Creer en la ciencia es una cuestión de fe. Y la genética es su mejor ejemplo. Sin fe no hay forma de aceptar que cada uno cargue con toda la información que lo constituye y que, al mismo tiempo, afirma que tenemos un 99% en común con los ratones. Pero la fe no es para todos. Lo era sí para Georgii Karpechenko, un biólogo ruso del Instituto de Botánica Aplicada de Detskoe Selo, cerca de Leningrado, que en 1924 investigaba sobre los cromosomas de ciertas plantas y los caracteres heredados. No lo era en cambio para Trofym Lysenko, un ingeniero agrónomo de poco vuelo, que sin embargo llegó a conducir la Academia de Ciencias Agrícolas de la Unión Soviética.
Para cuando Karpechenko tuvo su gran idea, la que lo haría famoso, la genética gozaba en el mundo de un prestigio que la convertía en una de los faros de la ciencia. Con el fin de estudiar la naturaleza cromosómica de la hibridación (unir dos hebras de ADN), Karpechenko había logrado cruzar con éxito Brassica oleracea, col o repollo, y Raphanus sativus, rábano. Hay una pregunta que cae de maduro: ¿para qué? Si algo caracteriza al rábano es su raíz, donde acumula sus reservas energéticas, y si algo caracteriza al col son sus hojas, ricas en nutrientes. La Unión Soviética aún no terminaba de superar la hambruna de 1921, que había provocado incluso casos de canibalismo, y pensar en un supercultivo que pudiera tener lo mejor del rábano y del col sonaba a salvación: la palabra mágica para los hombres de fe. Así nació el proyecto “rabacol”.
Lysenko en un campo de trigo.
La idea no era delirante, pero sí tenía ciertos desafíos técnicos. Los híbridos, esas cruzas como las que pueden darse entre un caballo y un burro para originar una mula, dan descendencia estéril. Karpechenko logró superar ese desafío forzando la poliploidía, la duplicación del material genético, lo que permitía la unión de las hebras sin errores. Por su parte, el brillo que Lysenko no lograba para sus descubrimientos, lo lograba por su capacidad de promocionarse. En rigor, su concepción de las ciencias tenía más que ver con el lamarquismo, una forma de predarwinismo de principios del 1800, lo que hacía que se focalizara en las instrucciones prácticas más que en la capacidad de crear. Poco lugar para la teoría, todo era la práctica. Sus experimentos tenían grandes lagunas y quedaban demasiadas cosas sin explicar, pero a fuerza de prueba y error llegó a mejorar algunas técnicas. Lysenko conquistó a los periodistas y a los funcionarios agrícolas soviéticos con grandes promesas de abaratar al mínimo los costos de laboratorio, de abonar la tierra sin utilizar fertilizantes ni minerales. El golpe de efecto llegó en 1935, cuando logró tener su propia revista, en la cual dedicaba largas páginas a alardear sobre sus próximos (e incomprobables) éxitos.
Lysenko arengando a las masas y al mismísimo Stalin.
Pero mejor no adelantarse, estamos en 1924 y Karpechenko mira crecer los primeros brotes de rabacol, el supercultivo soviético que erradicará el hambre, que lo pondrá a él como líder de la nueva ciencia, emblema del nuevo hombre. Algo está mal. Algo no salió como debía. Esas hojas no parecen las de la col. Y esa raíz no termina de hincharse como la de un rábano. El rabacol tiene al fin lo peor de cada progenitor: raíz de col, hojas de rábano. La ciencia da revancha y eso Karpechenko lo sabe. Tiene fe en que podrá revertir los resultados, hacer del rabacol lo que en verdad debería ser, quizás si cambiara algo en los procedimientos, quizás si su anfidiploide pudiera ser obtenido de otra forma… Ya no hay tiempo. La historia rusa no le da tiempo al pobre Karpechenko.
