Arte


La tormenta interior

////

A quien conoce por lo menos una parte de su extensa filmografía no le sorprenderá el interés de Werner Herzog por Hirō Onoda (1922-2014), el soldado del imperio japonés protagonista de El crespúsculo del mundo (2022), primera novela del alemán. Herzog pidió conocer a Onoda en 1997 mientras dirigía una ópera en Japón. El impasse pandémico determinó que Herzog volviera al archivo de sus conversaciones con Onoda y encarara la escritura de su versión de la historia. Tan fuerte es la admiración de Herzog por Onoda, que este retorna en el prólogo de su último libro, del que hablaremos luego, Jeder für sich und Gott gegen alle: Erinnerungen, en el que lo pone como ejemplo de quienes «permanecen en sus puestos de avanzada cuando el resto los ha abandonado».

Herzog reconstruye en El crespúsculo del mundo un ida y vuelta cronológico con los días a su juicio ficcionalmente densos de los casi treinta años de Onoda guerreando, más allá de la rendición de Hiroito, en la selva de Lubang, pequeña isla filipina. Esa larga ristra de lealtad devenida en paranoia se inició en 1944 cuando el comandante Taniguchi le dio a Onoda la orden de defender el territorio «con tácticas de guerrilla, cueste lo que cueste». La guerra terminó, Taniguchi no regresó y Onoda, soldado imperial educado en la obediencia para la inmolación, desestimó como tretas enemigas las señales que intentaban persuadirlo que su resistencia ya era cosa del pasado. Sin embargo, su momento de mayor vacilación no es bélico y tal vez tampoco sea verídico. Es cuando alucina que su hermano lo llama en el medio de la selva, un entorno que Herzog exploró en turbulentas filmaciones como las de Aguirre, la ira de Dios, Fitzcarraldo y Cobra Verde. Este hándicap lo ayuda a componer una narración orgánica en la que Onoda y la selva son indispensables el uno para el otro.

La realidad paralela de Onoda empieza a desbarrancarse el 19 de octubre de 1972, cuando el soldado Kozuka, el último Sancho que le quedaba, cae fulminado con un balazo en el pecho tras haber incendiado un arrozal. Los filipinos rescatan el cuerpo y le avisan a Japón. Norio Suzuki, un joven explorador, escucha la noticia en transmitida por una radio de Tokio y se interesa cuando los medios reviven la desaparición de Onoda, que hacía tiempo había sido dado por muerto. Suzuki parte en busca de Onoda, y el 21 de febrero de 1974, antes de que lo encuentre, Onoda descubre la carpa de Suzuki y lo interroga para saber si es un soldado enemigo. A Onoda le bastan unas pocas preguntas para comprender que Suzuki es otro sobreviviente como él. Onoda se entera por Suzuki de algo que temía y ya sabía: Japón había perdido la guerra.

—Desconozco los planes del enemigo.

—No hay ninguno, porque la guerra terminó.

Onoda se debate en una lucha interna. Luego se levanta despacio, da un paso hacia Suzuki y apunta el cañón del rifle entre sus cejas.

—Dime la verdad. Ahora es el momento.

—No temo a la muerte, teniente. Aunque sí lamentaría morir a sabiendas de que estoy diciendo la verdad.

Suzuki, ahora representante de Onoda, viaja a Japón con un pliego de una sola condición: Onoda sólo se rendirá ante Taniguchi. Un mes más tarde Suzuki reaparece en la selva con el anciano comandante, vestido de civil, mientras patrullas del ejército filipino rodean la zona. El reencuentro de Onoda con su comandante es el cierre conradiano de la historia. Taniguchi le lee el bando final: Japón ha perdido la guerra y Onoda deberá rendirse ante las autoridades filipinas. Mientras escucha a Taniguchi, el rostro de Onoda es apenas una máscara corroída por un largo tiempo circular a punto de esfumarse. Taniguchi le pregunta cómo se siente. Hay una tormenta en mi interior, responde Onoda y cae de rodillas. Es notable que Onoda, según Herzog, esperara que después de recibir la orden de rendirse, Taniguchi le dijese que todo era una farsa y que la verdadera orden era seguir combatiendo. Seguramente, ese hubiera sido para Herzog el final ideal de la historia.

