder para la represión (e inclusive el ‘aniquilamiento’) si luego actuaron de manera criminal?” Fue un interrogante muy preciso, que venía pensando desde hacía algún tiempo y especialmente desde que comenzaron mis charlas con el coronel. Noté que, tal vez, había excedido mi margen de confianza, pero la pregunta ya estaba hecha. Mi interlocutor se sorprendió, se puso un poco incómodo, respiró hondo y me dijo: “‘la guerra contra la subversión’ incorpora el crimen como un acto de combate. Las leyes dan el marco general: el resto es lo que se hace en el terreno”. Me hubiera gustado preguntar qué era “el resto”, pero mejor aguardar a otro momento. En todo caso, la respuesta no me convenció del todo, aunque en ese momento carecía de los elementos para continuar la discusión, por lo que asentí en silencio. 

Unos años después, gracias a mis colegas, entendí que la clave estaba en la conexión entre la contrainsurgencia y el estado de excepción, que borraba los límites entre lo legal y lo ilegal. Luego de una pausa, pregunté: “¿no es un contrasentido legislar sobre la guerra (interna en este caso) si luego esas leyes no se respetan?”. Esto en realidad no era más que un capítulo de la historia de los conflictos armados desde mediados del siglo XIX: cuanto más se los ha intentado regular, peores masacres y genocidios contra la población civil se han cometido (y se cometen), además de los crímenes y transgresiones que se producen en el campo de batalla, claro. Levemente exasperado, el coronel dijo: “si el enemigo no respeta la ley, ¿por qué lo haría uno?”. ¿Hablaba en teoría o por experiencia? Nunca me terminaba de quedar claro el asunto. Me pareció que la conversación ya estaba tocando un límite de su paciencia, por lo que me excusé para terminarla en la necesidad de volver a la sala de lectura para continuar con mi relevamiento documental. El coronel se quedó un rato más en el patio, mirando fijamente una placa oscura en una pared, sobre la que nunca había reparado hasta ese momento. Sin embargo, ya había emprendido mi camino de vuelta al interior de la biblioteca, vigilado por una estatua que se encuentra al lado de la entrada, delante de un muy bello vitró con el que juega a contraluz. Esa tarde, no volví a cruzarme al coronel, por lo que me despedí de las bibliotecarias y me retiré cerca del horario de cierre, un rato antes de las 19 hs.

Otro día, en el invierno de 2010, estábamos en su oficina hablando sobre la Segunda Guerra Mundial, un tópico que nos apasionaba a ambos: más específicamente sobre la campaña en el Frente Oriental y la Wehrmacht. Le pregunté qué sabía de la guerra contrainsurgente contra los partisanos-guerrilleros soviéticos: “para los alemanes el ‘aniquilamiento’ era un concepto rector, como acá”, afirmó. En ese momento ocurrió algo extraño e inolvidable: el coronel se paró y volvió con una gigantografía, como un póster, del decreto 2.772 de octubre de 1975. Mediante esa normativa, el Poder Ejecutivo nacionalizó la represión y el exterminio iniciado en Tucumán en febrero de ese año. Lo leyó ante mí, mientras me indicaba los renglones con el dedo índice derecho: “aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo el territorio del país”. Hoy sé dos cosas: 1) el concepto de “aniquilamiento” hacía refería a matar personas en una guerra, no a eliminar acciones como se dice a veces y 2) el marco legal de excepción fue clave para el surgimiento del terrorismo de Estado. Mucho debo al coronel por haberme hecho notar ambas cosas.

