Si hubiera un libro capaz de contener toda la historia del tango, el último gran capítulo estaría dedicado a Leopoldo Federico y los músicos que supieron rodearlo. De ese seleccionado destacan varios discos, arreglos, videografía, pero ante todo la grabación de aquellas presentaciones que realizaron en Japón a mediados de los noventa. Una obviedad: la devoción que siento hacia Leopoldo Federico de Antología y En Concierto es absoluta. Son álbumes que expresan la adrenalina y el virtuosismo de las orquestas típicas de antaño, pero con la definición de los vivos modernos y los arreglos renovadores de un bandoneonista que supo ser generoso, humilde y brillante. Son, no exagero, discos que responden cabalmente cualquier pregunta que se haga sobre el tango, sobre la fuerza y la dimensión de su arte. Y también son, por estas razones, la excusa para entrevistar a Horacio Cabarcos, quien no solo acompañó a Federico en esos recitales insuperables, sino que vivió lo más importante del género en el área chica del escenario.
La tarde que convenimos hay paro, las calles están tranquilas y por eso llego algo temprano. Horacio me recibe en la Asociación Argentina de Intérpretes, organismo que ostenta un caserón a pocos metros de Viamonte y Dellepiane. “¿Viste lo que es el edificio?” me dice orgulloso. “También tenemos un auditorio.” La misma elegancia presume su despacho, que es un atisbo de lo que fue y sigue siendo su vida artística. Hay un contrabajo encordado con tripa, descansando junto a la bandera de ceremonia. Hay un escritorio repleto de registros que detallan los centenares de discos grabados por él y su padre. Hay una serie de cuadros que relumbra bajo el sol del otoño, dibujos y escenas junto a Horacio Salgán, Mercedes Sosa, Susana Rinaldi, la orquesta del Colón. Cuando me ofrece el primer café, pienso que va a ser imposible limitarse a Federico. Que lo mejor será empezar de cero y reconstruir, de primera mano, esa Buenos Aires que en algún momento existió y hoy solo persiste en la música.
Una imagen recurrente de tu infancia es la del primer instrumento, que tu viejo construyó usando una caja de bizcochos Canale… ¿Cómo fue crecer en esa casa?
Era una familia de músicos. Los papas y los primos de mi abuela eran músicos, mis tíos también. Mi papá tenía alumnos de bandoneón, después de contrabajo. De chico me quedaba entre ellos y los escuchaba tocar. A veces los acompañaba y tocaba con ese instrumento. Bueno, toda la familia giraba alrededor de mi papá… Trabajaba tanto que no podíamos organizar un cumpleaños o unas vacaciones fuera de la ciudad.
Hablemos un poco de él, que vivió la “edad de oro” del tango. ¿Cómo se formó Fernando Cabarcos?
Con un peluquero. Todos estudiaban así, con el peluquero, con el vecino, en una manzana del barrio podía haber cinco bandoneonistas. Era parecido a lo que fue el auge del folklore, en el que todo el mundo tocaba la guitarra, o lo que pasó después, que en una manzana podías tener a cinco pibes que tocaban la batería o la guitarra eléctrica. En este caso, el peluquero de la esquina había estudiado con Pacho (Juan Maglio), uno de los primeros bandoneonistas que tuvo orquesta típica. Era normal, incluso Leopoldo estudió así, como se decía entonces, con un “Maestro de barrio”.
¿Cómo era tu barrio?
En Gerli solo había calles de tierra y zanjas. Las casas eran de chapa, tipo casillas, alrededor de las vías de tren. Ese barrio había sido la estancia de Fiorito y a principios de siglo se loteó. Mi abuelo compró un terreno en el año 22. Mi papá construyó la casa donde crecí en el 54.
¿La carrera musical de Fernando empezó ahí?
