1. Lo más irrelevante de la celebración de San Valentín es la lectura de su origen. Según Wikipedia ―y una serie de artículos periodísticos absortos en el comando copiar pegar― Valentín era un sacerdote que casaba parejas contra las directivas del emperador Claudio II. A escondidas, cristianizaba uniones entre hombres y mujeres en una época en la que aún regían los principios paganos en un Imperio Romano necesitado de soldados y no precisamente de hombres con compromisos familiares. Claudio dió las órdenes de ejecución y el sacerdote fue decapitado el 14 de Febrero del año 270 d.C. Dos siglos después la Iglesia Católica recupera la fecha ―con el propósito subyacente de absorber y eliminar la fiesta pagana del 15 de Febrero, Lupercales, algo sobre lo que escribió Juan Terranova acá― e instaura la celebración. San Valentín fue una festividad religiosa hasta el año 1969, momento en el que se la eliminó del calendario postconciliar. Hasta acá la típica leyenda de amor y de odio.
El primero registro comercial del Día de los enamorados data del año 1840, cuando en Massachusetts se vendieron tarjetas con motivos románticos en una pequeña librería por apenas pocas monedas.
2. El primero registro comercial del Día de los enamorados data del año 1840, cuando en Massachusetts se vendieron tarjetas con motivos románticos en una pequeña librería por apenas pocas monedas. Hoy, de acuerdo al punto com Statista, el gasto anual por el Valentine’s Day asciende a 19 billones de dólares, solo en Estados Unidos, distribuidos ―en orden descendente― en cenas, golosinas, escapadas románticas, flores, joyas, lencería y, desplazadas al último lugar, las clásicas tarjetas. El hombre desembolsa casi el doble de dinero que una mujer, con un promedio de 175 dólares contra 88, y si bien puede ser válido preguntarse por qué el hombre gasta más si la fecha (por lo general) le importa menos, hay otra pregunta más relevante, que tiene mucho más que ver con el espíritu de la época: ¿qué relación guardan el amor ―o su versión laxa, el romance― y la industria?
Si se quisiera encontrar la respuesta a ese interrogante a través de la literatura hoy la deuda es con el francés Michel Houellebecq.
3. Si se quisiera encontrar la respuesta a ese interrogante a través de la literatura hoy la deuda es con el francés Michel Houellebecq, escritor que da en la tecla a la hora de narrar la obsolescencia de las relaciones humanas en el universo tecnócrata de los intercambios materiales y la sobreestimulación. Las novelas de Michel pendulan entre los anhelos y las realidades, la psiquis y la sociología, lo sublime y lo corpóreo, con personajes que se baten a duelo con el mundo vacío de la superabundancia, siempre transitando esa zona de conflictos haciendo cayo con las contradicciones y la insatisfacción. En Discutir Houellebecq (Capital Intelectual, 2015), el periodista y escritor Nicolás Mavrakis hace una lectura de la obra del autor y es concluyente: “Las preguntas alrededor del ser y el amor no son más que especulaciones abstractas ante las que el mercado ofrece un amplio abanico de satisfacciones prácticas y accesibles”. Esa abstracción enfrentada al mundo de lo concreto, convierte al romance en otro bien por completo comercializable, no distinto de la moda, el turismo, la gastronomía o, por supuesto, el sexo. Como el Día de la madre no tiene que ver con la maternidad o el Día del niño con la niñez, el Día de los enamorados no tiene punto de contacto alguno con el amor sublime. Es el día de compras de una ilusión romántica, el abrazo al sentido del show y la pertenencia. Pero si esta fecha no es ni la conmemoración de la leyenda ni tampoco una excusa comercial, ¿qué es?
El Día de San Valentín es una experiencia germinada en y diseminada por los monstruos del comercio: las joyas de Cartier y Tiffany, los chocolates Oreo, las coffee dates en Starbucks asociado a Match.com, los preservativos y lubricantes Durex.
4. Hay información en la sociología que soporta la obra literaria de Houellebecq. En la edición número veintitrés de la revista Crisis, el papá de Bautista y sociólogo Diego Vecino expone en su artículo ¿Seguirá Coca enseñándonos a ser felices? que una forma posible de explorar la experiencia humana es a través de la historia de los relatos corporativos occidentales: “Las marcas multinacionales son la principal usina de sentido en nuestras sociedades avanzadas, la matriz sentimental sobre la que experimentamos nuestra vida, aprehendemos las categorías de clasificación social, definimos nuestras expectativas y nuestras ideas sobre lo que nos rodea”. El Día de San Valentín es una experiencia germinada en y diseminada por los monstruos del comercio: las joyas de Cartier y Tiffany, los chocolates Oreo, las coffee dates en Starbucks asociado a Match.com, los preservativos y lubricantes Durex, las ofertas especiales de Macy’s, los productos cosméticos de Revlon y la parafílica lencería de encaje de Victoria’s Secret. En defensa de las corporaciones, y en detrimento de “lo humano”, esta oferta material exagerada no sería semejante sin su correspondiente demanda voraz simbólica. En La posibilidad de una isla (Alfaguara, 2005) Houellebecq escribe: “Aumentar los deseos hasta lo insoportable y a la vez hacer que satisfacerlos resultara cada vez más difícil: ése era el principio único en el que se basaba la sociedad occidental”. Hoy el romance es cuantificable, equivale a la calidad de un ramo de flores, los quilates de una alianza, la cantidad de dólares gastados en una cena. Si aún guardan escepticismo y se convencen con el discurso de la frivolidad, se sorprenderían al conocer la cantidad de personas dispuestas a separarse si su pareja no les hace un regalo, cuestión que equivale a estropear la experiencia romántica. De hecho, San Valentín es temporada alta en el mercado de las rupturas. Hay estadísticas al respecto. Las pueden googlear.
