Si bien Guillermo Coppola era manager de 183 jugadores antes de serlo de Diego Maradona, es fácil deducir que si se pensó en él para protagonista de una serie de plataforma de seis episodios se ha debido a las peripecias derivadas de su relación con el jugador 184. Y, efectivamente, salvo un flashback superfluo, Coppola, el representante (2024), producida por Pol y Agustín Bossi y dirigida por Ariel Winograd, abarca el apogeo y el descenso de Coppola como mano derecha de Maradona. El guion de Mariano Cohn, Emanuel Diez y Gastón Duprat arma metódicamente la sucesión de hitos que cosieron y descosieron la relación de representante y representado. Imbuido por el aura triunfal de un Maradona campeón del mundo y causa primera de los scudettos de la Società Sportiva Calcio Napoli, Coppola entrará en los ´90 a puro champán y repartiendo propinas a diestra y siniestra.
De la constelación que hierve alrededor del representante, antes que las beldades femeninas, aun lateral y fugaz, la presencia de Daniel Scioli escuchando propuestas para su candidatura a diputado nacional, en el vip de El Cielo, la disco de Leopoldo «Poli» Armentano, es algo más que un dato de color o meramente contextual. Scioli no es el MacGuffin de Hitchcok sino la punta del iceberg de Hemingway. Scioli representa una de las marcas registradas de la política desde los ´90 a este presente que lo encuentra cumpliendo funciones en el bando anticasta. Conforme a la época, Kari, su novia, modelo top, atiende el teléfono cubierta por las espumas de un jacuzzi y funciona como Celestina para el insaciable Coppola en su plan de conquista de una hierática modelo que, tras varios lances fallidos del Romeo, caerá en sus redes. El aire de reserva e inmunidad del vip de El Cielo propicia disparates como el pedido de Coppola al hijo presidencial, otro asiduo de la casa, para que lo lleve en helicóptero al jardín de la Julieta hierática o el anuncio de Armentano, entusiasmado como quien acaba de descubrir la pólvora, de su proyecto de empalmar con un tren los boliches de la Costanera, justo en los días del hit ramal que para, ramal que cierra.
Del destino del piloto del helicóptero nada se dice en la serie, en cambio sobre el caso Armentano el guion ofrece indicios mínimos, que vale la pena repasar. Justo antes de su asesinato, mientras enrolla pesos y dólares (¿mensajito pro dolarización?), Armentano, visiblemente nervioso, le dice a Coppola que sus socios no invierten y sólo quieren embolsar las ganancias. Coppola responde que el tren bolichero es una estupidez. ¿Sobre qué hablan realmente? ¿O toda la desgracia de Armentano fue haber sido un ingenuo emprendedor? ¿Quiénes eran sus socios? Para sellar este vaivén de sobreentendidos, la cara de resignación de Coppola cuando abraza a su amigo en esa última noche no presagia nada bueno. En la escena siguiente una silueta furtiva ejecuta a Armentano con un tiro en la cabeza en la puerta de su casa. Misterio. El otro fragmento noir de la serie, menos trágico y más resonante que el de Armentano, es el encarcelamiento del protagonista durante casi cien días bajo la acusación de narcotráfico. Detrás del famoso jarrón, repite el Coppola ficticio tal como argumentaba el Coppola real, conspiraban un juez y un fiscal. ¿Sólo ellos? ¿Y por qué Coppola? Lamentablemente, la pretendida ficción cede a la languidez de la crónica plana al valerse de las versiones periodísticas mainstream, olvidándose que el sistema de referencias sobre el cual se asienta le permitía enfoques alternativos y por qué no más incitantes.
La apuesta fuerte del guion pasa por la figura de Maradona, que redefine con su descontrol a Coppola, obligándolo a asumir un rol paternalista, racional, suavizador. El descalabro que la noche previa al gran partido homenaje de 2001 Maradona y su corte provocan en el hotel –rompen habitaciones y agreden a los empleados con pistolas de paintball– preludia el incendio de la mansión de Barrio Parque de 2002. Una nota no al margen: Cuando Coppola negocia el alquiler de la mansión, su dueño, un juez, puntualiza sus precauciones al enterarse que el inquilino será Maradona, antes de subrayar que le compró la propiedad a Mirtha Legrand, dato más fetichista imposible. Mi mujer –agrega el juez– piensa que Maradona es un negro pendenciero. Para compensar los temores del juez y aplacar el racismo de su esposa, Coppola sube el precio del alquiler y asunto cerrado.
Cerca del desenlace, mientras la mansión empieza a humear, Maradona espera en el piso de arriba las cuatro cajas de ravioles de seso que le mandó a comprar a Coppola. En su ascenso hacia el dios oculto y manipulador, Coppola atraviesa los ambientes vandalizados por una orgía de sexo, drogas y fuegos artificiales. El capricho de los ravioles de seso en el medio de un potlatch donde nada falta para consumir daría la medida tanto de la voracidad de Maradona como del pacto fáustico que Coppola habría aceptado, según induce el guion, al convertirse en el representante, además de garante de sus «locuras». Esta es la «humanidad» más asequible de Maradona que el guion contrapone a esa otra «humanidad» aterida de Coppola. Y, de paso, esta «humanidad» de Maradona, la del «ídolo con los pies de barro», expuesto como un nihilista casi suicida, lo anula como signo socio-histórico que circula en identificaciones, desplazamientos y reivindicaciones heterogéneas, y lo condena sumariamente por la vía moralizadora de las buenas costumbres y el decoro. Civilización o Maradona, para sintetizar. En este punto podríamos tejer algunas relaciones con la invasión que propone Casa tomada de Cortázar y la contrainvasión con la que le responde Cabecita negra de Rozenmacher, e incluso ir más atrás con ese vómito de angustia protogorila que es La fiesta del monstruo del dúo Bustos Domecq. Pero, la verdad, la serie no lo merece.
El final muestra a un Coppola observando melancólicamente desde su balcón cómo Maradona se aleja de su vida. En la secuencia previa, Maradona, fuera de foco, como en toda la serie, permanece encerrado en su camioneta al mismo tiempo que su «cuidador» le transmite a Coppola que el diez lo espera abajo para ir juntos esa misma mañana a Cuba. El Maradona de la serie siempre está esperando o demandando algo de Coppola, es el niño o el adolescente para quien el representante es una especie de armazón sin el cual le resultaría imposible un solo paso. Esta vez Coppola se niega. El «cuidador» comunica el mensaje a Maradona, que habla con Coppola para insistirle, pero este mantiene su negativa. Cierre con moño en el que Maradona se lleva todas las fiestas encima y Coppola se traga todas las resacas.
Coppola, el representante se encandila con la frivolidad, de la que le cuesta horrores despegarse y sobreimprime la nostalgia a la ironía, quizás con el convencimiento de que son la misma cosa o quizás con el deseo de que una sonrisita condescendiente alcance para saldar el dolor que los ´90 nos causan. Y si se borrara de la narración al diabólico representado, es otra sospecha, flotarían en el vacío de un paisaje plástico algunos fotogramas de un culebrón con un playboy kitsch y sus atractivas doncellas, las perplejidades por un crimen insoluble y un jarrón que no sabemos bien qué significó y no más.
A Coppola lo sobreseyeron por falta de mérito en todas las causas en las que estuvo implicado. A los ´90, a pesar de la funambulesca actualidad, muchos los seguiremos rechazando como a la peste bubónica.
Kafka decía que la desgracia de Don Quijote no era su locura sino la sociedad con Sancho Panza. Seguramente esta cita tampoco sea merecida por Coppola, el representante.///PACO