El destino terminó siendo magnánimo con Onoda. A pesar de haber liderado una patrulla responsable de las muertes de entre treinta y cuarenta campesinos, fue perdonado por el dictador Ferdinando Marcos y regresó a Japón donde lo recibieron como a un héroe. No estaría allí mucho tiempo. Suzuki, otro personaje herzogniano, morirá en 1986 en el Himalaya buscando al yeti que juraba haber divisado a la distancia en 1975. La traducción de Marina Bornas, editada por Blackie Books, preserva en una prosa asequible la crudeza diáfana de las imágenes que Herzog hubiera deseado plasmar con una cámara antes que con un libro. De hecho, la mayor intervención de Herzog en una historia ya compuesta, de la que respeta sus episodios trascendentes, es ver a los personajes tal como quiere que los veamos cuando los filma, como fuerzas desatadas en busca de un objetivo, que alcanzan o contra el cual se estrellan.

El impasse pandémico fue prolífico para Herzog. Tras El crespúsculo del mundo se publicó este año su por ahora último libro, la autobiografía Jeder für sich und Gott gegen alle: Erinnerungen en alemán, editada por Hanser, Every Man for Himself and God against All: A Memoir, su versión inglesa, traducida por Michael Hoffmann y editada por Penguin Press. Que Herzog haya elegido este título –Cada uno por sí mismo y Dios contra todos, en español–, el mismo de la película que aquí conocimos como El enigma de Kaspar Hauser, indica que la película de aquel lejano 1974, un relato ambiguo en el que, pese a sus buenas intenciones, una comunidad fracasaba en el cuidado de un inocente al no evitar su crimen, permanece como un momento crucial de su obra y del nuevo cine alemán. Kaspar Hauser discutía las ideas del iluminismo alemán oponiéndoles la vida como dato irreductible, la visión nocturna y la preponderancia de los sueños, pero también se oponía a la sombría calificación del Lukács que afirmaba que Alemania era la nación clásica del irracionalismo. En todo caso, había algo al otro lado de la razón que necesitaba una explicación que excluyera el binarismo antidialéctico, expresado en las limitaciones ideológicas tanto del cientificismo como del estalinismo. Con Kaspar Hauser, Herzog emprendió una relegitimación de la cultura alemana que para su admirada Lotte Eisner, la historiadora del cine a la que Herzog declaraba deberle su conocimiento del expresionismo de los abuelos Murnau, Wiene y Lang, era sumamente necesaria después de la devastación nazi. Con Nosferatu y Woyzeck Herzog completaría su trilogía alemana y su cine adquiriría una tendencia de la que ya nunca se desprendería del todo. Desde entonces se debatiría entre una autoconciencia moral, en detrimento de una autoconciencia artística y de la búsqueda de imágenes «puras», el objetivo último del cine, como le confesó a Wenders en Tokyo-ga.

Every Man for Himself no es para los que no conocen a Herzog o tienen una vaga noción de su obra y su personalidad, sino que está dirigida fundamentalmente a quienes lo conocen y desean más Herzog en cualquier formato. A sus ochenta y un años, asentado en California, es lógico que revisite su pasado, y como cualquier autobiografía que se precie de tal, la suya se desliza entre los contraluces de una memoria selectiva. Herzog narra algunos episodios centrales de su vida, como la infancia sin padre en el pueblo de Sachrang, adonde él, su madre y un hermano se refugian tras huir de un bombardeo aliado en la Múnich natal. A esta escenografía alpina Herzog la adorna con brujas nocturnas y un encuentro con Dios… ¿Es que estamos ante otra novela? No necesariamente. Una buena autobiografía, y esta lo es, no nos responde quién es su narrador, y prefiere en cambio darnos piezas aparentemente sueltas y omisiones que funcionarán como revelaciones o confirmaciones de lo que ya sabíamos o sospechábamos. Herzog no entreabre una sola puerta que nos permita atisbar una vida «afectiva íntima». ¿Es una contraseña de su ascetismo? Sin duda. La verdad de una autobiografía está en el guiño cómplice que el narrador nos hace en cuanto a sus deformaciones de hechos y sentimientos. La retórica de Herzog diseña ese guiño al condensar líricamente los climas y los ambientes que le sirven a su yo de vientre cósmico o boca de ballena, o al contarnos su recuerdo de la ciudad de Rosenheim en llamas a lo lejos, que su madre le muestra cuando él tiene tres años. No importa si el recuerdo es real o no, no importa si es una voluta meramente literaria, importa entender que para Herzog determinadas imágenes son decisivas en nuestras vidas, y que en estas imágenes reside el verdadero poder del cine (y del mundo), antes que cualquier abstracción que utilicemos para especular sobre qué pretendió decir o no decir un autor.