El trabajo de archivo es de largo aliento: no es que se termina un día y luego uno se pone a escribir. En realidad, va todo mezclado todo el tiempo: leer, escribir, archivo, corregir, leer, escribir, y así hasta el final. Por eso, siempre había un motivo para volver a la biblioteca. En una de esas visitas, en la primavera de 2011, aparecí después de un tiempo largo sin ir. Llegué y pedí un reglamento que me interesaba y, para variar, no estaba en otro lugar: el RC-2-3. Conducción de fuerzas terrestres en una zona de emergencia, de 1968. Esta normativa castrense trataba sobre los cursos de acción para la intervención del Ejército y las Fuerzas de Seguridad en casos de “conmoción interior” causada por la acción de las personas, es decir, para la represión política. Se preveía un uso escalonado: primero las Fuerzas de Seguridad y luego el Ejército, si las primeras fallaban en controlar la situación. Ese esquema se aplicó en el “Cordobazo” y terminó en catástrofe para el dictador Onganía. Al año siguiente se invirtieron los factores: cuando estalló el “Viborazo”, también en Córdoba, se dio intervención directa al Ejército. En esos años, cada vez más se iría por el camino de la militarización del orden interno.

La tarde se nublaba y ya estaba podrido de sacarle fotos a las revistas y normativas, así que salí un minuto al patio. El coronel vino a saludarme mientras estaba en el recreo. Me preguntó qué estaba buscando ese día y le comenté sobre el RC-2-3. Como casi siempre, se dispuso a dar su opinión sobre todo lo que le comentaba. Me dijo que los reglamentos eran importantes, pero que no lo eran todo. “La fuerza moral es decisiva en la guerra, y tal vez más en la guerra antisubversiva”, destacó. Caminamos unos pasos y quedamos frente a la placa oscura, aquella que mi interlocutor había se quedado mirando luego de una de nuestras conversaciones. Ahora la pude ver bien: era una placa conmemorativa de los socios de la institución asesinados por la guerrilla en los setenta. Repasando los nombres, varios me resultaban conocidos: eran las “víctimas de la subversión”. El coronel me contó que varios de ellos fueron sus amigos. “Los terroristas tenían una gran fuerza moral y creían que nosotros éramos una banda de mercenarios”, dijo. “Estaban equivocados: teníamos la misma o hasta una mayor fuerza moral que ellos”. Señaló la placa oscura en la pared con los nombres de sus camaradas muertos y dijo una frase que me quedó grabada: “estos muertos nos dieron la fuerza que necesitábamos para luchar y ganar”.

(Tomé esta foto un día medio a las corridas y tratando de evitar que me viera alguien, ya que no era para nada común andar tomando fotos dentro del lugar, y menos a la placa recordatoria de los militares asesinados por la guerrilla, así que salió movida y descentrada).

Las palabras del coronel retumbaron en mi cabeza. Nunca antes había escuchado algo así. Rápidamente, empecé a elaborar una serie de pensamientos: el terrorismo de Estado se enlazaba con reglamentos, leyes y prácticas, pero también con sentimientos muy profundos; el duelo, la tristeza y la angustia también podían funcionar como un impulso para combatir y vengar la muerte de los “soldados caídos”. ¿Y también para cometer actos criminales como torturar, asesinar y desaparecer personas? Algunos años después, profundicé y desarrollé este planteo, junto a un colega-amigo: los muertos creaban un vínculo con los vivos, a través del recuerdo y el homenaje, la camaradería y la deuda, en definitiva, del compromiso para la “guerra contra la subversión”. Está pendiente de escribirse una historia emocional del terrorismo de Estado.

Esas ideas necesitaron varios años para asentarse y poder transformarse en un proyecto de investigación. Sin embargo, otras cosas las tenía un poco más claras y encaminadas. Una vez más, asentí callado la reflexión del coronel y me puse a hacer algo muy común en mis tiempos de estudiante: contar mis planes a la gente, sin mucho más motivo. El coronel fue una víctima más: le comenté mi plan de tesis doctoral, que ya empezaba a imaginar, aunque no había terminado siquiera la Licenciatura. Iba a realizar una historia de la militarización del orden interno en la Argentina, 1955-1976. Mi compañero de charlas, pasó de la introspección y la tristeza al recordar a sus camaradas muertos al entusiasmo por el tema y me dio algunas indicaciones. Gracias a él había empezado a entender cada vez más la conexión entre la legislación de defensa y la doctrina contrainsurgente. En su oficina, me regaló un libro de su autoría sobre terrorismo y contraterrorismo y me lo regaló, con dedicatoria y todo: “con todo afecto a un investigador joven”. Le agradecí, me despedí y emprendí la retirada.

