En la segunda mitad de los ´80 a las fake news se les llamaba periodismo amarillo y las pantallas televisivas eran terminales de una red «buena» que proyectaba toda clase de mitos amasados por intereses privados en beneficio de una comunidad imaginaria. Se trataba de una vía unidireccional en la que pantallas impenetrables disparaban sentidos en formato de imágenes directamente a los ojos. En esas pantallas habitadas por criaturas de otro mundo que no se permitían expresar obscenidades y hablaban de corrido sin deslices sintácticos, hubo un reportero que se desvió de las rutinas opacas del periodismo naturalista argentino. Ese reportero fue José de Zer y una versión de su fábula es la que sintetiza El hombre que amaba a los platos voladores (2024) de Diego Lerman.

Para la película la travesía dezeriana se inicia cuando tras un reportaje a una pulposa vedette el protagonista ve una luz extraña en el cielo y se desvanece. Internado, sufre pesadillas relacionadas a las doce horas que vagó perdido en el desierto del Sinaí como reservista del ejército israelí durante la Guerra de los Seis Días. Esa figura que vemos caminar en las dunas bajo el sol, además de estar buscando a su comando, busca un camino que lo saque de ese otro desierto en el que se había detenido su vida profesional. La gran oportunidad habría de materializarse cuando un pequeño círculo de oligarcas lo convoque a La Candelaria, en las sierras cordobesas, para que observe in situ una quemadura «enigmática».

Harto de su carrera de reportero de policiales y espectáculos, a De Zer lo fascinan las posibilidades que intuye en esa quemadura. Le costará convencer a sus superiores de introducir el tema de los ovnis en un noticiero que ya era exitoso. Como última carta, afirma que investigar lo que estaría sucediendo en La Candelaria gustará porque la gente quiere «la verdad». Así, a secas, una verdad aún no vista y que él montará con un folletín por entregas. Al final, a regañadientes, los superiores aceptan el plan de este reciclado De Zer, y sus intervenciones aumentarán el rating de Notidiario, el doble de Nuevediario en la película.

¿Qué querían realmente los oligarcas de La Candelaria? ¿Sólo instalar en primer plano a una zona sin atracciones como bijouterie turística para incautos? ¿Por qué conminan a De Zer a irse cuando sus notas y la zona están en boca de todos? Haber puesto la trama al servicio de estas preguntas hubiera robustecido la ficción dentro de la ficción, pero Lerman prefiere que el relato avance más por el lado de la semblanza del protagonista y de las incidencias en el circo que De Zer arma en su área 51 y menos por el del thriller conspiranoico que él mismo alentaba.

Lerman no se ciñe a un retrato condescendiente de De Zer, y lo muestra como un enceguecido promotor de un culto del que era exclusivo director y que necesitaba que los testigos creyeran tanto lo que él creía como lo que fingía creer. Gran delirio que produce escenas de enojo cuando los «testigos» fallan al actuar el guion de la crónica y de éxtasis cuando lo actúan adecuadamente. Quizás, al revés de la versión que narra Lerman, De Zer no encontró en sus superiores resistencia alguna para imponer su deseo de ir hacia «la verdad» y su plan fue aceptado inmediatamente como promesa de éxito en un noticiario que, pese a su empaque de seriedad, no le hacía asco a nada. Pero esta opción no tenía el interés narrativo que sí tenía un personaje mitad loco y mitad rebelde al que no le importan los obstáculos y triunfa sobre el escéptico medio que lo alberga, al que reforzará dándole más rating. En todo esto, desde ya, hay similitudes con nuestra actualidad política.

Las notas de De Zer capturaron al público explotando la seducción que ejercen la paranoia y el misterio, pero es evidente que fueron también objeto de consumo irónico. En ambos casos, esas historias funcionaron para distraer a muchos, al menos por un rato, de estigmas cotidianos como la malaria alfonsinista. De Zer no era P. K. Dick ni Ray Bradbury. Sus incursiones «extremas» en dominios «inexplorados» se inclinaban más, lo supiera él o no, por Recuerdos del Futuro de Erich von Daniken o El Triángulo de las Bermudas de Charles Berlitz. Mucho antes de De Zer los medios gráficos y la televisión nacionales habían dedicado amplias coberturas sobre naves y visitantes extraterrestres –reproduciendo las mañas de las agencias de noticias internacionales–, y Fabio Zerpa llenaba teatros con sus conferencias sobre la cuarta dimensión. La novedad no estaba, entonces, en las naves extraterrestres que se dignaban a quemar pastizales en el Uritorco sino en la forma estrambótica de acercar esas huellas a los televidentes.

Encabezando un elenco sólido, sobresale Leonardo Sbaraglia, que le da al protagonista el empuje y la complejidad del aventurero que se sostiene sobre una fantasía más densa que su propia vida. Es meritorio asimismo el diseño de producción, que recrea escrupulosamente vestuario y ambientes de la época.

El De Zer real y Chango, su inseparable camarógrafo y escudero, terminaron enfrentándose a gnomos en casas embrujadas. La televisión, como es su ley, devoró a De Zer para olvidarlo. Lerman elige un final cuasi épico, esquivando llegar al verdadero final de su protagonista. Esa, es cierto, hubiera sido otra película, no tan amable y más pedagógica. Ahora, en el reinado de las fake news, de los trolls disfrazados de periodistas y otras monstruosidades conexas, el retrato de De Zer, como una venganza de lo reprimido, reaparece para recordarnos que sus andanzas inocentonas jamás podrían compararse con los panfletos de esa subespecie terrorífica de detectives de crímenes de fiscales y baquianos de fortunas ocultas en la Patagonia y en el Caribe. Este recordatorio lateral es otro mérito de El hombre que amaba a los platos voladores.////PACO