Mi papá es del 23 y estudió con este peluquero, como te decía, desde muy chico. En un momento mi abuela le escribe a una de sus primas y le dice que su hijo ya dominaba el bandoneón, pero que necesitaba hacer “práctica de orquesta”. Fijáte vos cómo pensaba esa mujer… todavía tengo la carta que le mandó. La prima era una de las hermanas Díaz, estaban en Tres Arroyos y tenían un local que se llamaba La Querencia. En esa época, en los pueblos, había confiterías, cabarets con orquestas en vivo. Era el único entretenimiento de la gente, de los peones que trabajaban por ahí. Entonces esta tía le responde y le dice mirá, en tal fecha hay un camión, un fletero de confianza, que sale de capital hasta Tres Arroyos. Con ese camión mi abuela lo manda a mi papá a ese pueblo, cerca de Bahía Blanca. Ahí comparte una habitación con su primo (Kicho Diaz, luego compañero de Piazzolla) y trabajan juntos en el local. En ese momento alguien les sugirió que se pasaran al contrabajo, que así tendrían más laburo.
¿Cuál fue su primera orquesta importante?
Él empezó con “orquestas de barrio” hasta llegar a la de Alfredo Gobbi, estuvo ahí desde su fundación. Después tocó con Orlando Goñi, con Juan Carlos Cobián, con las orquestas principales de la época. En los cuarenta y los cincuenta, las orquestas tocaban todo el tiempo. Mi papá se iba con el instrumento en el furgón del Roca o se tomaba un taxi. En esos autos el contrabajo no entraba y tenía que llevarlo sobre el estribo, por fuera, agarrándolo desde la ventanilla. A veces íbamos a buscarlo con mi mamá a Radio el Mundo, en la callé Maipú, donde ahora está Radio Nacional. Tomábamos el tranvía, caminábamos por Lavalle y al llegar estaba mi papá tocando con Francini y Pontier. En ese momento no se grababan las emisiones, era todo en vivo. Había una orquesta tocando, otra que esperaba, terminaba una y enseguida arrancaba la siguiente. Nosotros íbamos a escuchar la audición, después a cenar y al rato mi papá decía bueno, vamos a escuchar a Troilo a la Richmond o vamos a escuchar a Gobbi. Era algo común, estar en la mesa y que se acercara Troilo a saludar.
Otro músico muy cercano a tu familia fue Julio Sosa…
Julio Sosa era compañero de mi papá. Tenía la relación que podíamos tener vos y yo en el Colón. Él venía a casa a tomar mate y nosotros íbamos a la de él.
¿Dónde lo escuchabas cantar?
A fines de los cincuenta se hacían los carnavales en el Centro Asturiano de Vicente López. Yo tenía ocho, nueve años. Nosotros íbamos con mi mamá y las mujeres de los otros músicos, todo era muy familiar. El viaje desde Gerli era largo, a veces te levantaban el puente para cruzar el Riachuelo y te demorabas todavía más. Las calles eran empedradas, no había autopista. Bueno, en ese Centro se hacían varios números de orquesta: había una de jazz, otra característica -que tocaba pasos dobles, música española- y la típica de tango. A la vuelta mis papás iban en auto con la esposa de Sosa y yo me volvía con él en la moto. A todo esto se hacían las tres de la mañana… Me acuerdo que había unos puestos a la altura de River, ahí parábamos a comer sandía con otros músicos que volvían a zona sur. Después seguíamos por Libertador y atravesábamos la capital; Sosa me dejaba en Gerli y continuaba hasta Banfield.
Para afinar esa fotografía… ¿Te acordás que moto usaba?
Sí, claro, tuvo varias. Primero una Paperino, tipo Vespa. Tuvo una Siambreta 125, después una 150, motos de fabricación nacional. También tuvo un Isetta, esos autos a los que se les habría la puerta por delante. Al final se compró el Fissore, el auto con el que se accidentó.
Tenía una voz increíble, mi abuelo lo vio en vivo y me contó que el público dejaba de bailar para escucharlo. ¿Qué recordás de esas presentaciones?
Claro, la gente no bailaba, él empezaba a cantar y a gesticular y la gente se quedaba mirando. Hubo una vez, en el año 60, que la orquesta de Pontier hizo los carnavales con Oscar Ferrari, otro cantor, porque Sosa se había accidentado y no podía caminar bien. Él andaba siempre por ahí, tenía muchos amigotes, tipos que le andaban atrás, amigos laderos… La cosa es que un día se aparece en Vicente López con las muletas. La orquesta de tango estaba en un segundo piso y sube uno que le dice a los músicos miren, está Sosa… quiere cantar. Como no podía subir las escaleras, bajaron toda la orquesta y la armaron en el fondo del local. Yo me subí al escenario y me senté al lado del piano, de cara al público. En ese momento se puso a cantar y empecé a ver hombres llorando… Los tipos lo miraban, lo escuchaban cantar y lloraban de la emoción.