A fines de 2011, caí de nuevo a la biblioteca, esta vez para buscar un reglamento. Mi plan era empezar a cruzar la normativa militar con la legislación de defensa porque ya estaba seguro de sus conexiones. Dediqué a eso los siguientes años de investigación y todavía sigo ahí. Se trataba del RC-15-80. Prisioneros de Guerra, de 1969, que incluía a los civiles en la figura del “prisionero de guerra” en un conflicto interno de tipo “subversivo”. Además, prefiguraba la creación de espacios clandestinos de detención, pero con otro nombre, claro. El RC-15-80 decía que el “campo de prisioneros” era “una instalación de naturaleza semipermanente en un edificio – área cercada – etc. del ejército o cuerpo independiente”. Los Centros Clandestinos de Detención de la última dictadura militar se montaron sobre este principio.

El coronel-director apareció en la sala de lectura, me saludó y vio el reglamento. De vuelta, me dijo que las leyes y los reglamentos eran fuentes importantes, pero tenía que incorporar otras, como Los Centuriones, la novela de Jean Lartéguy, muy leída en los setenta por los militares argentinos. La obra cuenta cómo un grupo de oficiales franceses vencidos en Indochina a mediados de los cincuenta abandonaron su concepción de la “guerra clásica”, crearon una nueva doctrina y forjaron una nueva moral para hacer frente a la “subversión” por todos los medios disponibles, legales e ilegales: Argelia fue su revancha. En Argentina, a la primera edición de 1970 de 3.000 ejemplares le siguieron nada menos que ocho reimpresiones. Para 1975, la novena reimpresión contó con un total de 6.000 ejemplares, contabilizándose un total de 40.000 libros entre todas las ediciones: best-seller total. El coronel tenía un ejemplar cerca y lo trajo: me dijo que los reglamentos eran para los oficiales y suboficiales, pero que en el medio de una guerra no había tiempo y que los soldados debían acelerar su preparación, por lo que la novela de Lartéguy servía perfecto para esos fines. Luego supe por otras fuentes que esto era así, efectivamente. 

Seguí confirmando mi idea de que era necesario hacer una historia cultural de la “guerra contra la subversión” que incorporara la dimensión de la experiencia, las emociones y la literatura, además de los reglamentos y las normativas castrenses. Sería un plan para el futuro. Así como hoy algunos leen Sumisión de Michel Houellebecq como un análisis de Ciencia Política de la Francia actual, hubo quienes leyeron Los Centuriones como un libro de historia mezclado con un reglamento de contrainsurgencia. Me inquietaba un poco imaginar cómo podrían haberse leído ciertos pasajes. Por ejemplo, en “La Rue de la Bombe”, la tercera parte de la novela, ambientada en la Argelia insurrecta en lucha por su independencia, abundan los pasajes que relatan los horrores de la “guerra contrainsurgente”: ejecuciones masivas con exposiciones de los cuerpos en la vía pública, colocaciones de explosivos en las casas de los sospechosos, secuestros y torturas para obtener información de parte de los prisioneros y, claro: desapariciones. “Nada de órdenes escritas. No estamos aquí para hacer trámites sino para luchar. Debemos comenzar a actuar fuera de toda legalidad y de todo método convencional”, decía Lartéguy hablando a través de, uno de los personajes, Raspéguy, y otro de los protagonistas resumía así a un camarada, prototipo del guerrero antisubversivo: “Boisfeuras pertenece a su universo eficaz y justo. Justo de una justicia que no para mientes en hombres decapitados, mujeres violadas y granjas quemadas”.

