En el año 1920 el psicólogo experimental Hudson Hoagland observó una relación entre la temperatura de su esposa y la forma en la que ella percibía el tiempo. A medida que su fiebre aumentaba, el tiempo que tardaba en contabilizar sesenta segundos disminuía. Existen receptores especializados alojados en nuestro organismo que transforman estímulos externos en señales eléctricas. Un haz de luz sobre la retina, un gradiente térmico en el corpúsculo de Krause o una onda mecánica sobre el órgano de Corti. Sin embargo, no hay un receptor para percibir el tiempo. El área del cerebro donde se experimenta su transcurso, contracción o dilatación se encuentra en la corteza entorrinal lateral, junto a la corteza entorrinal media, que es donde el cerebro registra la dimensión espacial. Tiempo y espacio juntos desde el origen de la especie. Pero nuestro tiempo no es el tiempo del mundo y mucho menos del universo.
Definimos un segundo como el tiempo en el que el átomo de cesio realiza 9.192.631.770 transiciones electrónicas, cifra elegida para que la unidad coincida con el segundo calculado a partir de la rotación terrestre alrededor del sol. Si la percepción se agudiza la sensación es que el tiempo transcurre más lento, pero un segundo sigue durando la misma cantidad de transiciones electrónicas.
Prestar atención nos permite obtener más información sobre un evento, entonces la velocidad a la que percibimos el tiempo resulta de la limitación de nuestros sentidos e inteligencia, nuestra distracción no modifica el ritmo de la entropía ni la flecha del tiempo, pero esmerila los detalles.
Los pixeles de una letra en la pantalla aparecen en simultáneo. Entre el blanco de la nada y el negro de una idea ¿Qué hay? Un solo fotón alcanza para estimular el sistema óptico humano. Un ojo perfecto podría ver todas las estrellas del cielo nocturno. El rango de luz visible limita nuestra capacidad visual, así también la intensidad lumínica oculta las estrellas más débiles. Cada color del espectro visible tiene una energía determinada. El blanco es la suma de todas esas energías, el negro su ausencia. En los bordes de lo visible están las luces ultravioletas y las infrarrojas, detectables sin complicaciones con equipos adecuados. Existen registros de personas que poseen en la retina moléculas fotorrreceptoras apenas distintas a la rodopsina común encargada de mandar la señal al cerebro. Una anomalía que expande el rango electromagnético de visión. Son casos aislados donde se presentan pequeños corrimientos hacia franjas de energía menores que terminan por solaparse con la radiación térmica del cuerpo humano. Estás moléculas particulares se encontraron en la retina de médiums, tarotistas y psíquicos que aseguraron poder ver el aura de las personas.
Un electrón en movimiento genera un campo magnético. El alcance de los campos magnéticos es infinito, pero se atenúa a medida que se aleja de su fuente hasta volverse despreciable. Ese desprecio se determina por convención o por incapacidad técnica, llegado un punto ya no se puede medir. La influencia magnética de los astros es indetectable a distancias cósmica para los humanos en la tierra. De la misma manera que no podemos distinguir más de sesenta fotogramas por segundo, nuestras incapacidades para observar el universo y su naturaleza condicionan nuestra forma de interpretarlo. Por ejemplo, no tenemos un sentido que nos permita detectar campos magnéticos. En el año 2006 el artista de modificación corporal Steve Haworth realizó un corte en las yemas de sus dedos para introducir imanes diminutos con los cuales percibir el magnetismo. Haworth aseguró sentir un cosquilleó al tomar un cable desconectado. Un detector perfecto debe tener capacidad de detección, pero además la precisión suficiente para discernir el origen de cada señal. El ruido no deja pensar. Ahí donde no llegan los sentidos la tecnología aparece ¿Pero hasta dónde? ¿Qué tan potentes tienen que ser los sensores para percibirlo todo? La naturaleza ciborg es necesaria para la comprensión absoluta, pero insuficiente. La incertidumbre es el límite de la precisión y es inherente al tejido que constituye el universo.
La transición entre estados físicos ocurre en un intervalo de tiempo muchas veces indetectable para nosotros ¿Qué hay en ese instante donde funde el oro? ¿En qué momento comienza a moverse un cuerpo? ¿Qué nuevos sentidos o instrumentos se van a necesitar para desmembrar y analizar lo fugaz? Construimos modelos, pero falta alcance y resolución.
El Gran Colisionador de Hadrones es el acelerador de partículas más grande del mundo. Sus detectores producen quince petabytes de información por año. Cuando prestamos atención mejoramos la percepción, pero también alteramos lo observado, como si el universo se plegase para que nunca terminemos de verlo, como si alguien adrede escupiese la llama de nuestra curiosidad.
Las cámaras ultrarrápidas prolongan la duración de un segundo de forma indefinida, sin embargo detener el tiempo no sirve. La imagen estática revela siempre verdades a medias, se requiere movimiento. Necesitamos ver dos fotogramas inmediatos y superpuestos. Encontrar las infinitesimales diferencias y luego agregar un tercer peldaño. Y luego otro. Conocer la transición entre un punto y el inmediato siguiente. La dirección del flujo de energía es subsidiaria a la relación entrópica del universo y todos obedecemos. Zenón de Elea pensó esto mismo cuatro siglos antes de Cristo ¿Cómo avanza aquel que conoce los infinitos puntos que hay entre dos pasos? No existe recta que solo contenga dos puntos. No podemos medir de forma continua. Nos tocan porciones discretas. Puntos inconexos unidos por la imaginación. Lo desconocido es un montón de oscuridad imaginada, pero la realidad conocida también. Lo exacto nos excede. Todo es una degradación, un intervalo con espesor. La distancia a la verdad tiene el tamaño de nuestra peor incerteza.
Un niño soporta la respiración debajo del agua hasta perder el conocimiento. Borges no puede definir cuántos pájaros sobrevuelan el cielo porteño, ¿Qué nos libra de la angustia de ver a través de la bruma? Organizamos libros sin leerlos completos. Obviar, continuar y construir. Hay sabiduría en entender la imposibilidad hacia la omnisciencia. Pero solo al morder sabemos si lo crudo dejo, o no, lugar a lo cocido.