Horacio sonríe y sus ojos brillan, como enchufados a los reflectores de esos primeros escenarios de los cuáles, me dice, no se quiso bajar nunca. La vida musical de su padre, Fernando, estuvo marcada por el ritmo desaforado que llevaba la música urbana de esas décadas. La ciudad, por otra parte, se había agigantado: durante el primer gobierno de Yrigoyen, Buenos Aires censaba un millón y medio de habitantes. Para 1947 eran el doble. Los porteños colmaban las milongas barriales y sintonizaban emisiones maratónicas como las de radio El Mundo. Hasta los años sesenta, la orquesta típica no tuvo competidores: la “edad de oro” impulsó las formaciones de Troilo, Pugliese, Francini-Pontier, grupos que tocaban a toda hora y que eran grabados, cuenta Horacio, con uno o dos micrófonos de ambiente como máximo, sin cortes, sin ediciones, como si resultara indistinto tocar en el estudio o en el baile, a media tarde o bien entrada la madrugada.
Pasemos a tu carrera. Tuviste una infancia marcada por la música popular. ¿Cómo es que entraste al Conservatorio?
Y bueno, con mi papá no podía estudiar, imagináte, él me puso el instrumento en las manos y después venía y me decía, a ver la lección, a ver las escalas, y yo le decía no, ahora no, me voy a jugar a la pelota. Tenía que ir con un Maestro, necesitaba un orden, una estructura. Entonces vino un colega de mi papá, muy amigo de él, un músico de la Sinfónica Nacional que se llamaba Benigno Quintela, y me presentó al profesor del conservatorio. Yo tenía trece años y empecé a ir como oyente, después ya me matriculé. En esos años era el conservatorio nacional de “Música y Arte Escénica” y estaba en Callao y Las Heras. Ahí estudiamos todos: era una casona impresionante, un edificio en L con una entrada en cada avenida. Bueno, ese edificio lo tiraron abajo. Hace poco un amigo me pasó unas fotos de la demolición. Fue un desastre ver esas fotos…
Empezaste a estudiar de muy chico, pero también a trabajar. ¿Cómo era ser músico de sesión a fines de los sesenta?
Había muchísimo cartel. Yo estaba en la banda de la Fuerza Aérea y antes de que llegara el fin de semana, no tenía nada. De repente, el sábado a la tarde, empezaba a sonar el teléfono, a eso de las cinco. Entonces agarraba un laburo, y si surgía uno mejor, le pasaba el anterior a otro colega. Empecé a trabajar con el bajo eléctrico y así estuve doce años, tocando con Jairo, con Estela Raval, con Juan y Juan, un número muy conocido en ese momento. Había mucha música en vivo, emisiones en la televisión, conciertos en Radio Nacional, en Radio Spléndid, después estaban esos programas ómnibus como Sábados circulares, que empezaban a las 12 del mediodía y terminaban a las 10 de la noche, presentando a varios artistas.
¿Tocaban en salas de concierto?
No, se tocaba en bailes, en clubes. Empezábamos a las ocho de la noche en los parques de diversiones, parques que montaba la municipalidad, con la vuelta al mundo y esas cosas, y terminábamos a las tres de la mañana en los bailes oficiales. En ese momento todos los clubes tenían pista de baile. ¿Viste cómo se les dice a los equipos de fútbol? Siempre pone “Club social y deportivo…”. Bueno, el club primero era social y después deportivo. Algunos clubes, cuando tenían que comprar un jugador, le pedían plata a su respectiva comisión de fiestas. Yo tocaba en los bailes que se armaban en San Lorenzo, por ejemplo, en el viejo gasómetro, y me acuerdo que había cuadras, cuadras y cuadras de gente. Eso que te estoy hablando de fines de los sesenta. Imagináte lo que serían esos bailes en los cuarenta…
Siempre hubo una relación muy cercana entre el tango y el fútbol. Está el tema de Bardi, Independiente Club, y también el de Greco… ¿Ibas a la cancha vos?