Slavoj define al amor ―no sin lamentarse que es cada vez más raro― como un encuentro, un evento significativo con la potencia suficiente de cambiar gran parte del registro del pasado de un persona.
5. Cuando el medio The Guardian le preguntó al crítico social Slavoj Ẑiẑek si el romance está muerto, el eslavo respondió que todavía no. Slavoj define al amor ―no sin lamentarse que es cada vez más raro― como un encuentro, un evento significativo con la potencia suficiente de cambiar gran parte del registro del pasado de un persona. Una de las sensaciones habituales y repetidas hasta el hartazgo en el discurso tipo de la comedia romántica, es que al enamorarse a uno “le cambia la vida”. Esa potencia, esa “caída en el amor”, implica una serie de riesgos a la que la humanidad está cada vez menos permeable. En un Occidente infantil y malcriado, atrofiado de posibilidades, las personas no están dispuestas a asumir los costos de las experiencias tal cual se presentan y se resisten al amor como evento sublime porque eso conlleva responsabilidades, algunas consecuencias y la asunción de nuestras vulnerabilidades. “Queremos azúcar que no engorde”, ejemplifica Ẑiẑek y extiende ese principio a las relaciones humanas: la amistad, el amor y el sexo no salen indemnes. ¿Qué ofrece la tecnocracia a la demanda de experiencias perfectas y sin peligros? Cervezas que no alcoholizan, gaseosas que no hinchan, veranos sin calor y erecciones sin excitación. Occidente se ha especializado en proveernos de “objetos que prometen darnos excesivo placer pero que, por el contrario, solo reproducen la falta misma”.
Japón es un país con más de 120 millones de habitantes, la población que tiene menos sexo a nivel mundial.
6. Un ejemplo obsceno que rinde homenaje a esta cultura del desapego y la desafección ―algo que a Ẑiẑek le gusta llamar “Budismo occidental”― es Japón. En un país con más de 120 millones de habitantes, y una esperanza de vida que supera los 83 años, los japoneses son la población que tiene menos sexo a nivel mundial. El problema de esta nación sexless ―la NHK Japan Broadcasting Corporation lo define como tener relaciones sexuales menos de una vez al mes― no radica en un desequilibrio demográfico, la imposibilidad de encontrar una pareja o la mera falta de interés, sino en que mantener relaciones sexuales implica de manera indefectible el contacto con un Otro. Los matrimonios se convierten en relaciones fraternas ―entre el 60 y el 70% son sexless―, los que están solos ya no se molestan es buscar compañía ―más de un cuarto de la población de solteros superan los 30 años aún vírgenes―y la tasa de natalidad cae, aún cuando es abrumadora la cantidad de tratamientos de fertilización in vitro que se realizan en contraste a las fecundaciones en las que el único interventor es la naturaleza. Esta situación no sería paradójica si Japón no tuviera una cultura y un comportamiento de consumo absolutamente sexualizado, con personas que están bajo una radiación constante de estímulos libidinales, aunque todos dirigidos al disfrute de un tipo de intimidad autoerótica. Los video boxes son pequeños claustros urbanos de alquiler donde los hombres pueden tomar un descanso del trabajo, encerrarse a ver pornografía y masturbarse con la ayuda de un tubo plástico que cumple la función que debería cumplir, en primera instancia, alguna parte de un cuerpo; las love dolls ―una versión hiperrealista de las muñecas inflables en las que el grado de indiferenciación con lo humano es ya perverso― son comercializadas como “las mujeres del futuro”; hay bares donde las camareras no solamente sirven bebidas sino también se les paga para coquetear con el cliente sin llegar a nada más; hay lugares por donde por 50 euros una mujer masajea las orejas de un hombre con amor maternal; hay otros donde se paga por poder acariciar un gato, dar afecto y liberar tensiones. A través de este breve repaso de consumos, lo espectacular es atender el detalle con el que en Japón a las necesidades de sentirse deseado, contenido y satisfecho se le ha otorgado una industria de productos ―o gadgets― y servicios adecuados. Hace ya 20 años, el escritor norteamericano David Foster Wallace vaticinaba: “La tecnología mejorará día a día y se volverá más y más fácil, más y más conveniente, y más y más placentero sentarse en soledad con imágenes en una pantalla ofrecidas por gente que no nos ama pero que quiere nuestro dinero, y eso está bien en dosis bajas, pero si es el insumo básico de tu dieta, te vas a morir”. La tasa de suicidio en Japón es una de las más altas del mundo.
