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El fin de semana siguiente a que Margaret Thatcher al fin abandonase este plano de existencia, para alegría de los pueblos libres del mundo, los diarios ingleses publicaron, horrorizados, artículos comentando el hecho de que el único club que había decidido guardar un minuto de silencio en honor de la ex Primer Ministro había sido el Wingate & Finchley, una anónima y minúscula institución de la séptima división.
David Conn, un periodista de The Guardian, lo explicó a los pocos días en estos términos:
“[During Margaret Thatcher era] There were problems with supporters fighting. All that was done was to vilify and control supporters. She hated football. She regarded football fans as the ‘enemies within’ [NdeR: los “enemies without” éramos nosotros, los argentinos]. She wanted to batter football into submission. She saw it as another area of insurrection”.
Lo cierto es que ningún club se animó a guardar un minuto de silencio por Thatcher, porque aún a pesar de que los estadios en Inglaterra se encuentran hipergentrificados, convertidos en un ballet exclusivo para empresarios, sauditas y actores de hollywood, y la paradoja es que ese es, justamente, el legado mismo de su gobierno anti-obrero, la certeza de que iba a ser silbada era, entre los propios directivos, casi indiscutible.
Esa es la dualidad del fútbol aún en el centro de su mercantilización, su condición real: que si extirpás la distorsión, la identidad plebeya y localista sobre la que el deporte se funda, perdés la mismísima cosa distorsionada, el negocio billonario, transmitido en 180 países, globalizado y manejado por oligarcas rusos y árabes. El margen se haya incorporado al centro y viceversa.
En un artículo titulado What’s the trouble with England’s travelling football fans? el cronista Mark Ogden hacía un recuento pormenorizado de cómo el espíritu del hooliganismo sigue vivo entre los fans ingleses que, reprimidos dentro de su propia liga, desatan su potencial destructivo cuando viajan a ver a su selección al suelo continental: cantos contra el Papa, contra los africanos, contra los musulmanes o contra el IRA, destrozos contra la propiedad pública y ataques a turistas o fans locales. “The Premier League, the shop window of English football, offers a slick, safe and inclusive image to the world. Violence and disorder has now been largely eradicated, […] but the problem now is one of English fans exporting binge drinking, fighting and damage to bars, cars and property to continental cities.”
Treinta años después de las guerras de independencia que erradicaron a la ex República de Yugoslavia, el fútbol en los balcanes disfruta de un status de deporte en los márgenes del star-system europeo, una serie de ligas menores, pobres, subsidiadas por el Estado y repletas de violencia y barras, entrecruzadas con el poder político y el crimen organizado.
En el año 2020, tras la vuelta a los estadios después de un breve lockdown, hinchas del Dinamo Zagreb mostraron una bandera que mostraba, al lado del logo de la Ustasa, la organización ultranacionalista y colaboracionista croata operativa entre 1929 y 1945, la frase “Vamos a violar a todas las mujeres y niños serbios”.
Estos incidentes no fueron, por supuesto, aislados, dado que los simpatizantes del Dinamo tienen una larga historia de celebrar el nazismo. En 2016 habían cantado el slogan de la Ustasa “Za dom spremni” (“Listos para defender la patria”) en un partido entre Croacia e Israel. Como resultado, ese año, la UEFA había obligado a Croacia a jugar sin público y a pagar una multa de 50 mil euros.
En Serbia, hinchas del Estrella Roja y del Partizan, sus archienemigos internos, incluso han llegado a unirse en ocasiones para chocar contra manifestantes LGBT y de derechos humanos. En 2017, la Comisión Europea en contra del Racismo y la Intolerancia, una ONG con un nombre muy hermoso, presentó un informe donde sugería las conexiones entre las barras de esos clubes, organizaciones neonazis, políticos nacionalistas de alto perfil y algunas figuras vinculadas al crimen organizado.
Desde 2015, la UEFA sancionó al Estrella Roja y al Partizan por más de 1 millón de euros en total en más de 10 oportunidades distintas por comportamiento racista, cantos ofensivos, invasión de campo de juego y uso de pirotecnia en partidos de copa. Como es de esperar, ninguna de esas medidas hizo mucho por subordinar a los marginales hinchas serbios, que continúan resistiendo el impulso civilizatorio de las instituciones occidentales y prolongando, sin mucha solución de continuidad, su pasado reciente de guerrilleros genocidas con métodos apenas más adaptados a sus nuevas realidades.