¿Qué fue primero: la literatura o el exterminio? ¿La tortura o leer sobre ella? ¿Los reglamentos o Los Centuriones? ¿Lartéguy o Videla? ¿Y si fue todo eso junto? Creo que siempre será fundamental recordar al historiador francés Roger Chartier cuando señala que las ideas no se imprimen en las mentes de los actores históricos sin más. El proceso de lectura/escucha transforma, reformula y en muchos casos supera el contenido original. Además, la circulación de las ideas también las contamina y modifica en una dinámica creativa que da lugar a múltiples interpretaciones posibles, inclusive contradictorias. Estudiar el terrorismo de Estado implica tomar el recaudo permanente de evitar deducir las prácticas de los pensamientos, los pensamientos de las lecturas posibles realizadas por los perpetradores y, por último, las lecturas de los textos. Para que la masacre pudiera desencadenarse, los encargados de diagramar y ejecutar el exterminio debieron releer la doctrina y todo lo demás, como la novela de Lartéguy, a la luz de su situación concreta en 1975, momento en el que se inició el terrorismo de Estado en el país. Estas ideas las pensé mucho después. En ese momento solamente tuve la inquietud de ver cómo imaginar la conexión entre la doctrina y las prácticas. Una vez más, mi interlocutor me había indicado un camino a seguir en mi investigación.

La última vez que vi al coronel fue el viernes 20 de julio de 2012. Recuerdo el día con exactitud por dos motivos: era el “Día del Amigo” y también un aniversario de la “Operación Valquiria”, el atentado contra Adolf Hitler protagonizado por el coronel Claus von Stauffenberg, en 1944. Aprovechamos para hablar del tema y recordar algunos detalles del mayor acto de la resistencia alemana contra el nazismo. Mi compañero de charlas conocía los pormenores del acontecimiento, así como sus consecuencias funestas para los complotados. Sin embargo, había algo que no sabía: los “hombres del 20 de julio” eran recordados como héroes de la resistencia, pero también en muchos casos se trataba de criminales de guerra implicados en las matanzas de civiles, en particular, en el genocidio de los judíos de Europa del Este, como lo muestra el historiador alemán Christian Gerlach. La historia está llena de estos símbolos por partida doble, le dije: héroes de la resistencia alemana/criminales de guerra o héroes de la resistencia francesa/criminales en Argelia. El coronel escuchó en silencio, con la mirada clavada en una ventana que daba al exterior desde su oficina. Mi lista podría haber seguido: “héroes de Malvinas/perpetradores durante el Terrorismo de Estado”, pero decir esto era imposible. Preferí callar. 

En invierno se hace de noche temprano, y a eso de las 18 hs las luces de la biblioteca ya estaban todas prendidas. No quedaba nadie en la sala de lectura y todo el personal ya se habían retirado. Estábamos solos, el coronel y yo en su oficina. Me dijo que antes de irme quería darme un regalo “por el día del amigo”, ya que me consideraba así: se levantó de su sillón, fue hasta su biblioteca personal y regresó con un libro rojo. Era una obra de un militar argentino muy conocido para todos los que estudiamos al Ejército en esos años: Osiris Villegas (1916-1998). Fue un oficial de Caballería que alcanzaría el rango de general de división. Durante la década del sesenta ocupó cargos importantes tanto en la función pública así como en el arma terrestre hasta su pase a retiro en 1968. Se lo considera, y con razón, uno de los teóricos locales más importantes en contrainsurgencia. 

Honestamente, no conocía el libro. El coronel me explicó de qué se trataba: era un rejunte de textos de Villegas, destacándose sus argumentos principales como abogado defensor de algunos de sus camaradas en el marco de los procesos de justicia militar llevados a cabo a principios de los ochenta por los “excesos” cometidos en los años previos. Pero eso no era todo, dijo “mi amigo”: este ejemplar era muy especial. Originariamente, había pertenecido a otro compañero de armas y venía con la dedicatoria del autor para él: se trataba del general Ramón Camps, Jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires entre 1977 y 1979 y prominente figura a cargo de la represión y el exterminio clandestino. 

El coronel me reveló que Camps fue el primero en formular la tesis de una “doctrina argentina” para la guerra interna. Abrió un cajón del escritorio y sacó una fotocopia: era la nota, publicada en el diario La Prensa en 1981: 

 
“[…] En la Argentina como, ya dijimos, recibimos primero la influencia francesa y luego la norteamericana; aplicando cada una por separado y luego juntas, tomando conceptos de ambas, hasta que llegó un momento en que predominó la norteamericana. Es necesario aclarar que el enfoque francés era más correcto que el norteamericano; aquél apuntaba a la concepción global y éste al hecho militar exclusivamente o casi exclusivamente».