En ese 1924 muere Lenin. Y entonces todo cambia. Ya no hay fe que valga. Y entonces vuelve a aparecer Lysenko. La agricultura rusa necesitaba resultados inmediatos, algo que la genética y los largos procesos de un laboratorio no podían otorgar, y en cambio la capacidad de motivación de Lysenko hacia los campesinos sí. Lysenko pronto obtuvo el apoyo del Partido. Sus detractores dicen que para mantener la confianza del gobierno, siguió publicando resultados alentadores, pero falsos. En diciembre de 1929, Stalin dio un famoso discurso en el que colocaba la “práctica” por encima de la “teoría”. Punto para Lysenko. Miseria para Karpechenko. Cada día Lysenko tenía más poder, y cuanto más tenía, más lograba imponer sus ideas entre la comunidad científica. Decía todo lo que Karpechenko odiaba escuchar: rechazaba el concepto de “competición intraespecífica de Darwin”, al que sugería cambiar por “cooperación intraespecífica”, más cercano al socialismo; rechazaba la idea de que los virus y bacterias pudieran afectar a los cultivos y por eso desarrolló una teoría basada en agentes minerales que, según él, eran esenciales para el correcto desarrollo vegetal, pero por sobre todas las cosas rechazaba el concepto de gen, calificándolo de burgués.
Lysenko, con su enorme personalidad y su gran capacidad oratoria, se dedicó a desacreditar a los científicos académicos y a los genetistas, sobre los que decía que sus experimentos aislados en laboratorios no ayudaban al pueblo soviético. Quien se atrevía a cuestionarlo era censurado políticamente, bajo el argumento de criticar más que proponer nuevas soluciones. Así, aquella vanguardia científica que había brillado en la Unión Soviética ahora estaba bajo el control de Lysenko, que para 1935 fue puesto a cargo de la Academia de Ciencias Agrícolas, en la que tenía, entre otras tareas, poner fin a la propagación de ideas dañinas entre los científicos soviéticos. La investigación genética había llegado a su fin para el nuevo hombre.
El destino para Karpechenko fue el del exilio. Trabajó durante un tiempo en Cal Tech, en Estados Unidos, en Dinamarca, en Alemania, en Inglaterra. Fue un genetista errante. Pero un día, su compañero Nikolái Vavílov, uno de los científicos más reconocidos de la época, lo convenció de volver a Rusia, de contribuir desde allí al desarrollo de la ciencia en el socialismo en el Instituto de Industria de Plantas de Leningrado. Resultó una elección trágica. En 1941 detuvieron a Vavilov, y apenas seis meses más tarde al propio Karpechenko. Se los juzgó como “enemigos del pueblo”. Se los sentenció a muerte, a ser fusilados. A no ser nombrados en territorio soviético. A ser olvidados. Si algo tiene la genética es la capacidad de generar un distinto de entre los iguales, de buscar la forma de diferenciarse, de sobresalir. En julio de 1948 la genética, como disciplina científica, fue oficialmente prohibida en la URSS.
Karpechenko y una colega, Barulin, en el Instituto de Botánica Aplicada de Detskoe Selo.
En 1953 la muerte de Stalin puso por primera vez en jaque a Lysenko. Su capacidad para manejarse con el poder volvió a salvarlo y supo mantener cierta confianza con Nikita Kruschev, sucesor de Stalin. La diferencia, no menor, era que ahora los científicos por primera vez podían criticarlo. En 1962 tres de los más reconocidos científicos soviéticos, Yákov Zeldóvich, Vitali Gínzburg y Piotr Kapitsa organizaron una causa contra Lysenko, su falsa ciencia y su cruzada de exterminio político de científicos contrarios a sus teorías. Aquella prensa que había devorado las ideas de Lysenko, ahora se lo devoraba a él: hablaban de visiones pseudocientíficas, de degradación del aprendizaje, de difamación y, por supuesto, de la muerte de otros científicos. Poco después Lysenko fue depuesto de su cargo como director del Instituto de Genética de la Academia de Ciencias y confinado a una granja experimental en las Colinas Lenin de Moscú (el Instituto mismo fue disuelto con rapidez).
De todo lo que había sido y tenido, Lysenko sólo conservaba su oficina ubicada en el segundo piso del Instituto de Biología de la Academia de Ciencias. Casi todos los biólogos rusos famosos trabajaron en este edificio, casi todos debieron pasar en algún momento por su oficina, algunos para recibir su apoyo, otros para ser humillados. Dicen que Lysenko asistió a su oficina hasta el día de su muerte. Durante su apogeo, se jactaba de tener un baño privado. Dicen que lo que más le dolió, tras la caída, fue ver cómo su pequeño pero íntimo lugar fue convertido en un baño público para damas: hicieron de algo perfecto, algo imperfecto, vulgar, como una planta con raíz de col y hojas de rábano.///PACO