Está claro, entonces, que la gentrificación, el vaciamiento cultural y la represión liberal no son los únicos destinos posibles del fútbol, aunque la distopía posmoderna parece proponernos como única resistencia posible a la inevitable hegemonía del capital global el refugio piadoso de las ideologías integristas, milenaristas, fascistas que fracturan el espacio geográfico y simbólico en busca de cierta pureza imaginaria y se mueven entre los pliegues claroscuros del Estado moderno, desconfiando de éste, a veces vinculándose a él de forma parasitaria o transaccional, a veces rechazándolo de forma directa, como pequeñas hordas mongolas.
En un humilde artículo que escribí en 2013 llamado “Muerte al hincha común”, publicado en esta misma revista, argumentaba, de forma un poco nihilista, que la avanzada oligarca sobre el fútbol mundial era imparable, no porque siguiese un plan macabro ideado por tecnócratas globales (que lo sigue) sino porque, más bien, se movía al ritmo de las fuerzas inevitables que impulsan la expansión del capital y que tarde o temprano el deporte más hermoso del mundo dejaría de ofrecer, en todos los rincones del mundo, esa especie de último refugio a la hipermercantilización distópica de la vida humana que aún parecía significar en ciertos márgenes de la civilización occidental donde todavía lo local prevalecía y los viejos códigos machistas del siglo XX se resistían a morir.
Dicho en otras palabras, mi argumento hace diez años era que el proceso de gentrificación que había empezado en el ’91 con la Premier League estaba destinado a, tarde o temprano, expandirse a todas las ligas del mundo como un virus informático, infectando con la lógica de privatización y retorno sobre la inversión, franquicias, sponsors, inversores, estrellas y espectáculo, a todos los rincones del mundo.
Obviamente esa noción era demasiado “optimista”, por decirlo de alguna manera, y estaba equivocada porque el capitalismo no funciona así en ninguna parte del mundo. El capitalismo no es una fase del desarrollo posible que se alcanza si se “hacen las cosas bien”, sino un modelo extractivista y de concentración hecho para beneficiar a algunos, donde para que exista una Premier League (y solo puede existir una) deben empobrecerse otras 50 ligas en otros 50 países de mierda en la periferia que deben cumplir el rol de proveedores de materias primas, que sirven únicamente para que sus recursos sean minados.
Sin lugar a duda el rol que depara la división internacional del trabajo a la Argentina es el de economía primarizada y subsumida, y no, a pesar de los cantos de sirena de la embajada, el de una liga ligeramente gentrificada y cool, con lluvia de inversiones. El mercado no funciona solo ni tiende al equilibrio y las consecuencias de insistir en ese camino son, invariablemente, la derrota cultural y material de nuestro fútbol, cuyos signos ya podemos observar en todos los frentes.
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Volvamos a la figura de Diego. Su proyección mítica trascendió por mucho su vuelta a Boca, su inconsistente intento por formar en torno a él una resistencia al negocio global del fútbol y, en última instancia, su muerte en noviembre de 2020. Este desafortunado hecho, sin embargo, tuvo varios efectos de magnitud, algunos contradictorios: consolidó su figura de mito rebelde y símbolo anti-establishment (y allí vemos sus pintadas asomando en los callejones del Líbano, Colombia, Palestina, Bangladesh, Vietnam, Rusia, Serbia, Egipto, Perú), a la vez que lavó de alguna manera su efecto intolerable para empezar a aparecer en los homenajes de las instituciones futbolísticas que, en vida, despreció.
Un efecto no deseado del mundial que ganamos en Qatar en 2022, el día más feliz de nuestras vidas, es que envalentonó a muchos viejos con el pañal cagado y pibitos patinando en redes sociales a intentar reconstruir tímidamente el consenso de su superación, como si tan solo fuese una figura histórica, un hombre que nació y murió; un esfuerzo espurio en el que se unen, como siempre, las almas bellas de la izquierda y la derecha en su búsqueda perpetua de la blancura cultural para la Argentina cimarrona a la que no comprenden y que odian.
