Foto de portada: Jorge Noro para Artezeta.
Las infancias que transitaron por los ’90 la pasaron mal por muchos motivos. Entre todas las cosas que ya sabemos cómo terminaron, el acceso tardío a la tecnología en algunos sectores relegó a una generación a un síntoma anacrónico que se llama late bloomer, un término de la psicología del desarrollo que derivó en algo peyorativo y que está en el mismo campo minado del boomer. Hablar de late bloomer significa hablar de lo que florece tarde o lleva un tiempo de crecimiento distinto: algo que está en una zona ambigua entre lo renovado y lo vetusto. En otras palabras, los late bloomers llegan no cuando la fiesta empezó, sino cuando está por terminar. Los boomers, en cambio, directamente refieren al peyorativo de lo pasado de moda, y demarcan ya no tanto una generación cronológica como una ideológica: los boomers nacieron en un apogeo lleno de promesas, casas propias y trabajo seguro para encontrarse con una juventud que no sólo no tiene nada de eso, sino que la discute constantemente. Por eso el gesto residual de un boomer no involucra llegar tarde o temprano sino directamente clausurar la fiesta.
En los ’90, por lo tanto, tratar de convertirse en gamer era casi un paso inevitable hacia la consagración como late bloomer. Comprar una consola de videojuegos no era nada fácil si consideramos los obstáculos materiales e ideológicos que la no aún masificada industria -en nuestra región, al menos- acercaba a un país a punto de recibir una de las crisis más brutales de su historia. Si no era a través de las versiones de segunda mano de las Nintendo Entertainment System de Nintendo, conocidas como las Family, o a través de una computadora de escritorio, casi no había argumentos sostenibles para entender una compra de esa escala. Por eso mismo, mucho antes que los servicios de streaming como Twitch o los gameplays de YouTube, se atendía a un fenómeno similar como lo fue la aparición de Nivel X en el ’97. Transmitido por el canal infantil Magic Kids, Nivel X fue un programa de noticias sobre la industria, pero también dejaba entrever, entre algunos bloques dedicados a eso, la experiencia que los videojuegos traían consigo como procesos interactivos y tecnológicos inimaginables.
Con casi diez años de duración en un mundo todavía no atravesado por internet, el programa dirigido por Natalia Dim y Lionel Campoy instaló en la comunidad juvenil una semiosis que fue más allá de su existencia. “¿Cuándo se terminan las generaciones que vieron Nivel X?” se pregunta Lionel en una entrevista que le hicieron una década después y donde contaba la cantidad de adultos y jóvenes que no paran de tararearle la canción del programa cada vez que se cruzan con él. Entonces, ¿cuál pudo haber sido la singularidad de este programa para que tuviese semejante alcance y su presencia, sin embargo, haya sido en un medio tan domesticado y controlado como los canales infantiles?
Digo experiencia y leo a otra gamer para nada esperable. Tres años antes de la primera transmisión del programa en Magic Kids, también la ensayista Beatriz Sarlo incursionaba con Escenas de la vida posmoderna en la escritura benjaminiana para narrar las nuevas experiencias de fin de siglo, entre los primeros ingresos a la virtualidad y una industria cultural que mutaba para arreglárselas de alguna forma y meter más pantallas en la escena cotidiana de los hogares argentinos. Museos transformados en shoppings, la pizza con champagne y el primer auge de intelectuales massmediaticos arriba del tren de la privatización educativa con cursos de “perfeccionamiento” (una palabra muy amena a la gestión de turno) hicieron que una de las primeras oraciones del libro de Sarlo atacara a “la encallecida indiferencia con que el Estado entrega al mercado la gestión cultural sin plantearse una política de contrapeso”. Frente a esa indiferencia, ¿qué lugar tenían para Sarlo las artes “populares” en la cristalización sistemática y distanciada de la considerada “cultura culta”? Hay un supuesto de base transversal al libro: los intelectuales no eran los únicos que producían crítica y por eso la ensayista salió a buscar esos debates en objetos mirados por arriba por ser masivos. Y así, en un apartado dedicado a los videojuegos, Sarlo indicó con categorías en inglés que “el futuro más próximo ya nos está anunciando que estos juegos clásicos serán desbordados por el cruce entre films y games«.
