Diez hipótesis a contrapelo sobre su legado
1) Fogwill es el mejor porque escribía contra
Fogwill es el mejor escritor argentino del último tercio del siglo XX porque escribía contra. Siempre en contra de algo. Si hubiera que sintetizar, podría decirse que Fogwill escribía contra el poder del sentido común, contra la estupidez de los medios de comunicación, contra la mezquindad, el pajueranismo y el servilismo de los actores del campo intelectual, literario, periodístico. Hoy escribiría contra Facebook que es el imperio de la banalidad, contra las residencias de escritores parásitos sociales en Iowa, contra las políticas culturales, contra la programación de Nacional Rock, contra las Ferias del Libro internacionales, contra el consenso gestionalista y la profundización del capitalismo de amigos que se viene, y, probablemente, entre otras cosas, contra eventos como este.
2) Fogwill es un escritor sociólogo
Pero todo escribir contra no puede escindirse de un escribir sobre. Fogwill escribía sobre las fuerzas sociales. O sobre la relación entre las fuerzas sociales y las instituciones que irradian poder. Por eso, Fogwill era un escritor sociólogo. A diferencia de las letras, que se interrogan por el discurso, la sociología es una disciplina que se pregunta por el poder. Claro que ambas instancias, poder y discurso, son difícilmente separables. Pero hay un orden de prioridades. Una episteme. Las preguntas que generaba la escritura de Fogwill estaban siempre mirando al poder. Sus preguntas podrían ser:¿Cómo se hacen lengua las fuerzas sociales? ¿Qué circuitos entre la lengua, el futuro y el poder? Su obsesión con los idiolectos sociales, cierta veta lo que ahora podría pensarse como “etnográfica” en la escritura de Fogwill, tienen que ver con ese tipo de preguntas.
3) Los libros de la guerra es un manual anti “políticas culturales»
Los libros de la guerra son, quizás, una de las obras más importantes de Fogwill. Esa escritura ansiosa, casi de trinchera, ese escritor que evoca y aguijonea, invitan al lector a la experiencia sensible de sumergirse en el devenir de un pensamiento. Y sacan a la luz la obsesión de Fogwill con un tema que hoy, que declaramos que la socialdemocracia representativa es el único sistema político posible aunque compramos la promesa vagamente horizontalista de Internet, que rezamos el credo del desarrollismo con un mercado interno de cuarenta millones de habitantes, es central a la hora de pensar el estatuto del “arte” o de la “literatura”. Los libros de la guerra podrían ser leídos como un extenso y desordenado manual para pensar qué nos venden cuando nos hablan de políticas culturales. En su labor literaria Fogwill se permitía invertir la pregunta del márketing sobre “cómo vender” en “qué nos están queriendo vender”. ¿Qué rol tiene la cultura en un proyecto político? ¿Qué rol tiene lo cultural en la vida cotidiana? En contra de las ideas de entretenimiento y fomento a la industria que sostiene el populismo de derecha, en contra del horizontalismo achatante que propone el populismo de izquierda y en contra del misticismo pequeñoburgués formalista de centro cultural propio de la carrera de letras, la propuesta de Fogwill se orientaba a que la cultura adquiriese un estatuto vivo. Donde su vitalidad se vinculase a las posibilidades de destruir a las instituciones para conformar otras nuevas. Esa cadencia entre vitalidad y reflexión es la cuerda eléctrica que atraviesa a la obra de Fogwill.