Y como pequeño paréntesis a este párrafo, para que observen que estás fuerzas oscuras estuvieron siempre entre nosotros, recuerdo un artículo publicado en un libro del 2005 titulado Delirios de grandeza. Los mitos argentinos: memoria, identidad, cultura, editado por la buena y creo que extinta Beatriz Viterbo, donde Pablo Alabarces, siempre siguiendo su deformada brújula emocional que invariablemente lo arrastra hacia la incomprensión absoluta de todo lo argentino, escribía que: “[En 1995] Maradona se convirtió en un jugador asistemático […] su errátil semántica abandonó las líneas políticas progresistas y pareció encontrar un lugar más estable junto a los repertorios del neoconservadurismo populista”. Y unas páginas más adelante: “El lugar de Maradona está hoy [en 2005] más cercano a la mercancía mediática -a la prensa del corazón o a la narrativa del jet set- que a la producción de sentidos sociales significativos. Congelado como un símbolo, queda reducido a memoria.” No se me ocurre algo más equivocado y cornudo para decir de Diego Armando Maradona en 2005. Pero bueno, sigamos.
El punto es que a la vez que Diego Armando Maradona, el argentino más grande que dio este suelo, y que dieron todos los suelos, empieza a ser objeto de tímido revisionismo tras su muerte por parte de estos agentes entusiastas y acaso involuntarios de los intereses del North Atlantic Treaty Organization, revisionismo que seguramente se consolide a medida que pasan los años, la distancia que nos separa de sus hazañas crezcan, las nuevas generaciones nazcan y su mito se deforme y pierda consistencia. Este revisionismo forma parte de los cantos de sirena del capital y sus acólitos. Para introducir de forma definitiva a la Argentina en el mercado internacional como un actor domado, Diego es una figura que debe ser destruida o suavizada porque no es inocente, no es simplemente literaria, sino que nos deja la plantilla, el blueprint, de un modelo alternativo y argentino de resistencia a estos dos espejismos que nos propone el fútbol actual, y más en general el orden posindustrial: la incorporación como suppliers de granos sin procesar y consumidores transnacionalizados en grandes mercados de la buena onda (al menos la pequeña elite que sobreviva al shock cambiario), o la reclusión agresiva en comunidades fragmentadas y aislacionistas con tendencia a la hiperviolencia. Sojización o nazificación.
El fútbol argentino es, a imagen y semejanza de Dios y como la Argentina misma, irreductible en última instancia a los modelos alternativos de la globalización, por mucho que le duela a los agentes de la privatización como el ingeniero Macri. Por esta tierra caminó Maradona, caminó Perón y caminó Julio Humberto Grondona. En esta tierra inventamos las asociaciones civiles, que no son solo los clubes que disputan las competiciones profesionales de fútbol sino las miles de más pequeñas instituciones barriales que constituyen una red de contención, sociabilidad y pertenencia que sobreviven con su buffet y sus escuelitas de baby tóxicas incluso en aquellos barrios que gentrificados en la cabeza de Goliat expulsan o transmutan en torres de Durlock todas las otrora marcas de una ciudad más amable a la vida comunitaria; el semillero de la selección campeona del mundo.
No es cuestión, sin embargo, de convertir esto en un réquiem lacrimógeno y costumbrista al Luna de Avellaneda -hasta acá veníamos celebrando el fascismo serbio y bailando sobre la tumba de Maggie T-, sino de corroborar que el pulso de la vía argentina al socialismo late todavía frente a la penetración cultural y a la degradación cambiaria. Es lo que Calamaro llama “el lado invisible del sueño flexible de la Argentina mundial”, esos vapores de alcantarilla que ascienden en invierno y traen las palabras de Malraux cuando dijo que Buenos Aires parecía la capital de un imperio que nunca fue (o que es, solo que no a la manera de los viejos imperios). El criptosindicalismo global, el espíritu amateur mezclado con la obsesión insana por el triunfo a toda costa, la desconfianza hacia lo extranjero con la actitud de fronteras abiertas, la penitencia táctica, la sensiblería del “grupo”. Un modelo posible para la nación argentina en crisis////PACO
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