El término “feminazi” fue usado por primera vez por un conductor norteamericano, Rush Limbaugh, en una de sus emisiones radiales. Extremo conservador y crítico al feminismo, argumentaba que el feminismo no era más que “un movimiento que se intentaba imponer con el único propósito de darle acceso a las mujeres feas al mainstream social”. Las feminazis, según Limbaugh, eran extremistas que solo buscaban que se realizara “la mayor cantidad de abortos posibles”. No es casual que en tiempos de cólera y la polemización mediática y sexista esta denominación haya sido levantada del archivo para su uso cotidiano. Deformado y engordado por el paso del tiempo, el feminazismo cobró ahora muchas más acepciones, pregnancia y protagonismo. La feminazi ya no es una ‘pro abortista’ sino una misándrica indómita que pretende imponerse al género masculino –entendido como opuesto y enemigo– de una manera incómoda y que delimita su territorio con extrema y minuciosa intolerancia.
La feminazi no es un sujeto flexible: todo lo que queda por fuera de su conjunto de creencias está mal y debe ser eliminado. Sería prudente que las discusiones de género fueran planteos que contemplaran ya no a hombres y mujeres como categorías, sino a todos los géneros –y en el mejor de los casos, a la especie –, pero sucede que por una fuerza mimética y rasante es el feminismo el que se impone y encuentra lugar en cada fisura. Cuesta pensar en un tipo de política feminista planteada desde la razón y la tolerancia; lo que causa alboroto y revuelo, es el desmán de las posibilidades emancipadoras y el no saber qué hacer con ellas. Nadie habla de los feminismos de escritorio o de las lecturas de tal o cual autor, porque está claro que no tienen resonancia mediática ni le importan a nadie si no incluye un torso desnudo pintado con fibrón. Sí se hacen presentes en el estruendo los feminismos militantes y activistas, presentados casi como grupos de choque en debates televisivos o en fotos grandes en notas del diario La Nación.
Esta intransigencia y esta radicalización de un sistema de creencias cada vez más apoyado en la misandría y alejado del respeto y la igualdad es lo que percibe el interlocutor cuando se le habla de feminismos. El 29º Encuentro Nacional de Mujeres en Salta, por ejemplo, comenzó con disturbios entre diferentes grupos de activistas y terminó con enfrentamientos con agrupaciones católicas. Sí hubo talleres, debates y conferencias, pero también piñas y quema de banderas. Chicas en tetas, sexo en la vía pública, pañuelos verdes y banderas violetas. Arte callejero o graffiteadas en todos los niveles del discurso: “muerte al macho”, “soy muy puta”, “ni Dios ni patrón ni marido”, “el patriarcado es una verga”. También hubo entre las feministas de agrupaciones divergentes un consenso inapelable a la hora de reclamar justicia y herramientas para posicionarse frente a la violencia de género y el aborto –dos de los temas de la agenda feminista que hoy reciben el tratamiento más ferviente y tal vez más inadecuado–. Siguiendo este perfil militante y de armas tomar, existen en las redes sociales innumerables Tumblrs, fan pages y cuentas de Twitter y Facebook que perpetúan y embanderan este tipo de feminismo misándrico y extremista. The Femitheism, que además de una psicopatía profunda confunde valores cualitativos con cuantitativos, sostiene que en nombre de la pacificación mundial la igualdad se logrará erradicando cierto porcentaje de la población masculina.
En la oferta infinita de Internet, espacios como womenagainstmen.com o cruzadas como womenagainstfeminism.tumblr.com ponen en evidencia los actos contradictorios, las incoherencias y dejan a la vista de todos el daño que los extremismos provocan. La campaña comenzada en Tumblr en el año 2013, pero popularizada en Twitter con el hashtag #IDon’tNeedFeminism, surge en respuesta a la impulsada desde la Universidad de Duke en los Estados Unidos meses antes. Mientras una muestra personas con carteles que nos cuentan sus razones como “necesito al feminismo porque no soy solo una rubia tonta” o “porque no tengo por qué reafirmar constantemente mi inteligencia” la otra expone, bajo el mismo formato, sus descargos: “no necesito al feminismo porque soy fuerte e independiente, no una víctima”, “porque me siento más oprimida por las feministas que por los hombres”. Meter la cabeza en ese agujero es aventurarse en un camino sin fin de posturas claras pero inconducentes. Los dimes y diretes, las trompadas en una pelea callejera. ¿Qué construyo levantando un cartel? ¿Aporto a una causa o tan solo politizo y reafirmo mi soberanía? Surgen, como siempre, las preguntas de la utilidad de la militancia desde espacios ajenos a la política. Preguntas que le sientan bien incluso a la escritura de esta nota.
