En el marco del debate sobre el veto al financiamiento universitario firmado por el presidente Javier Milei, surgen algunas preguntas inquietantes. ¿Cómo es posible que un número significativo de graduados de universidades públicas se oponga al financiamiento de las mismas instituciones que los formaron? Es decir, ¿cuánto puede resquebrajarse su identidad universitaria? La respuesta rápida y poco reflexiva sería que apoyan el programa de gobierno de Milei, y ya. Posiblemente algunas de estas personas sí, otras quizás no. Lo que sabemos es que esa respuesta no agota para nada el vacío de análisis en torno a una aparente desafiliación universitaria. Primero, porque revista una paradoja: existen personas recibidas en universidades públicas, con el atributo diferencial de un título de grado, junto al orgullo familiar que eso significa y que, así y todo, no encuentran en la universidad pública un emblema que puedan hacer propio. Segundo, porque no podemos reducir la lectura a una cuestión de actitudes, que existen en alguna medida pero que solo subsume las presunciones ideológicas. Y se sabe: la realidad material, tarde o temprano, subordina toda presunción ideológica. Tercero y último, no se trata particularmente de sectores sociales más vulnerables que padecen exclusiones simbólicas en el marco de sus interrumpidas trayectorias académicas. Hablamos de las clases medias aspiracionales, que llegan a las universidades con todos los capitales incorporados que les posibilita un recorrido académico relativamente exitoso: obtener el título de grado. ¿Existe realidad más material que esa?
En La cultura en plural (1974), Michel de Certeau estudia la crisis estructural que enfrenta la universidad como una consecuencia no deseada de la masificación de su reclutamiento. El autor describe una tensión entre una cultura elitista heredada y la demanda de una educación accesible a las masas. Ese conflicto de paradigmas fragmenta a la institución en dos posicionamientos. Por un lado, están aquellos que buscan preservar el carácter prestigioso de la universidad en defensa de un proceso de selección con mayor exigencia académica. Por otro lado, están quienes que defienden la masificación universitaria como alegato por una cultura pluralista que propone democratizar el acceso a la educación superior. Certeau defiende el segundo modelo, ya que critica que la universidad no reconfigure sus políticas educativas hacia la masificación. Manifiesta que, en caso contrario, se termina pareciendo más a un filtro selectivo que un dispositivo de producción cultural inclusiva. Sin embargo, Certeau alerta que la masificación universitaria trae aparejado el debilitamiento de sus mecanismos de identificación académica y universitaria. Es decir, se agrandan las puertas de ingreso, proliferan políticas educativas de inclusión social, se diversifican los programas y estipendios de estudio superior, pero no se fortalece el arraigo institucional, es decir, una identidad sujetada a la institución.
También cabe mencionar el trabajo de Tabaré Fernández y Virginia Trevignani, junto a otros autores y autoras de Uruguay, Argentina y Brasil, titulado Perfil de ingreso, puntos de bifurcación en la trayectoria y desafiliación en el ingreso a la universidad (2022), en el que estudian el impacto de la masificación y la democratización de la educación superior en universidades de los tres países mencionados. Resultado de un enfoque comparativo, el trabajo da cuenta de las viejas desigualdades asociadas al capital cultural y social de los estudiantes —como lo son la clase social o el género— al lado de un conjunto de nuevas desigualdades relacionadas con factores como la edad, la localización geográfica y la condición laboral. La tesis central es que la masificación del acceso no ha sido suficiente para garantizar la permanencia de los estudiantes en el sistema, lo que implica que persisten profundas desigualdades en cuanto a la continuidad y finalización de los estudios. En contra de toda idea de ajuste en las políticas educativas, esto plantea la necesidad de una segunda generación de políticas democratizadoras que aborden no solo el acceso, sino también las condiciones de permanencia, enfocándose especialmente en los estudiantes no tradicionales, aquellos que enfrentan más obstáculos para completar sus estudios.
Los dos textos mencionados dan cuenta de cómo la masificación corrió en paralelo a un debilitamiento de la relación institucional entre el estudiante y la universidad. Lo que no solo dejó como resultado una pluralidad de fracasos universitarios, sino también un debilitamiento de la identificación de aquellos que salen con un título bajo el brazo. De manera tal que se obstaculizan los mecanismos que tenderían a fomentar el sentido de pertenencia y compromiso —cultural y político— con la universidad pública. Deberíamos pensar por agregación y tener en cuenta, también, la evidente individualización de la experiencia educativa reflejada en esas trayectorias discontinuas y fragmentadas. De un tiempo a esta parte, las trayectorias académicas respondieron más a exigencias personales y laborales que a un sentido de responsabilidad social o de pertenencia institucional. En este sentido, las universidades públicas no quedaron ajenas a las lógicas liberales que tienden a secularizar la experiencia del individuo y sus instituciones reguladoras. Es decir, se individualizó la perspectiva formativa a un punto tal que las personas no se sienten culturalmente parte de sus instituciones educativas.
“Yo me recibí”, “yo gané la beca doctoral”, “mi director de tesis”, y un montón de otras formas de circunscribir narrativamente la ejecución individual, niegan la correlación de fuerzas junto con los capitales sociales y culturales que encauzan una trayectoria académica. En este punto solo tenemos logros individuales, conducidos por el afán racional de mérito y éxito. Esta perspectiva competitiva y meritócrata genera una estructura que otorga distinción solo a unos pocos y excluye a quienes no se ajustan a los parámetros de éxito definidos. En alguno de los puntos de bifurcación de sus trayectorias educativas, muchos graduados se empiezan a percibir fuera de la comunidad académica en términos de reconocimiento. Eso conduce a una visión de la educación como mercancía y no como derecho adquirido. Y esto ayuda a comprender cómo, siendo egresado de la universidad pública, se puede defender la arancelización de la educación. El desafío consiste en replantear la forma en que se concibe la experiencia universitaria, en la abierta promoción de valores colectivos y un sentido amplio, transformable y no elitista de comunidad académica. No basta con señalar contradicciones o incongruencias: es necesario exponer cómo el propio sistema universitario ha construido los cimientos de su propia crisis al no arraigar, con éxito, una identidad colectiva//////////////PACO