No recuerdo cómo se llamaba el primero. Pasaron muchos años. Se vestía mal, peinaba con gel una raya al medio nunca recta y adornaba su desprolijidad con seborrea. Jamás te miraba de frente, bajaba la vista cuando le hablabas y te contestaba el saludo con los dientes apretados. Me contaron que por las mañanas hacía una especie de ritual o juego. Tocaba el botón de los dos ascensores a la vez, se metía en alguna oficina vacía unos treinta segundos y después tenía que salir corriendo para estar al frente de las puertas antes de que finalmente subieran. Una sola vez lo vi socializando con normalidad. Fue un lunes en que llegué muy temprano. Dibujaba esvásticas en las paredes del pasillo, sacando la pintura con una llave, junto con el tipo de limpieza. Me vieron y se quedaron callados. Lo echaron porque agarraba los vasos de plástico usados del tacho de basura y los mezclaba con los nuevos en el dispenser.
Después vino Jorge. Tenía cara de bueno. Un gordo pelado y bueno, pero al que las nenas de nueve años seducían. Nenas o nenes. Más de una vez me hizo invitaciones extrañas. Yo pensaba en Michael Jackson.
—Si estás cansado y tenés un ratito entre una clase y otra, venite a casa y te tirás a dormir. No hay problema, tengo una cama de más. Vos sabés que estoy ahí cerca de tu facultad.
Yo le agradecía y cambiaba de tema. La verdad es que me daba miedo terminar en pedazos adentro de una bolsa de consorcio.
De todas formas, él no hubiese ido preso en ningún caso. Era inofensivo. El gesto por el que hubiera podido redimirse ante el tribunal lo tuvo una vez, en el Día de la Primavera, cuando llevó unas rosas para las chicas de la oficina. Conmovía ver al gordo todo vestido de negro entrando con el ramo rojo, nervioso, sin tener idea de cómo tomarían su regalo.
Un día lo reemplazaron. Escuché que se robó las piezas de una computadora que estaba armando el chico de informática. Igual todos sabíamos que, además, él era el responsable de la desaparición de varios almuerzos de la heladera. Pero no lo denunciamos.
Le siguió Daniel, un tipo al que quise mucho. El único que usaba anteojos. Grande pero difícil calcular su edad. Inquieto, sonriente, me esperaba con el mate cuando no se quedaba dormido. Por esos años yo era el primero en entrar, a las siete y media u ocho de la mañana; era el primero en entrar después de él, claro, que entraba a las 04:30, 05:00 am. Siempre había trabajado de seguridad y tenía miles de anécdotas. Varias veces se había trompeado con chorros, una vuelta descubrió a dos médicos cogiendo al hacer la recorrida por la clínica en donde trabajaba. Nos abandonó sin motivos aparentes.
Carlos estuvo desde el día cero. Pelo corto, gesto adusto, parecido al milico de American Beauty pero cano. Siempre con el uniforme abrochado hasta el último botón. Fue el primer encargado de seguridad contratado y es el único que no se movió de su puesto. La forma que tiene de hacer sentir su utilidad consiste en serrucharle el piso al compañero, denunciándolo ante el jefe por un motivo u otro. Él es el responsable de los tres despidos. Se vive quejando de lo que cobra; por eso saca los papeles de los tachos de basura una vez que todos dejan las oficinas. Los vende. Justifica el vaciar los tachos de papeles diciendo que si no los cartoneros revuelven las bolsas y dejan todo hecho un desastre.
Desde que me echaron perdí la cercanía que tuve con los empleados de seguridad.
Hace unos meses fui a un hospital en la madrugada, a reconocer un cuerpo. Esperé más de veinte minutos a que llegaran los que tenían la llave de la morgue. Un gato negro dormía en una de las sillas del hall de entrada. La única otra presencia era una chica de la calle, de unos 15 años, que conocía de vista de los alrededores del Parque Rivadavia. Deambulaba de una punta a la otra. Supuse que tendría un lugar para dormir en algún recoveco, o que iría para usar el baño. Pasó dos veces, ida y vuelta. A la tercera se cruzó en el fondo con un encargado de seguridad. —Juan, ¿a dónde vamos?— El tipo señaló la puerta cerrada de una sala y entraron. Fueron a buscarme los de la morgue y bajé. Pidieron que esperara unos segundos afuera y cuando me llamaron tomé aire, aguantando la respiración. Dije que sí, que era él, y salí. Al subir el gato negro no estaba. Yendo a la entrada sobre Avellaneda me volví a encontrar con la chica, saliendo del baño. Tenía la cara mojada y se secaba con las mangas de la campera de gimnasia./////PACO