A fines de 1969 el ministro de educación sueco Olof Palme se convirtió en Primer Ministro de su país en reemplazo de su mentor político, el socialdemócrata Tage Erlander. Con el ascenso de Palme, su partido cobraría la fuerza necesaria para atravesar de manera satisfactoria la crisis del petróleo de 1973, que puso en jaque al Estado de bienestar en toda Europa. El paso de Palme por el gobierno de Suecia sería recordado por su promoción del pacifismo en tiempos de carrera armamentista y por su defensa de los derechos humanos en la era del apartheid.
Una veta menos recordada, aunque no menos duradera, de la impronta de Palme en la vida sueca fue la peculiar visión estatal del hombre y de la familia que presentó en 1972 mediante un manifiesto titulado La familia del futuro: una política socialista para la familia. “Toda relación humana verdadera debe sustentarse en el principio de independencia entre las personas”, rezaba el manifiesto. Con él se le dio impulso y dirección a una serie de reformas basadas en el principio de independencia personal.
A partir de los postulados de esta teoría, en los años que siguieron el gobierno sueco encaró una campaña de liberación de sus ciudadanos de aquello que, a falta de términos más lábiles y maleables como el actual “patriarcado”, señaló como estructuras familiares anticuadas. El objetivo era alcanzar la familia ideal, que estaría compuesta de individuos adultos independientes los unos de los otros. “Había llegado el momento de liberar a las mujeres de los hombres, de liberar a los ancianos de sus hijos y a los adolescentes de sus padres”, glosa el italiano Erik Gandini en su documental de 2015 La teoría sueca del amor. Esas políticas de liberación individualista en nombre del socialismo serían tremendamente exitosas y llegarían a transformar a Suecia, unos cuarenta años más tarde, en el país con mayor tasa de adultos viviendo solos en el mundo.
“Yo quería hijos, no una relación”, dice en el documental la voz en off de María Helena, una mujer que decidió ser madre por medio de una empresa de reproducción asistida. Mientras ella explica las ventajas de la maternidad sin una pareja de por medio, en la pantalla se suceden primeros planos de hombres en pleno proceso de donación de esperma. Esa escena de onanismo masculino es el inicio de la cadena de reproducción privatizada a la que recurren las mujeres suecas para suplantar no solamente las relaciones de pareja sino también el coito. Después de la donación, la sustancia se almacena y la cliente elige on line una provisión acorde a su gusto racial, a sus preferencias sociales y etáreas. Ingresa los números de su tarjeta de crédito y en horas recibe un paquete en la puerta de su casa. Después solamente tiene que seguir el manual de instrucciones que recomienda limpiar bien el hielo seco de la jeringa antes de hacerla entrar en contacto con la piel, tumbarse en una posición cómoda, levantar bien las caderas con una almohada para que la vagina adquiera la inclinación óptima e introducir la jeringa lo más cerca posible del cuello uterino antes de descargar su contenido suave pero firmemente. “La vibraciones de un orgasmo pueden ser beneficiosas para la fecundación”, dice el manual, con lo cual el ciclo de onanismo -esta vez femenino- se completa.
En su película Gandini exhibe esa y otras costumbres suecas contemporáneas configurando el rompecabezas de un individualismo extremo cuya evolución filosófica traza un arco desde aquella cándida idea de independencia personal hasta una voluntad generalizada de supresión del contacto físico entre humanos. En el camino desde los años 70 hasta el presente esa pulsión de soledad se vio favorecida por la aparición de internet, el comercio electrónico y toda clase de servicio puerta a puerta; entonces vivir solo y en aislamiento se convirtió en el ideal social máximo.
Pero vivir solo es también morir solo. En el que quizá sea el pasaje más logrado del documental, la cámara sigue la tarea cotidiana de los empleados de una agencia estatal encargada de evacuar los restos de los que mueren sin que nadie lo note. El 25% de los suecos hoy muere en circunstancias anónimas, adentro de un departamento del que no salen más que para comprar comida, echados de menos por absolutamente nadie. Con subsidios y pensiones que se transfieren directamente desde las arcas de Estado a las cuentas personales de los individuos y facturas de servicios que se debitan automáticamente desde esas cuentas, pueden pasar años hasta que el olor de un cadáver en un baño inunde el pasillo del edificio y alguien alerte a la agencia. Una vez activada la alerta, una especie de investigadores se dedican a recolectar pistas que los lleven a familiares del muerto para que se hagan cargo de la situación y los bienes. En caso de no encontrar a nadie o de que el pariente no desee involucrarse en el tema, es el mismo Estado el que desaloja la vivienda y se apropia de las cosas. La necesidad de que exista un organismo estatal solamente para atender esos asuntos habla de por sí de la magnitud del asunto.
La mirada del Gandini frente a este panorama es sin duda crítica, casi sin matices ni pliegues. El sentido individualista de una sociedad, sostiene el director, choca contra los valores tradicionales, basados en la interdependencia personal. Ante esta colisión, Gandini opta por poner el acento en la riqueza de los países. A mayor riqueza y desarrollo, dice, es inevitable un ascenso del individualismo en detrimento de valores comunitarios tradicionales. “En los países más ricos puedes permitirte preocuparte por ti mismo como el proyecto más importante del mundo”, ilustra la voz en off mientras se ve un cuadro de ejes cruzados que sustenta la afirmación. Entonces, ¿cómo escapar a eso? ¿Qué idea moral, qué proyecto social, oponerle al “modelo sueco”? ¿Cómo superar la teoría sueca del amor?
Quizá pecando de ingenuo, o sin encontrar nada mejor a su alcance, Gandini rastrea a una banda de hippies disconformes con el sistema que se refugia en los bosques a cultivar legumbres y practicar el poliamor, y también a un médico europeo que encuentra la felicidad ejerciendo su oficio con escasez de recursos en Etiopía. “Es lo que hay”, parece decir con cierta pereza el director italiano mientras nos muestra como le extraen con un taladro una lanza del hombro a un joven en un quirófano africano Llegada ante la encrucijada entre el desarrollo deshumanizado y el pobrismo autocelebratorio, la imaginación europea parece detenerse. Para el lector/espectador argentino la conclusión resulta todavía más insatisfactoria. Ni la quimera del pobrismo ni la exaltación del subdesarrollo alcanzan para embelesar a nuestra mentalidad, atravesada por la historia sudamericana y, quizá de una manera mucho más determinante, marcada por un devenir nacional en el que coexisten un perenne aunque averiado ideal de clase media y el peronismo como hito industrialista y también como memoria emancipatoria.
A partir de este punto, la exposición de “La teoría sueca del amor” decae, sin esfuerzos por resolver el dilema planteado, y el documental se termina yendo en fade. Sin embargo, hacia el final y casi de carambola, Gandini recupera el concepto de “felicidad” como un horizonte humano deseable. La idea prácticamente no se despliega, queda ahí flotando, pero es posible retomarla. La pregunta es: ¿puede la idea de felicidad colectiva como horizonte de realización, como condición de posibilidad para ser mejores personas, contener un ethos social más constructivo que la tibia idea de democratización del goce que proponen el progresismo vernáculo y el global? ¿Es posible con esa idea construir las bases de una comunidad organizada que eluda el individualismo y el subdesarrollo como destinos posibles? Gandini no se expide al respecto. No puede hacerlo. Pero intentar hacerlo podría resultar menos naif de lo que parece////PACO
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