En la misma estela que en la década del ’90 las cosas pequeñas y cotidianas daban belleza y felicidad, y con el mismo gesto que hacía a Sergio De Loof hermanar el último grito tecnológico con algún tipo de basura reciclada en un movimiento donde lo nuevo se mezclaba con lo añoso, una tendencia que atraviesa la producción cultural completa de la década de 1990 consuma una alianza perdurable entre el lujo y la miseria. Este es uno de los movimientos que, con solución de continuidad, permiten poner en duda el corte en la cultura que rubrican los personajes de la cultura para la nodal fecha de diciembre de 2001 y la novedad de las ideas acerca de lo que significa intervenir y producir materiales sociales, cuando no para cuestionar la intención, uso y efecto de esa misma “producción” potenciada, en efecto, por la crisis. En la década de 1990 lujo y miseria se aliaban en el conspicuo espacio de la cultura para ir de la presencia sutil al gran protagonismo: la moda se constituía como elemento fundamental de la articulación cultural porque era encarnación del arte en lo cotidiano y porque conjugaba, tanto en los productos letrados como en la propia ciudad, cierto glamour acomodado con la marginalidad gay predominantemente masculina. Cuando en 1999 una nota del suplemento Radar promocionaba la novedad en cable Fashion Emergency, destacaba que “los protagonistas de este programa son las cenicientas posmodernas, los gordos y los feos, o los que simplemente no se le atreven al espejo porque pierden”. Por fin feos y gordos también podían ser reciclados en un movimiento que era el comienzo del usted, yo, todos nosotros, de los que no iban a ser modelos ni cibermodelos, de los que podrían quedar excluidos del territorio de uno de los juegos más selectos de la era contemporánea, el juego de la belleza. Semejante crudeza de la prosa sería impensable hoy en las páginas de ese mismo medio: la realidad, sin embargo, no es menos insidiosa. Lo real, a fin de cuentas, produce excedentes.
En la década de 1990 lujo y miseria se aliaban en el conspicuo espacio de la cultura para ir de la presencia sutil al gran protagonismo.
Si la crisis del 2001 no supuso una cesura en la presencia de la basura como elemento significante de interés, sí la hubo en el modo de elaboración discursiva del tópico y el borramiento de todo linaje que enlazara la cultura pre-crisis con la post. Antes, sin culpa y con cierta afectación, se podía celebrar la estética clocharde (sic), encantador calificativo que encontraba Laura Buccellato y que definía, en palabras de los noventa, la “mezcla de harapos, sedas y marcas hilvanados o apenas sujetos”, con el que describía un modelito de vanguardia anticipando en veinte años al mendigo chino Xilige, delicia de los coolhunters. O bien con esnobismo, porque “hay en la pobreza, o más bien en el empobrecimiento, un fondo secreto e irreductible de aristocratismo, el reflejo dandy que puede convertir el harapo en moda, la mugre en insolencia, la necesidad cruel en lujo, en placer exclusivo, en idiosincrasia de estilo” (Alan Pauls). Ya bien señalaba Ulrich Lehmann que la ropa está más cerca del espíritu que el análisis intelectual. Un pase de magia –el cambio de lengua– y la estampa de la deriva cultural global consumaba lo demás: ninguna “estética de mendigo” o “estética de linyera” para promocionar una muestra de moda en un centro cultural habría quedado bien en nítido castellano; no habría sonado cool en el sentido en que entonces se forjó el concepto y aun sigue vigente. Lo excéntrico y cierta figura del fashion perduran hoy como forma de mostrarse bajo los conceptos de rareza, pose, filointelectualidad, exclusividad, buen gusto, novedad y carácter efímero. Y esto sucede mientras hace ya dos décadas que una espiral vertiginosa busca en el pasado una usina productora de sentidos (el vintage) que exige una nueva forma de comprensión de la miseria como expresión de lo no-nato de la historia (la usina devenida espacio del arte).
Lo excéntrico y cierta figura del fashion perduran como forma de mostrarse bajo los conceptos de rareza, pose, filointelectualidad, buen gusto, novedad y carácter efímero.
Para algunos autores, los problemas urbanos son la síntesis de los desvelos intelectuales; la basura a fin de cuentas fue el gran problema urbano de los noventa y no abandonaría posiciones una década después. Fue también un problema político: a quién darle su tratamiento, su desaparición; más adelante sería tratada de modo artesanal por el cartoneo, de modo más selecto por el diseño de autor y más selectamente aun por el arte, cuando no procesada de modo masivo por una clase media con conciencia “ecológica”. Después de la crisis, el reciclaje pasó a ser una forma de reinserción social, si no un deber, pero aun así, esto también había sido anticipado: antes de la culposa recuperación post-crisis, un reciclaje heroico fue el clímax de un segundo momento destacable a caballo entre los noventa y los dos mil. Fue la celebración, en los suplementos culturales, de los jóvenes como “recicladores de basura creativos”, en un movimiento apareado con el auge de las carreras de diseño que encontraron donde aplicar mano de obra en la gestación de ciertos productos; estos, a su vez, debían ubicarse en zonas completas de la ciudad recuperadas en una ansiedad por vacunar subjetividades con dosis justas de cosmopolitismo estético y tecnológico. Fue el modo en que se jugó todo el sentido de la vanguardia de los noventa: hacer de la nada un valor, desde estéticas perimidas a materialidades tangibles; convertir a lo desechado en un bien de mercado. El movimiento se aplicó sobre el tablero de lo urbano, sobre la mesa de diseño o sobre la superficie de los cuerpos. ¿O acaso reciclar un objeto no significa, también, hacerlo entrar dos veces en el mercado obteniendo una vez más usura de la primera manufactura más un plus de “diseño” propio de la sociedad de servicios? ¿Cuánta distancia hay entre eso y un cuerpo “cirujeado”? Lo que marque la cosificación del mercado del deseo.
