Una nena de ocho años llora. Las causas de su angustia llueven a cántaros a través de sus labios que, a la vez insistentes y resignados, buscan un gesto de comprensión por parte de su mamá. O, al menos, de la amiga de esta, tía, madrina, colega o lo que fuere, que permanece sentada frente a ella en la mesa de un bar timidongo situada en la vereda de una de las avenidas más concurridas de Buenos Aires. Yo me codeo con esta imagen justo cuando salgo del cyber donde me dicen que no hay máquinas libres si quiero imprimir, que volvé más tarde, que todavía no cerramos. Veo a la nena desconsolada y a la costumbre con que sus madres miran de refilón esos sentimientos infantiles. Primero trato de entender qué le pasa, pero en seguida caigo en el pozo con fondo de la indiferencia adulta. Y ahí recuerdo que los chicos, y más aún los bebés, lloran. Ante cada frustración. No porque son llorones o porque están aburridos, sino porque les sale; y los grandes somos reprimidos y, claro, represores. Pienso entonces en Mary Douglas y su clasificación cuadricular de la sociedad. Para nuestra amiga Mary -no concheta, sino británica; no correcta, sino antropóloga-, las personas más adaptadas socialmente son aquellas que mayor autodominio poseen. La idea, entonces, para ser aceptado por quienes a uno lo rodean, es ocultar(se) los propios sentimientos, deseos, emociones, necesidades. El cuerpo contiene, la sociedad -como cuerpo- también.
Instantáneamente el precepto dime cuánto reprimes y te diré cuán digno de relaciones sociales eres me traslada, diría en una asociación libre -aunque lo suficientemente reprimida como para que la relate fuera del diván-, a revisar mentalmente los últimos chats que mantuve con algún que otro hombre. Mi temor a pensar en mi incapacidad para el amor me conduce desde lo personal hacia lo social, y caigo en la cuenta de que no sólo el chat, sino también el inbox, el twitter, las publicaciones en facebook, el whatsapp, el mensaje de texto, etc., etc., responden a una misma metodología de interacción. Denominador común: mensajes cortos, despreocupados y autosuficientes. Un guiño que en un santiamén dice hola y se traduce en chau. Cierro el ojo, hola; lo abro, chau.
Pero esta comunicación vía indiferencia no hinca sus raíces en aquella despreocupación injustamente lógica de los adultos para con los berrinches infantiles. En la web, abundan las caprichosas exposiciones de mini-comentarios que, casi a la manera de Augusto Monterroso, son bálsamo de síntesis e ingenio. Este cortejo (hacia el otro y hacia uno mismo) responde a un anhelo de aprobación ajena que novia con el narcisismo. No se sabe si a uno le importa el otro, o si al otro le importa uno, o si uno sólo se quiere a uno y no al otro, o si el otro es un otro borgiano en que intentamos reflejarnos y del cual nos queremos alejar a la vez que nos enredamos en una orgía de yoes. La propia exposición -esencia de las concurridas redes sociales- se convierte en autocontemplación.
Ojo, a riesgo de pecar de demodé, pido que no seamos ilusos: el narcisismo no es sólo amor propio. Es hoy una jugarreta que nos lleva a conformarnos amargamente con la realidad y a hacer de cuenta que no nos importa lo malo, que nos reímos de eso, que es un caos, sí, pero no nos importa, que somos feos o tontos o nos equivocamos, pero está todo bien, boludo, no pasa nada. Nada. Y la indiferencia intersubjetiva vuelve a ganar.
Para consolarme posmoderna y risueñamente ante mis fiascos amorosos del apasionante mundo del hashtag, se me ocurre una explicación provisional: al ser conscientes de la imposibilidad de la perfección, trazamos un mundo naîve donde el ideal es como una diva almodovariana. Y la diva, de golpe, choca con su propia realidad: se acerca a su sueño rosado a la vez que se aleja de él sumergiéndose en una divina auto-risotada. Seductoramente camina la faceta antiheroica de los jóvenes posmodernos y se vuelve hilo conductor de affaires y enemistades.
A no ser que seas un avezado escritor de microchats, el espencerismo cibernético corre el riesgo de enviarte un rato al rincón de los rebeldes incomprendidos o, sin eufemismos, comunes chateadores sin tanta vuelta. Entonces las contradicciones para con este mundo -tan odiado y tan necesitado- se amigan gracias a la propia histeria, que está ahí en frente mirando de reojo y vestida con minifalda y escote. Y cedemos, hasta que no más. Entonces se asoma el llanto que nos encantaría fuera como el de la nena de ocho años, y que reprimimos porque es un lujo que este mundo no nos permite.
Conformista quizás, optimista tal vez, negadora, indiferente, posmodernamente, la inmediatez reviste a nuestros actos de un modo que, paradójicamente, nos cobija. El vaivén de emociones se traduce en un subibaja que por momentos divierte, a pesar de encontrarse en el ilusorio mundo infantil, a pesar de que la tierra esté al acecho. Afortunadamente el deseo se concreta cada tanto y desafía nuestra seguridad autocontemplativa. Ahí, entonces, cada tanto, podemos pensar con satisfacción efímera pero intensamente posmoderna, la indiferencia garpa. ////PACO