Lo que ocurre en nuestra cultura no alcanza el extremismo japonés, sin embargo hay síntomas que operan como las réplicas de un terremoto.
7. Lo que ocurre en nuestra cultura no alcanza el extremismo japonés, sin embargo hay síntomas que operan como las réplicas de un terremoto. La versión temprana de esta imposibilidad casi alérgica del contacto real un Otro puede leerse con mucha facilidad en las aplicaciones diseñadas para buscar pareja. Con los filtros adecuados y la promesa de facilitar encuentros, Tinder ―la más popular en Argentina― se ha convertido en la tecnología obligatoria para la institución y el mercado de la soltería. Esta app no hace más que acelerar el proceso de las redes sociales “comunes” e impostar espontaneidad en la coincidencia de likes, cuando lo cierto es que nada de eso sucede, en principio, sin su correspondiente proceso algorítmico. Ẑiẑek insiste en que en online dating presenta dos problemas básicos: uno, que no podemos ser nosotros mismos sino que nos volvemos nuestros representantes ―por las fotos que elegimos, los datos que ofrecemos, la manera en que elegimos mostrarnos, “Somos la suma de nuestros datos”, escribió Don DeLillo―; dos, lo que supone facilidades lo que ofrece en realidad es la versión azucar-que-no-endulza del verdadero encuentro romántico. Muy a pesar de él, Tinder existe y “funciona”: los más de 50 millones de usuarios a nivel mundial y las 300 matches por segundo hablan de que la búsqueda persiste, aún en los ecosistemas más hostiles donde una sola foto hace la diferencia categórica entre barrer la pantalla hacia la derecha o la izquierda, entre valer la pena y no. Si pensaban que elegir, hacer un juicio, era solamente un privilegio humano, están equivocados. En la Universidad de Zurich para responder a la pregunta de ¿cómo te ven realmente los Otros? crearon un sitio cuyo lema es: “Deja que la inteligencia artificial adivine tu atractivo y tu edad”. Hay una escala de seis valores de belleza a fealdad. Si se animan pueden entrar a howhot.io
¿Sobran las flores y los bombones? ¿Somos dignos de una tecnología que nos da todo y nos hace sentir nada? ¿Por qué Occidente no erosionó nuestro deseo sino solo nuestra valentía?
8. En la rutina Oh, my God! el comediante norteamericano Louis CK dice: “Evolucionamos a través de las citas, es cómo nos elegimos los unos a los otros” ―en idioma original: “Dating is how we evolve, is how we choose each other”― y reflexiona acerca del coraje necesario para que dos personas se aventuren hacia una experiencia verdaderamente romántica con la finalidad primitiva de perpetuar la especie: exponerse, intentar, arriesgarse, decir que sí. Esto ocurre cada vez menos porque hoy son pocas las personas que quieren jugar un partido que no tengan asegurado, y el umbral para que suceda el evento sublime se hace más y más angosto. El griego Yorgos Lanthimos dirigió una largometraje que articula los componentes de esta eterna paradoja, el conflicto entre la necesidad comatosa de una sociedad todavía hecha para parejas ―y posteriormente, familias― y la porción de personas con dificultades para insertarse en ella. The Lobster (2015) muestra las atrocidades de un mundo distópico no tan distante del nuestro: los solteros no están permitidos en la civilización y se los recluye en un hotel en las afueras, donde tienen 45 días para encontrar a su “Otro significante” o bien serán convertidos en animales y liberados en el bosque. La presión social en esta institución se suma a la presión intrínseca personal, la idea del amor en cada personaje va mutando con el correr de los días y la manera en que ven a sus posibles candidatos también. En The Lobster el criterio imperante para emparejarse no son las virtudes del Otro sino sus defectos: la pareja ideal se forma con un hombre y una mujer rengos, y la desesperación no priva a los más miedosos de fingir para compatibilizar, de impostar para evitar los tormentos de la soledad. Para aquellos que forman parte de la resistencia ―como David, interpretado por Collin Farrell, y Short sighted woman, por Rachel Weisz―, el bosque que rodea el hotel está habitado por los loners, los solitarios que imparten reglas no menos crueles que la sociedad. Esta película expone de una manera casi absurda que la búsqueda del amor y del “amor social” son cuestiones bien distintas, con ingredientes más cercanos al miedo que a los enredos de comedia, y no escatima en metáforas crudas a la hora de narrar cuáles son los costos de tener una pareja, cuáles los de la soledad. No voy a decir más. Tienen que verla y preguntarse si es el romance lo que está muriendo. ¿Sobran las flores y los bombones? ¿Somos dignos de una tecnología que nos da todo y nos hace sentir nada? ¿Por qué Occidente no erosionó nuestro deseo sino solo nuestra valentía? En Intimidad (Anagrama, 1999) Hanif Kureishi escribe: “Por desgracia, nada es tan fascinante como el amor”. Al menos queda la esperanza//////PACO