¿Reciclar un objeto no significa hacerlo entrar dos veces en el mercado obteniendo una vez más usura de la primera manufactura, más un plus de “diseño”?
Cuando cerró la galería Belleza y Felicidad, Fernanda Laguna rememoraba algunas de sus experiencias: “en Arte BA, una vez, vendí miles de obras y saqué 3000 pesos. Puse todo en Eloísa Cartonera ¿Ves esa magia?”. Pero no hay otra magia concebible, por fuera de una posición naif, que la magia del capitalismo, la única capaz de valorar y deflacionar acciones de cualquier orden de un momento al otro. Incluso en el orden de los cuerpos. La magia del capitalismo se da la mano con la magia de la técnica, de la sustracción y reposición, del resto (como sobra), opus nigrum de la fantasía para hacer constituir un objeto de deseo. No es azar si zonas urbanas que son los nuevos y florecientes espacios de los negocios y la cultura se ven hoy –con sorpresa– como zonas hiperdegradadas desde la esfera de la ética; las más tradicionales zonas vaciadas de vida moderna y de industria se convirtieron en la materia prima de la cultura fin de siècle XX. Éste es un problema de primer orden: en los noventa también comenzó la política de reciclaje de antiguos edificios industriales para que tuvieran una vida de ultratumba en el espacio del arte. Se estaba haciendo de la cultura basura, segundo paso necesario luego de haber hecho de la basura cultura. Hacer la vista gorda luego de la crisis desligándose de los noventa fue una operación tan reactiva como la no consideración actual de los espacios urbanos de los negocios, que emergieron en los noventa y en los dos mil, lejos de desaparecer, gozaron cada vez más de mejor salud. Es el caso de Puerto Madero y tantos otros más. Se soslaya, en general, que estas formas de lo real dan cuenta tanto de lo que sucede en la vida social a niveles profundos como de la miseria tantas veces fotografiada y exportada. Una idea de lo real vendible se asocia con el real padecimiento social, y otra forma de lo real –en la que pocos focalizan– se relaciona con las también reales maneras de goce y disfrute de esas mismas sociedades.
La magia del capitalismo se da la mano con la magia de la técnica, de la sustracción y reposición, del resto (como sobra), opus nigrum de la fantasía para hacer constituir un objeto de deseo.
La basura, entonces, es la antesala del espectro, y el sentido un lujo que es contraparte de la miserabilización de los intercambios. El capitalismo, en su estadio espectral, eyecta simulacros de riqueza elaborados materialmente con lo que sobra y, para quienes viven en la penuria material o espiritual, pueden fungir de fantasía de lo que falta. Como la niña de los fósforos de Andersen, estos simulacros consumen su fuego en un instante llevándose la imagen de la felicidad. El problema tampoco son las historias mínimas ni las épicas sin heroísmo, ni el plusvalor a extraer del excedente sino la mancha extendida sobre todo lo real a partir de los modos de producción del simulacro, porque ahí donde la felicidad se entiende como posesión tecnológica, se abre el lugar a la disposición a rodearse de imágenes como tipologías de vida en oferta en los mercados de la experiencia subjetiva. Ciertamente los discursos sociales articuladores de la buena conciencia apuntan solo a algunos de los emergentes de estos fenómenos– el reciclaje de los cuerpos y su posterior exhibición en una sociedad que ha ido corriéndose incesantemente hacia el porno, o bien la cosificación de un segmento poblacional–, soslayando que las políticas de bienestar de la población, de 2001 a esta parte, se han basado insistentemente, y con distinto signo político, en un bienestar a alcanzarse mediante doce cuotas para compra, principalmente, de artefactos tecnológicos, en suma, de pantallas. Son intentos agónicos de capturar a quienes no pueden acceder al consumo hedonista y despreocupado y se transforman en lo otro humano inconfesable, un excedente que produce violencia como toda expulsión del paraíso de la vida. Si el tan predicado deber de cuidar el mundo no es sino una obligación para la perpetuación de las condiciones de producción aun bajo un principio de depreciación exponencial de la materia, es lícita una vez más la pregunta por la basura: quién la hace, quién la tira, quién la come//////PACO