4) Leer mal a Fogwill es tomarlo al pie de la letra
Fogwill fue un pedagogo romántico que cayó en la trampa de la poesía. La industria editorial y sus negocios con la prensa, el sistema audiovisual en oposición al pensamiento, la poesía como laboratorio del lenguaje. Estas tres obsesiones presentes en el recorrido biográfico de Fogwill requieren de una revisión urgente: la industria editorial sigue siendo la misma porquería de siempre, aunque se sumaron las editoriales de buena conciencia, pulularon las editoriales pequeñas dependientes de sus limitaciones intelectuales y los triunfadores del “proceso” contribuyen a través de festivales y mecenazgos, en un pintoresco retorno a la sociedad cortesana. La literatura entendida como disciplina y como industria es un paradójico commodity mayormente administrado en el país por pequeños comerciantes –distribuidores y librerías-, una excusa de las grandes editoriales para mantener sus beneficios. O una carta de presentación para que el Estado y sus amigos hagan negocios de turismo o exportaciones en ferias y festivales, con alguna participación de la filantropía internacional. Basta decir que su principal problema es la piratería en internet, señal de que se trata de un negocio moribundo. La prensa, los suplementos culturales, aunque consiguieron seguir con sus negocios, son poco significativas y quizás por eso están impregnadas del triunfo de la tradición de los marginales, las literaturas menores, los pequeños experimentos íntimos, la falta de ambición. Claro que eso no mejoró el estándar de lo que se escribe, sino que lo volvió intimista y reaccionario, como era de preveer. El proyecto cultural de Fogwill fracasa porque se arraiga en una estructura del sentir defensiva y asustada que, como Fogwill en su inmadurez, como Fogwill mucho antes de obtener la beca Guggenheim, se basa en la creencia de que es suficiente escribir para un pequeño cenáculo de lectores virtuosos, en una extraña formulación de la teoría del derrame o de la conversión para las sectas místicas del medio oriente. El sistema audiovisual, embrutecedor o no, se amalgamó en un ecosistema animal-social que incluye la escritura permanente en medios de comunicación digital. Esta escritura online condena a la poesía, por su parte, a convertirse en pequeño circuito autonomizado y autista cuyas prácticas sociales tienen muy poco que ver con la ética que pregonaba Fogwill, entendida como responsabilidad ante uno mismo. Nadie que lee poemas a media luz en un centro cultural mugroso ama a su prójimo, nadie que autoedita su plaqueta en papel se ama a sí mismo. La poesía deviene arcaica, e imaginar sus correas de transmisión con el discurso social se convierte en una tarea tan urgente como determinar la sexualidad de los ángeles. Leer mal a Fogwill, entonces, es tomar su relación con la industria editorial, con la poesía y con el sistema audiovisual al pie de la letra.
5) Fogwill no era un humanista sino un mutante
Fogwill era un escritor que, desde la pregunta por los pactos, los murmullos del poder, desde el sedimento antropológico que constituye la lógica del rumor y del secreto, se deslizaba hacia una estética vinculada a lo biológico. A veces, y ahora voy a permitirme algo de misticismo, leer a Fogwill es como acceder a una suerte de genoma del lenguaje. Cada libro de Fogwill propone leer una composición social desde la mirada no de un científico, sino desde la percepción corporal, sensible, de una suerte de mutante alucinado. Se trata de un mapa con zonas ásperas y deformes, con figuras tan hermosas como perturbadoras. Horacio González lo comparó a un Cyber-alquimista y un humanista que busca la experiencia sensible más allá de la manipulación técnica. Pero yo prefiero pensarlo desde la figura del mutante: pensar a su antropología del lenguaje menos como una excavación en los despojos, que como una cartografía de las nuevas contaminaciones. Desde la trinchera, Fogwill pensaba al amor como un fenómeno impuro y desordenado, un virus, cuya sintaxis era muy similar a la de la guerra. Un orden de la guerra que, en la Argentina, parecería sustentado en una guerra sucia, y tenía, en Fogwill, inoculado el virus del amor.
6) Fogwill nos dejó un croquis para pensar el escritor del futuro
Leer mal a Fogwill es también traerlo al presente como un francotirador, o sea como un bufón de comportamientos excéntricos y levemente misóginos, como un donante compulsivo de anécdotas personales, o como un lingüista intuitivo, ligeramente salvaje. Esa tarea queda para los mistificadores, el “periodismo narrativo”, los poetas de la nada. Para los gestores turístico-literarios chupamedias de lo que está bien. Creo que es más sugestivo pensar a Fogwill como un croquis para imaginar al escritor del futuro. Prefiero pensar al escritor del futuro menos como un artista que como un sociólogo, y Fogwill fue eso, más sociólogo que artista. Fue un sociólogo de trinchera, por fuera de los referatos del Conicet y del miserabilismo de las políticas sociales. Fogwill fue un antiprogresista anarquista avant la lettre, desde ya mucho más inteligente que los antiprogresistas de Twitter. El escritor sociólogo del futuro, como Fogwill, tendría como misión un doble movimiento de carcomer lo existente y delinear lo que viene. Para ello, el pensamiento crítico tiene que combinarse menos con el posibilismo que con la disposición utópica. Ese es el sentido del cinismo que Fogwill ejercía.