Una de las hipótesis más fuertes de la ensayista se basa en aferrarse a lo que entiende como vaciamiento de la historia: aunque prometan por su diseño o gráficos un buen relato, todo se reduce a la lógica repetitiva del zapping, algo que se hace rápida e intuitivamente y que traduce las potencias del arte a una reproducción mecánica. Por eso, aunque Sarlo entrevé en un futuro el cruce entre otros lenguajes artísticos, de lo que sí está segura es que esté género logró lo que el cine hollywoodense trató de alcanzar con la producción masiva de repetir todo y a la vez hacerlo novedoso. La apuesta está en mostrar lo hipnotizante de esa materialidad en una sala de arcades, y para eso Sarlo narra la llegada a uno de esos viejos salones de videojuegos y lee desde las disposiciones físicas del espacio hasta las tendencias de la mirada donde “las mujeres son pocas y nadie las mira (…) porque el hábito induce a cruzar la menor cantidad de miradas sobre los espacios reales: los espacios reales embotan la mirada y le hacen perder la agudeza”.
Cuando ni siquiera estaba instalada la estructura masiva en la que terminó derivando la cultura del gaming, Sarlo se las arregla para encontrar isotopías que siguen hasta el día de hoy, con un lenguaje de alguien que parece de otro planeta. Pero, ¿cómo hizo Sarlo, en un texto de menos de diez páginas y con un lenguaje que ya estaba pasado de moda, para decir más que mucha de la crítica producida hasta el día de hoy? ¿Qué es esa pretensión de ser cool utilizando términos que eran tranquilamente traducibles? Ahora la afluencia de los gamers ya está instalada, tanto en su posición en forma de hobby como en la curricularización académica, e incluso en la monetización en tanto valor de trabajo. No hace falta hacer una investigación de campo para ver en el horizonte cómo la industria de los videojuegos representa por sí misma un mercado a veces con más ceros que el arco hollywoodense. En las redes sociales, por otro lado, aparece la descripción “gamer” como valor legitimante para marcar un consumo, con fotos de los dispositivos que utilizan y que sellan ya una agenda especializada. Estamos en el auge que esos accesos tardíos a la tecnología se llevaron por delante, y Sarlo tenía razón cuando dijo que esos monigotes pixelados iban a generar un salto cualitativo tendiente a equipararse con un género audiovisual de trayectoria centenaria.
Sin embargo, lo que no pudo avizorar fue, quizás, la cristalización de una configuración de consumidor que sigue actualizándose independientemente de una coyuntura en constante pugna por sus representaciones. Es como si los gamers no se dieran cuenta de que están en un contexto que ya no permite figuras femeninas sexualizadas al estilo de las comedias de Olmedo y Porcel. Como dice Sarlo, las miradas sobre los espacios reales les hacen perder la concentración. A esta altura, los gamers llegan a la fiesta y se encuentran con juegos que ya no disponen del “vaciamiento de la historia” que Sarlo señalaba sobre una industria que parecía dedicarse sólo al ocio distraído.
En este sentido, la saga de The Last of Us es histórica tanto por la experiencia de resignificar un género tan canonizado como las películas de zombies como por ser la culminación de la mixtura entre videojuegos y lenguaje cinematográfico. La primera entrega, presentada como exclusiva para las consolas Playstation 3 en 2013, mostró que no es necesario llenar de estímulos y explosiones un videojuego de acción para volver significativa su experiencia. Por el contrario, el silencio es un factor constructivo de las tensiones e incluso de los diálogos repletos de miradas y gestos que no se podrían haber logrado décadas atrás. Las conversaciones, antes de estar entrecortadas por gritos de los clickers o las balaceras, están marcadas por una guitarra austera de Gustavo Santaolalla, un leit motiv que ya funciona como firma sin nadie ahí para declararla como tal.