¿Cómo si iba? Sigo yendo. Empecé a ir de chico, con mi papá, la teníamos a veinticinco cuadras, agarrábamos las vías e íbamos a la cancha de Racing o a la de Independiente. No había la rivalidad que hay ahora: yo iba a la tribuna de Independiente con la camiseta de Racing, dependiendo de con quién íbamos, porque tenía tíos que eran de un club y otros del contrario. En ese momento no había problema, creo que todos estos líos de ahora los fue armando la prensa.
Bueno, tu adolescencia fue en los sesenta, o sea que te tocó un Racing histórico, el equipo que lo ganó todo. Vi que en tu casa tenés una escultura con la camiseta de Osmar Corbatta.
Corbatta era mi ídolo, yo lo veía jugar, de hecho vi sus primeros partidos con Racing. En la época que jugaba Corbatta yo tendría seis años, el arquero todavía era Dominguez, que después jugó en el Real Madrid. También estaba el Bocha Maschio, antes de irse a Italia. Era un equipo formidable, muchos formaron parte de “los carasucias”, la selección argentina que arrasó en el 57. Bueno, ahí Corbatta era una figura y yo no me lo perdía. Sabés que igual el tipo tuvo un final malo, era muy timbero y terminó viviendo debajo de la tribuna de Racing. Hay un documental en youtube que cuenta su historia, se llama El Arlequín… Yo una vez lo fui a ver al hospital Fiorito de Avellaneda, tenía un tío que era jefe de personal y me dejó pasar y ahí estaba, fumando, esperando que alguien lo sacara para ir a la quiniela…
Federico también era de Racing…
¡Claro! El ambiente nos llevó a conocer muchos jugadores de fútbol. En una época parábamos al lado del Gran Rex, donde se jugaba al bowling, y hablábamos con varios de ellos. También conocimos a Walter Fernández, un jugador extraordinario de la época de Basile que canta muy, pero muy bien. De hecho fijáte que en youtube está el disco de Racing que grabamos en ION con Federico, Stampone, Eladia Blázquez, Rubén Juárez, para recaudar fondos durante la quiebra.
Cuando le menciono al equipo de sus sueños, la conversación toma ritmo y se despliega. Horacio memora la celebración del campeonato de 1966 a bordo de un SIAM Di Tella gris, camino a la filial de Villa del Parque, abriendo la avenida Corrientes a bocinazos limpios y esquivando los tomates que tiraban “los envidiosos” desde el mercado de Abasto. Después relata la vez que el viejo plantel del 67 se acercó a Michelangelo, junto al presidente del club, a fin de escuchar un concierto del trio de Federico. Lo cierto es que en paralelo a esa pasión conjunta, casi simbiótica que hay entre el tango y el fútbol, Cabarcos también integró la orquesta estable del Teatro Colón. La alternancia entre la ópera y la música popular demarcó un terreno donde supo jugar cuarenta y dos temporadas…
¿Cuál fue la mejor época que viviste en el Colón?
Yo entré al Teatro en el 73, durante el último gobierno de Perón, cuando agrandaron la orquesta y salieron los concursos. Por una cuestión de días no estuve en Ezeiza, porque en ese acto participaron la Orquesta Estable y la Banda Municipal. Pero bueno, lo que viví después en el Teatro fueron cosas maravillosas… Se trabajaba mucho, eso sí, era como una fábrica, pero los directores, los cantantes, todo era de primer nivel. En esa época las temporadas estaban programadas de acá a cinco años. ¿Cómo hacías sino para contratar a un Pavarotti, a un Alfredo Kraus? Con Pavarotti hicimos La Bohème, con Domingo La fanciulla del West, el Otelo de Verdi… Pensá que yo entré en el 73 y dos años después hicimos una gira por todo Centroamérica con Stanislaw Wislocki y Simón Blech. Ahí también dirigió Aaron Copland, tocó Benny Goodman… Era un momento en que venían los mejores directores, cantantes como Victoria de los Ángeles, Renata Scotto, todo era brillante. Además era una orquesta que sonaba una barbaridad…
¿Es cierto que Stelio Maglia, el luthier del Teatro, usaba maderas del edifico para fabricar instrumentos?