7) Fogwill fue un escritor anti corporaciones
Fogwill fue un escritor de sutil ciencia ficción. Prefiguró una literatura que cruce una crítica del lenguaje con una narración del consumo y de los secretos de lo político. Bajo este prisma, Fogwill es un sociólogo de la lengua oculta de las organizaciones, es decir, un escritor político. Fogwill trazó una agenda: hablar de las ruinas de futuros imposibles, pensar a las marcas y a las corporaciones como nuestros dioses.
8) Fogwill, nuestro gran escritor antimoderno
El cánon no es otra cosa que una correa de transmisión entre a) las erráticas rencillas de los eruditos y su deseo histérico e impotente de ser aceptados e incomprendidos por el público, o por lo que queda de él, yb) el mercado. Fogwill, escritor lateral, maldito por desesperación, merece un lugar un tanto más central que el que poseen otros dos escritores vivos que, con proyectos en muchos puntos antitéticos, encarnan y producen a la vez posiciones dominantes y regresivas. Para decirlo de modo brutal, si César Aira es el gran escritor posmoderno –en el sentido de frívolo pero también de acreedor consecuente de las paradojas de la modernidad-, y si Ricardo Piglia es el gran escritor moderno –en el sentido en que puede ser moderno un intelectual periférico cuya subsistencia depende en gran medida de esa franquicia llamada Borges-, Fogwill viene a declarar banal la oposición que fundamenta sus estéticas. En esta cartografía, que podría representarse a través de uno de esos mappings tan afines a los que trabajan en investigación de mercado, Fogwill ocuparía la posición del escritor antimoderno. No se trata de un antimodernismo antitécnico, y creo que Fogwill dio bastantes pruebas de no estar en contra del avance tecnológico –Los Pichiciegos como una novela sobre los efectos de una guerra en desventaja tecnológica sobre los cuerpos y el discurso-, sino de un antimodernismo expresionista y corrosivo sustentado en una poética de la anticipación cuyo primer momento es el desvelamiento. Más similar al de Arlt que al de Martínez Estrada.
9) Aquellos que quisieron correr a Fogwill por “izquierda” o por “derecha” fracasaron
Escribir a Fogwill por izquierda, entonces, se trataría menos de extremar sus procedimientos llevando su poética hacia un non-sense ocioso y aletargante, que de nutrirlo de los actuales horizontes suscitados por los cruces contemporáneos entre la técnica y la biología, y por interrogar a un sistema de corporaciones y actores que, tras la supuesta superación del ciclo de stop and go, se encuentran en metamorfosis. Jorge Asís, otro escritor antimoderno, opera como un laboratorio viviente de la escritura de Fogwill por derecha. Fosilizado y en involuntaria autoparodia, el lenguaje en Asís expresa el atascamiento de una imaginación incapaz de superar una lectura de lo social como un tablero de juego para estructuras partidarias arcaicas y actores sociales en declive. La gran maldición del setentismo y su lectura sobre las clases sociales, que Fogwill no se cansaba de evitar. Pero, al mismo tiempo, Asís muestra una especial sensibilidad para tematizar la dinámica bélica del ascenso social, del rapiñaje organizacional y del enanismo cultural de los escritores. Problemas a los que la escritura de Fogwill no era ajena.
10) Los Pichiciegos declara obsoletas a las crónicas periodísticas que padecemos
La poética de Fogwill, que soltaba sus cosas en internet como una suerte de ejercicio de terrorismo amoroso, que se enfrentaba a sus editores porque en primer lugar los consideraba incapaces de leer, se nutría de una urgencia y un deseo de intervención que permiten pensarlo como un precursor de cierta inmediatez digital. Probablemente la época lo protegió de ciertos deslices. Pero existe en su escritura una vocación anti-acumulativa que tiene las huellas de lo contemporáneo, una contradicción entre reflexión e inmediatez, la desesperación por “pasar datitos”, por “que no lo tomasen por boludo”. Sin embargo, la mayoría de sus libros son perfectamente legibles hoy. Fogwill fue el mejor cronista. Inventó Los Pichiciegos en base a una investigación sobre el habla social. Un murmullo que recogía de su vida profesional y cotidiana. Importa poco si Los Pichiciegos fue escrito en dos días y con una cantidad X de cocaína. Las premisas de la crónica y del “periodismo narrativo”, su transparencia, su clasismo, su “ir detrás de los hechos”, su llamado superficial al moralismo y a una complejidad de bajo vuelo, lo hubieran espantado, le hubieran parecido una estupidez ///PACO