Dado que un mercado con estas características siempre tiende a la reinvención de sus productos sin importar los fines, hace unas semanas apareció la segunda parte de The Last of Us, muy esperada desde el impacto de la primera parte. Lo que no se esperó, sin embargo, fue el rechazo que padeció porque tiene “una agenda política muy presente”. En continuidad con la primera entrega, esta segunda parte señala una doble perspectiva de un relato de venganza: el asesinato del protagonista del primer juego instala la narración de la asesina y muestra los argumentos que habilitan a sostener ese asesinato como legítimo. Además de eso, esta vez, el rechazo de la comunidad gamer subrayó la presencia de personajes y cuerpos que no necesariamente respetan un canon occidentalizado, ya sea en su sexualidad como en su materialización corporal. Y como si eso no fuese suficiente, las acusaciones más violentas viraron hacia la mala ejecución de la historia y el asesinato del personaje en cuestión. Si algo se puede inferir de esta reacción masiva es que, lejos de haber un vaciamiento de la historia, esta comunidad encontró cambios en los esquemas de representación: la focalización no siempre está centrada en lo protocolar de un personaje principal, los buenos siempre les ganan a los malos, existen otras formas aparte de la literalidad para contar una historia. Y de esta lógica la crítica no hace otra cosa que reedificar el consumo. Cuando la preocupación del periodismo ‘especializado’ está en la calidad de los gráficos y en la cantidad de copias vendidas, todo se reduce a un gesto tan limitante como los puntajes que van del 1 al 10. De nuevo, el hábito tiende a cruzar la menor cantidad de miradas posibles.
Hay otra incursión que hace Sarlo en los games después de la publicación de sus Escenas, esta vez a propósito de una beca Guggenheim en 1996. De la narración de una sala de arcade pasa a la intimidad de una computadora de escritorio para narrar las experiencias de los juegos “que han encontrado su versión más perfeccionada en la tecnología del CD-ROM”. La narración, ahora, no tiene la focalización de alguien que mira desde lejos con cierta extranjería. La escena de escritura es ella sentada jugando una variante de Doom:
Si usted nunca los ha jugado, me permitiré una descripción. Usted se sienta ante su computadora, equipada con soundblaster y lectora de CD-ROM, carga el juego (digamos The Rise of the Triad), elige un nivel y comienza. Sus ojos tienen a la pantalla como plano de representación. Usted es una mano que empuña un arma de fuego (…) El mouse (o las teclas de dirección) son sus piernas; el botón izquierdo del mouse es el gatillo del arma que usted empuña o los músculos de su brazo. (…) Usted se reconoce en esa mano que ocupa el centro de la línea inferior de la pantalla y reconoce el movimiento de sus ojos en los movimientos del mouse. Entra así en el espacio virtual del juego.
Las escenas del juego y los tiroteos desplazan tanto un modo de leer como una disposición corporal ante el uso de estos objetos. Frente a un género caracterizado por la rapidez de los movimientos y la matanza, Sarlo tuerce esa mirada para observar lo que no está diseñado para ser visto de esa forma: “cuando mate a esos guardias podrá mirar un poco el paisaje”. Está jugando un shooter con la paciencia de alguien que observa una aventura gráfica como Monkey Island, y ese gesto, en un momento y en una industria que no distingue fácilmente lo nuevo de lo novedoso, tiene cierto rasgo transgresor. Leer mal a propósito o con lentitud parecería ser una opción para no caer en el lugar común del gamer con las consumiciones siempre al día en la fecha de lanzamiento. Al final, las lecturas más provocativas de la segunda parte de The Last of Us contribuyen ya no a jugar el juego sino a leerlo: no se trata de un juego de disparos donde hay que matar a todo ser vivo, se trata de un relato que materializa las contradicciones del sueño americano hasta su decadencia vital. Apenas trastocado, el maniqueísmo de los buenos contra los malos se queda corto contra las formas legitimas e ilegitimas de la violencia popular. Y esa es una temática en la que incluso los discursos de las Ciencias Humanas se quedan a medio camino.
Después de todo, ¿existe la posibilidad de que llegar tarde a la fiesta signifique algo más que un enojo porque las cosas no son como lo dicta una tradición? ¿Qué formas de la lentitud pueden existir más allá de la tardanza o la demora deliberada para efectivamente llegar tarde? Ahora que sabemos que el vaciamiento de la historia ya no es tal. ¿Qué pasaría si, como hace Sarlo, jugamos los shooters actuales y los ocupamos para caminar por esos paisajes? La respuesta a esa demora parece estar en trastocar la forma de leer: leer un videojuego como si fuera un libro, mirar una película como si se escuchara un disco o leer un poema como si se mirara un cuadro////PACO
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