El realismo encantado de tinte medieval no es lo distintivo del ambiente del niño Herzog, y sí lo es el aislamiento que apresa a sus habitantes como una segunda piel y flota en sus películas como una condena que el mundo inflige a sus personajes, desde el soldado Stroszek de Señales de vida al extraterrestre innominado de The Wild Blue Yonder. Herzog vivirá casi miserablemente en ese ambiente de amplias distancias entre una sombra y otra hasta la adolescencia, cuando, gracias a su abuelo arqueólogo, va a Grecia y ya no cesará de viajar a los lugares más insólitos, al igual que su amigo Bruce Chatwin, del que adaptó una muy buena novela, The Viceroy of Ouidah, que fue la fallida Cobra Verde («la peor producción de mi vida»). Un fragmento considerable de Every Man for Himself dedica Herzog a su relación con Chatwin y la muerte de este en 1989.

Con los años Herzog fomentó circunstancias que tuvieron como blanco su integridad física. Filmar a ocho mil metros de altura o muy cerca de un volcán a punto de entrar en erupción, así como enfermarse seriamente en un rincón perdido de África, por ejemplo. Un capítulo aparte de estos riesgos que supo tomar fue el de sus combates histéricos con Klaus Kinski, la más infernal de sus criaturas. Ambos modelaron un psicodrama que tuvo a Herzog como dueño de la puesta en escena y el corte final. La figura de Kinski, muerto en 1991, volvió a la palestra cuando Pola, su hija mayor, lo acusó, en su autobiografía titulada Nunca le digas a nadie, de haberla violado durante catorce años. Herzog no elude el tema de la cancelación póstuma a Kinski:

¿Debería entonces reconsiderar mi posición estética sobre Kinski y retirar de circulación las películas en las que aparece? Mi respuesta a esto son dos preguntas, cuyo número podría extenderse indefinidamente: ¿Deberíamos retirar las pinturas de Caravaggio de iglesias y museos porque era un asesino? Y: ¿Tenemos que rechazar el Antiguo Testamento o al menos los libros de Moisés porque Moisés cometió un asesinato cuando era joven?

Es inevitable preguntarse cuánto agrega Every Man for Himself a una obra babilónica. Las reflexiones y los recuerdos repiten mucho de lo que ya leímos, entre otras fuentes, en Herzog sobre Herzog o en Conquista de lo inútil – Diario de filmación de Fitzcarraldo, y la antología de digresiones y microrrelatos que nos entrega Herzog versan sobre su singular Erlebnis. Hay muchos Herzog, tantos como películas hizo, tantos como pretendió hacernos creer que había y tantos como proyectos quedaron en el camino («quería hacer una película con Mike Tyson sobre los primeros reyes francos»). Y de todos los Herzog sentimos especial predilección por el que inició su carrera apartándose de las influencias y las modas, y que, al contrario de las medallas que significaron Douglas Sirk para la obra de Fassbinder o la nouvelle vague para las primerizas incursiones de Schlöndorff y Wenders, desconcertaba a la crítica como un heterodoxo continuador del Sturm und Drang, sin cine a sus espaldas. Ese orfebre salvaje, que había debutado con el curioso corto Herakles en 1962, simultáneamente al manifiesto de Oberhausen por un nuevo cine alemán –sin tener la menor idea del manifiesto– fue materializando hasta fines de la década del setenta «un nuevo lenguaje cinematográfico», tal como pedían los veintiséis cineastas firmantes, con Alexander Kluge a la cabeza. Herzog nos dio en ese período sus obras mayores: Señales de Vida, También los enanos empezaron pequeños –una de las escasas y ejemplares traslaciones de Artaud al cine junto a Satansbraten de Fassbinder–, Aguirre, la ira de Dios, Corazón de cristal, la trilogía de la relegitimación y La balada de Bruno S. A este conjunto añadimos dos precedentes con los que amplió los márgenes del género documental: Fata Morgana, de una gramática hermética que provocaba estados catatónicos en el cineclubismo vernáculo, y El país del silencio y la oscuridad, sobre la vida de Fini Straubinger, una mujer que había quedado sorda y ciega en la adolescencia, en la que, al revés de lo que resultó su versión de Nosferatu, sí está la definitiva lección de Murnau.

El crespúsculo del mundo y Every Man for Himself and God against All: A Memoir valen como pruebas de la autenticidad del eterno retorno de Herzog, al que admiramos porque nunca vaciló en fundir sus tormentas interiores al éxtasis de existir en un mundo siempre crepuscular////PACO