Sí. En el Teatro había maderas estacionadas de muchos años. La escenografía se hacía con maderas de pino, maderas de primera calidad. Maglia era italiano, había estudiado en Cremona, y sacaba tablones que estaban abajo del escenario para hacer violines, cellos y contrabajos. Con Maglia compartíamos todo, su taller estaba donde ahora es el cuartito (los camarines) y ahí paraba todo el mundo. Yo veía cómo trabajaba él y aprendía. Era un fenómeno, un personaje, un loco bien, bien, pero bien bohemio, y también vago, le tenías que insistir para que hiciera los laburos. A veces metías mano y decía “muy bien, pibito”, con su acento italiano, “hacélo vos que vas bien”… ¡Terminaba arreglando el instrumento yo y encima le pagaba!
En los setenta empezaste con las principales orquestas de tango. ¿Cómo hacías para llevar las dos rutinas?
Como podía. A veces terminaba un Otelo en el Colón a la una menos veinte y a la una tenía la primera entrada con Salgán en El Viejo Almacén. O en Michelangelo podíamos tener una entrada a las ocho de la noche y una segunda a las dos de la mañana. En el medio algunos iban al autocine que estaba en costanera sur, a jugar al billar, también nos juntábamos en Tío Felipe, la pizzería que está sobre Balcarce. Yo me sumaba algunas veces y otras me iba a hacer una función al Teatro. En esas idas y vueltas choqué, otra vez me caí y me quedó la cicatriz, también me cambiaba adentro del taxi. Bueno, había varios que hacían parecido: Francini, por ejemplo, que estaba en la Filarmónica.
¿Cómo empezaste con Salgán?
Me tiraron un papel por debajo de la puerta, yo no tenía teléfono en ese momento. Fue Pane (Julio) el que dejó el papel. Me necesitaban para el septeto y así empecé, en el 77. Tocábamos mucho en las “casas de tango” que te mencioné, lugares que tenían presentador y hasta orquesta fija. Michelangelo, por ejemplo, tenía treinta números distintos que nos incluía a nosotros, a Mariano Mores, a Pugliese, a Leopoldo. Algunos de esos locales todavía están pero son “tanguerías”, shows para turistas, todo for export.
Un año después de iniciar su colaboración con Salgán hay un quiebre: el padre de Horacio fallece de forma inesperada. La conversación adquiere un tono más pausado y se infiere, en esa elipsis, que el duelo fue arduo, tanto para él como para sus colegas. Días antes de su partida, de hecho, Fernando Cabarcos había grabado con el trío de Leopoldo Federico. El disco fue editado por Music Hall y la portada revela un cielo estrellado, sideral, que vela el llanto de un hombre agazapado bajo un bandoneón. Leopoldo lo tituló Homenaje al amigo. En la contratapa, además del repertorio, se incluye una carta que dimensiona el calibre de esa amistad: “Nunca más volveremos a estar juntos sobre un escenario” escribe Federico, “haciendo esa música que era nuestra razón de vivir”.
En 1979 empezaste con Federico…
Fui a tocar con Leopoldo un año después de que falleció mi papá. Primero lo cubrió Rafael del Bagno, un músico impresionante. Yo había dejado de trabajar unos días y me acuerdo que los muchachos de Salgán fueron muy compañeros conmigo, me acompañaron mucho en ese momento, íbamos a charlar, a tomar café. Después volví a tocar y Leopoldo me ofreció el puesto en el trío. Empezó como un reemplazo, cubriendo a Del Bagno, y me quedé treinta y cinco años.
Esa ciudad cargada de “casas de tango” que mencionabas me hace pensar en el Greenwich Village de Nueva York durante el auge del jazz. ¿Cómo era el ambiente de Caño 14?