Por decantación y defecto, los activismos radicales feministas no obtienen otra cosa que lo que predican: más radicalismo, más contestación. “Todo lo que se logra con violencia se derrite”, dijo Martin Amis sobre los autoritarismo más famosos del siglo XX, y en esa breve declaración se encuentre quizás el origen y la excusa de los movimientos reactivos. No una reacción en el sentido más obvio, sino en un tipo de apatía y vergüenza en la que el interlocutor –o debería decir espectador– se hunde al leer las noticias o al pasar de canal en canal. Si existen feminismos devoradores y no conciliadores es de esperarse que surjan a la par fuerzas contrafeministas. En algunos casos se manejan con moderación, en otros sin ningún tipo de reparos. Hay quienes no están dispuestos a silenciarse o a dejar que la topadora pase.
A muchas feministas les gusta afirmar que estos movimientos no son iniciados por mujeres, sino que son orquestados por grupos del sexo masculino para perpetuarse en la hegemonía, dividir para reinar y poder mantener sin desprolijidades ni alborotos su propia agenda en marcha. ¿Pero no son estos discursos pro y anti también desestabilizadores del orden que subyace? Y, por sobre todo, ¿por qué comprar con paranoia el mensaje de una confabulación machista? La información existe y estas personas están ahí. Los discursos feministas y contrafeministas no son fábulas ni propagandas, se presentan todos los días y en todas las formas posibles. Basta con ver un capítulo de Guapas o ponerse a leer los comentarios bajo cualquier noticia que incumba a los géneros, escuchar las opiniones del periodismo y de figuras mediáticas influyentes, desde Lena Dunham afirmando que decir “demasiada información” es sexista y Jennifer Lawrence comparando la filtración de una foto con un crimen sexual, hasta grupos feministas en España reclamando un tipo de mordaza lingüística ante la RAE. El poder de los sexos está presente y la atmósfera revuelta como un avispero. Los géneros son oprimidos no por sus opuestos sino por sí mismos.
¿Será válido preguntarse si la máquina postfeminista ha finalmente aterrizado? ¿Estará esta sociedad infantilizada, en medio de la fiebre antimasculina y antifemenina, dispuesta a levantar la vista y pausar la belicosidad para verla llegar? Todo indica que aún queda mucho de contienda histérica y destructiva. El feminismo no es negador, acepta que para su existencia se hayan tenido que atravesar las olas feministas, pero enfría y pone en contexto estereotipos, desvictimiza y aggiorna aquellos pedidos políticos cuyo valor con el tiempo se han ido corroído. “Igual trabajo igual salario” no es otra cosa que un viejo slogan ya maltratado, y el postfeminismo propone dejarlo de lado para relajar esas tensiones y plantearse nuevos desafíos. El feminismo repudia eso; el feminismo no quiere a su post, lo considera machista, funcional al patriarcado y snob. Este “-post”, “-ismo”, es constructivo y propone dar un paso evolutivo hacia el disfrute de lo que ya fue conquistado, celebrar los alcances y las mejoras acercándose con timidez a la fragilidad de la equidad. ¿Qué pasa entonces con lo que aún no fue conseguido? Para eso faltará tiempo, trabajo y aire, espacio para la maduración social. Las políticas necesitan elaborarse y sedimentarse para penetrar primero en los imaginarios colectivos y después en los Estados. Nada de lo que carece esta sociedad se repara quemando una bandera. Nada se logra graffiteando “aborto YA” en una iglesia. Falta mucho para el postfeminismo. Vivimos todavía en la permanencia de la edad del pavo. «Mirad a vuestro alrededor y veréis algunas mujeres felices, y después veréis a esas mujeres tan amargadas. Las mujeres desgraciadas son todas feministas. Encontraréis muy pocas personas felices, entusiastas y relajadas que sean ardientes defensoras del feminismo. Los feministas son en realidad almas torturadas», escribió Susan Bolotin.