Una tarde de charlas en mi departamento con amigos y amigas se vio interrumpida por la pregunta que una de ellas arrojó con escepticismo: ¿Qué es eso?, mientras señalaba una de mis plantas. Le contesté que es un Palo Borracho en forma de bonsái mediano. Ella, con una mezcla de sorpresa, ironía y aversión, dijo: ¡Ay! No puedo verlo, me hace mal que le hagas eso… refiriéndose a que dos o tres veces al año debo cortarle sus raíces para que permanezca con la magnitud de un árbol pequeño. En consecuencia, nos vimos envueltos en un debate en torno a las plantas en los departamentos y, más específicamente, sobre sus libertades coartadas a gusto del humano que las manipula.
Si bien la conversación no había replicado muchos argumentos, días después repasé en mi mente el asunto. Quiero decir, pensé en las plantas, en el lugar que ocupan en nuestra vida cotidiana, no solo como ritual doméstico o en su función ornamental, sino más bien como mensaje. La planta como expresión de algo más. Un departamento con plantas sanas certifica un espacio cuidado. Tener plantas devela capacidad de protección, responsabilidad y preservación de quien las tiene. En mi caso, no tengo hijos ni mascotas; tengo un Palo Borracho en forma de bonsái mediano, algunas suculentas, dos Costillas de Adán, unos cuantos cactus y mucho aloe en la terraza. Pero más interesante aún es su método: la maceta. ¿Existe otra forma que no sea mediante macetas en la que podamos tener plantas en esa pila de hormigón armado que es un departamento? ¿Cómo preservar sus bellos tallos y la verticalidad de sus hojas si no es con su domesticación, es decir, encerrando deliberadamente sus raíces en una maceta?
Hagamos un paréntesis: si bien hay leyendas que lo vinculan al siglo III o al IV, las fuentes históricas más rigurosas sostienen que fue durante la dinastía Tang (618-907 d.C.) que se originó el penjing (盆景), conocido también como penzai, que significa paisaje en una bandeja. Este antiguo arte chino se centraba en la creación de paisajes en miniatura compuestos por árboles, plantas y rocas. El contexto político chino propiciaba cierta homologación dentro de su estructura de poder con las altas esferas culturales, lo que hacía que el penjing se convirtiera en un fiel reflejo de esa intersección. Cabe aclarar que esta manifestación artística era realizada por eruditos, poetas y funcionarios de alto rango en la clase intelectual y burocrática china. En el marco de sus inexorables influencias por el confucianismo y el taoísmo, estos literatos-burócratas veían también en la miniaturización de paisajes la sustancia estética de la armonía y el equilibrio. Algo que Max Weber divisa con facilidad cuando da cuenta de la interacción entre la unidad cultural china y la unidad política de su capa estamental, portadora de la educación burocrática clásico-literaria. De modo que la génesis de la miniaturización se da en un contexto en el que las expresiones artísticas eran imposibles de escindir de lo literario, lo religioso y lo político.
Posteriormente, en el período Heian (794-1185), el penjing se desancló de su origen y fue adoptado en Japón, donde se acuñó con el nombre de bonsái (盆栽). Esta época se destacó por su florecimiento cultural y artístico, pero sobre todo por el desarrollo de una sociedad aristocrática centrada en la corte imperial de Heian-kyō. Durante dicho período, Japón fue testigo de una proliferación literaria, poética y artística que dio lugar al apogeo de la cultura clásica japonesa. El historiador Iván Morris afirma en The World of the Shining Prince: Court Life in Ancient Japan, publicado en 1964, que durante este período «Japón estaba en el proceso de adaptar las formas chinas a sus propias condiciones y necesidades especiales». De hecho, en El cuento de Genji (源氏物語), novela clásica de Murasaki Shikibu, se narra la historia del príncipe imperial Genji Monogatari no Kimi y su universo cotidiano: un círculo de la corte Heian, fervientes admiradores de China. Las jerarquías políticas y religiosas –específicamente los monjes budistas– de Japón viajaban a China y volvían trayendo consigo conocimientos y prácticas artísticas, entre ellas el penjing, que luego evolucionó para convertirse en el así llamado bonsái en Japón. Si bien ambas experiencias compartían su connotación política –en tanto eran practicadas por las élites culturales y artísticas–, la estética del bonsái es más austera y minimalista, ya que trabaja el proceso de miniaturización de árboles individuales –ya no paisajes– y materializa la ética zen que reivindica la simplicidad y la naturaleza contenida.
Ahora bien, mucho más acá en el tiempo y el espacio, buena parte de nuestros paisajes de departamento, en contextos de urbanización, se componen de un verde sustancial quieto sobre las paredes, habitaciones, terrazas o balcones. No hay necesariamente una explicitación de una filosofía del cuidado de la tierra, ya que se presenta más bien bajo un argumento estético muy simple: está para adornar. Queda lindo. La paradoja es que no se puede tener una cosa sin la otra. Es decir, no se puede obtener la belleza de un fragmento de naturaleza si no es mediante técnicas más o menos formales de cuidado. Algo que Byung-Chul Han anuncia en el primer capítulo de su Loa a la tierra: «Lo bello nos obliga, es más, nos ordena tratarlo con cuidado. Hay que tratar cuidadosamente lo bello. Es una tarea urgente, una obligación de la humanidad, tratar con cuidado la tierra, pues ella es hermosa, e incluso esplendorosa». En otras palabras, para que la planta se vea linda debe estar cuidada, protegida, podada y regada. Experiencias intrínsecamente vinculadas a los tiempos de la Naturaleza. En este sentido, el punto que conecta las configuraciones históricas china y japonesa con el proceso de macetización de la tierra es el problema de la miniaturización devenida en domesticación.
Toda forma de domesticación de la naturaleza –como tener una planta en una maceta– implica, en alguna medida, coartar la libertad de la planta, si entendemos a ese albedrío natural como la bifurcación ad infinitum de sus raíces. De hecho, delimitar la expansión de sus raíces u hojas es lo que nos permite tener una lilipsida al lado del televisor, o una crassula ovata al lado de los monitores de la notebook. Todos nuestros jardines de departamento ensayan paisajes en bandeja, tributarios de una urbana y moderna relación del humano con la naturaleza. Tal proceso de domesticación de la naturaleza, no cabe duda, se ve expresado en el departamento como espacialidad contenida. El cemento y los ladrillos levantados verticalmente como paredes que dan punto de inicio y final a nuestro hogar son la maceta de nuestra vida cotidiana, el límite infranqueable que delimita nuestro universo personal con el mundo exterior///////////PACO