Uf, era una barbaridad… Caño 14 era la catedral del tango, ahí estaban todos los más grandes, desde Troilo hasta Goyeneche. Teníamos mucha relación con Martino, el futbolista que lo fundó. Yo ahí toqué con Stampone, toqué con Salgán, con Leopoldo, se tocaba hasta las tres, tres y media de la mañana. Ahí paraban los taxistas, por ejemplo, cosa que hoy ya no pasa porque un taxista no puede ni parar a tomar un café, pero ahí podían ir y tomarse un whisky escuchando a Troilo. La gente era habitué, de todas las noches, había gente que venía fijo los viernes, otros los miércoles. El local estaba en un sótano sobre Talcahuano y tenía su barra, su guardarropa, un hall alfombrado que precedía la sala. Después entrabas y había un escenario grande y mesas donde se tomaba whisky. No se comía, no era un restaurant, era un club, se consumía bebida. ¡Estaba todas las noches repleto!
Empezamos hablando de Julio Sosa. En la época de Caño 14, ¿hubo otra voz que te llamara la atención?
Conocí a todos los cantantes de la época, también trabajé con ellos. Con Leopoldo acompañábamos a Alberto Marino, a Roberto Rufino, a Goyeneche… Eran todos monstruos. Bueno, acompañar al Polaco era una cosa extraordinaria. Era un fuera de serie, además buen compañero. Era un personaje especial, un “bohemio de barrio”.
¿Con Piazzolla tocaste?
No, hubo un par de oportunidades pero preferí quedarme. Piazzolla estaba en Europa y pagaba muy bien. Yo aposté al Colón y bueno, a fines de los ochenta, con Alfonsín, un músico de la orquesta estable cobraba noventa dólares por mes… En otra ocasión, Malvicino (guitarrista), que era el presidente de acá (AADI), le dijo a Leopoldo que Piazzolla estaba buscando contrabajista. Leopoldo viene y me dice “mirá, le dije que vos tenés mucho quilombo…” Yo me reí, mirá cómo cuidaba a sus músicos… Tenía razón, ¡Pero dejáme que eso se lo diga yo!
Para cerrar… Entre todos los discos que grabaron con Leopoldo, siempre me llamaron la atención los conciertos en vivo.
Esos discos que mencionás son de las giras a Japón. El fanatismo del tango en Japón empezó con Canaro en 1954. El primer viaje yo lo hice en diciembre del 87, con Leopoldo, tocábamos en trío y con la orquesta. Después fuimos varias veces más, siete en total. Salir de gira con esa orquesta era una fiesta… Esos discos son de los conciertos en Tokyo, en una sala que se llamaba Kosei Kakan, ahí se grabaron y después los mezclamos en ION. Si escuchás entre tema y tema están los comentarios de los músicos, está Leopoldo que me había dejado un solo para La Cumparsita, en el atril, y antes de tocar me dice “ahora te quiero ver”.
En una entrevista decís dos cosas muy precisas de ese vínculo que tuvieron. “Nosotros fuimos muy felices tocando con Leopoldo Federico” es una. La otra es que “el tipo no sabía quién era”.
Y es que su personalidad arriba del escenario era otra. Viste cómo es, hoy a mi me cuesta hasta salir de mi casa, pero después subís al escenario y no te querés bajar. Así era Leopoldo: se transformaba, y cualquier músico que pasó por su orquesta, sea Colángelo, Ledesma, Horacio Romo, Pablo Agri, toca con ese ímpetu que te dejaba él.
Leopoldo Federico nació en Buenos Aires en 1927 y falleció en diciembre de 2014. Sus compañeros lo recuerdan como un “líder afectivo”, acaso el último bandoneonista en contar con músicos exclusivos. “Lo tenemos tan presente”, dice Horacio, “que no nos damos cuenta de que ya pasaron diez años”. Al terminar la entrevista hacemos unas fotos, luego escuchamos temas de su grupo más reciente, junto a Víctor Lavallén. Cuando salgo a Viamonte ya hay más movimiento en la calle… El centro respira cierta atemporalidad, el sol es templado y ayuda a pensar. En la esquina de Corrientes concluyo que los discos que Federico grabó en Japón, junto a su orquesta, no solo son maravillosos porque testimonian la forma de tocar que imperó en nuestra ciudad durante más de medio siglo. También dan cuenta de que el tango, para muchos, es la expresión escénica de la amistad.////Buenos Aires, mayo de 2024////PACO