Todo esto hasta que llegó el momento en que asumimos nuestra mayoría de edad y aplicamos nuestra propia doctrina, que en definitiva permitió lograr la victoria argentina contra la subversión armada”. 

Quedaría para el futuro demostrar si lo que decía Camps era cierto, aunque hasta ahora todo lo que vengo investigando desde esos años indica que sí. Le pregunté al coronel de dónde había sacado el libro (ni siquiera le agradecí el extraño regalo; supongo que no me hubiera salido ni siquiera actuando): “era de Camps”, me dijo. Fue un préstamo temporal que la muerte de su dueño transformó en permanente. “Camps era amigo mío”, completó. “Tome este libro como el regalo de un amigo, que a su vez lo heredó de otro amigo”, dijo. Camps, el coronel y yo, unidos a partir de un libro de Osiris Villegas. Agarré mi regalo, agradecí y le dije las palabras que correspondían al don y contradon ante un obsequio en un día tan especial: “feliz día, coronel”. Ya eran las 19, la oscuridad afuera era total, llovía y era tiempo de irse. Me despedí y emprendí la vuelta a casa.

Desde 2013, una vez que supe las novedades y la noticia de su prisión, solamente lo vi a través de las fotos del juicio que terminó dos años después en su condena a veinte años por crímenes de lesa humanidad: por torturador. Más allá de las dudas que tuve siempre sobre él, pensaba que estaba limpio, siendo que lejos de estar escondido, formaba parte de una asociación castrense muy notoria y trabajaba allí a plena luz del día. Me equivoqué. Y me equivoqué mucho: su antecesor en la dirección de la biblioteca terminó igual que él, aunque con una pena más grave, prisión perpetua. 

El coronel es para mí un símbolo por partida doble, como los hombres de la “Operación Valquiria” o los otros ejemplos de los que hablábamos: fue un interlocutor central por varios años, mucho de lo que investigué y escribí surgió de esas charlas, cambió totalmente mi enfoque sobre la contrainsurgencia y el terrorismo de Estado como problema histórico. Al mismo tiempo: es un criminal, y de los peores. Formó parte del aparato de represión y exterminio más brutal que conoció la historia argentina. 

No obstante, me cuesta evitar pensar que me hubiera gustado que leyera mi tesis doctoral (que será libro en el futuro): seguramente, se habría reconocido en varios pasajes, aunque junto a otras cosas más, que no le hubieran gustado en lo más mínimo. De hecho, el día de la defensa, en diciembre de 2017, estuvo presente: comencé mi exposición relatando una de mis anécdotas con él, la referida a la gigantografía del decreto “de aniquilamiento de la subversión” y cómo eso me había permitido ver claramente la vinculación entre la legislación de defensa y la contrainsurgencia en los años sesenta y setenta. Las anécdotas que rodean el camino a lo largo de una investigación son parte de ella y de lo que se termina pensando y escribiendo, no un “relleno” o “dato de color”. El tema es ser consciente de eso y ver cómo influye en uno: “Creo que uno inicia una investigación inmerso ya en un proceso histórico en marcha, posicionamiento hacia el cual se puede intentar adquirir una perspectiva transformadora o crítica. Un aspecto crucial de tal posicionamiento es la implicación del observador en lo observado, lo que en términos psicoanalíticos se llama transferencia”, afirma Dominick LaCapra. Cada uno debe lidiar con los efectos de la empatía hacia su objeto, inclusive cuando se trata del terrorismo de Estado. 

Si lee esto, coronel: le expreso mi agradecimiento por todo lo que me ayudó y lamento que haya sido un ser tan horrible. A mí solamente me queda seguir investigando los miles de motivos por los que usted y sus camaradas masacraron a sus propios compatriotas, a través de eso dar algunas respuestas a las víctimas y la sociedad y, por último, tatuarme con fuego y hierro el aforismo 146 de Nietzsche en Más allá del bien y del mal: “Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, también éste mira dentro de ti”////PACO

Métodos de tortura en Alemania, dibujo del siglo XI + gorra militar de León Ferrari

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