“La belleza es la palabra más importante del diccionario”
Cecil Beaton
La fotografía fue una de las grandes conquistas de Cecil Beaton, el además diseñador de ropa, escenógrafo, o, resumidamente, el inquieto incurable de las artes, siempre estimulado por su obsesión máxima, la belleza.
Fue alumno de George Orwell y Cyril Connolly, pasó por la Universidad de Cambridge y no terminó Historia ni Arquitectura por irse a probar suerte a New York, una suerte que de antemano ya se sabía de su lado. Recién llegado, no tardó en alucinar a todos por su talento y alta cultura, siempre atento a las nuevas tendencias, a integrarlas y, sobre todo, llevando su pasión por las artes plásticas a todo lo que tocaba y creaba.
Su vida y obra contó con todos los honores y flores que le dieron su cuna burguesa, la cercanía que logró con la realeza británica, sus cincuenta años en Vogue y haber sido protagonista de la época dorada de Hollywood. Pero siempre hay un lado B: la potencia de su arte estaba colmada de soberbia y con los años se dejó comer por su propio personaje, siendo un esclavo absoluto de sus búsquedas obsesivas y volviéndose letal con las personas, incluso las más cercanas y leales.
En sus memorias hay páginas enteras de veneno catársico sobre varias de las más grandes figuras con las que trabajó. Una de las que peor cae parada es Liz Taylor, “es todo lo que aborrezco, todo lo burdo, lo peor de lo americano y británico junto (…) Sus pechos, colgantes y enormes, eran como los de una campesina dando de mamar a su hijo en Perú”.
Entre todos los detalles que sus diarios revelan no faltan sus amoríos, algunos no tan secretos como el que tuvo con Greta Garbo, una relación que se mantuvo hasta los últimos días de su vida a pesar de los desencuentros, siendo ambos muy recelosos de sus libertades y egos. “Greta fue la única persona con la que me hubiera podido casar, hubiera sido un logro, aunque, a decir verdad, ya era un logro mantenerse en contacto con ella”, supo decir sobre una de las pocas personas con las que compartió su intimidad.
Lejos de esos vínculos más personales o privados, “Malice in Wonderland”, tal como lo apodó Jean Cocteau, sólo se muestra sensible a dos figuras emblemáticas y, ¡salud a su coherencia!, a raíz de sus bellezas. Una es la Reina Isabel, de quien escribió que “es imposible captar su auténtico encanto, cada vez que uno la ve puede deleitarse con lo serena, magnética, (…), uno se pierde en la amable dulzura procedente de su sonrisa”; y la otra es Marilyn, “tiene la sensualidad de la seda o el terciopelo, es una sirena hecha realidad, poco sofisticada como una doncella pero inocente como un sonámbulo (…) es en sí una actuación improvisada, ingenua, de gran espíritu y de alegría contagiosa. Sí, probablemente todo acabe en lágrimas”.
Durante la Segunda Guerra Mundial fue nombrado uno de los fotógrafos oficiales del gobierno inglés y trabajó, además, para agencias militares. Y acá es que encontramos lo mejor de su obra y el despliegue de su talento, en un hábitat que claramente no le era natural.
Su registro bélico es una composición de detalles sin igual, minucioso, de miradas y luces que parecen recrear un escenario de conflicto para contener, en ficciones diversas, la sensualidad de los protagonistas y la fuerza de los lugares tomados, incluso logra captar la fuerza inquietante que palpita entre los destrozos. Esa Londres de los bombardeos alemanes que nos trae Beaton parece no sufrir sus ruinas sino reconocer en ellas una revelación, por eso no asombra pero incomoda el desastre de escombros que nos ofrecen esas fotos, con la poesía en el horror que posa rebelde frente a la cámara, emancipada del drama.
Cuando murió encontraron en su mesa de luz las tres únicas fotografías que estaban en la habitación: una de Peter Watson (un millonario coleccionista de arte), una de un tal Kin (en sus diarios cuenta que lo conoció en San Francisco) y otra de Greta Garbo. Los tres le reclamaron a lo largo de los años exactamente lo mismo: su manera déspota de relacionarse, eligiendo a la gente como “utilería” para que funcionara según sus necesidades, no compartiendo los espacios con ellos sino llenándolos “de ellos”, haciendo de su relación con el mundo un montaje constante donde lo válido eran sus condiciones. Los tres fueron sus relaciones más importantes, y termina reconociéndolos entre sus escritos.
El gran error de Beaton fue creer que podía tomar a la belleza como un valor y no como lo que es, un móvil. Su adrenalina superficial, su manera defensiva (y morbosa) de relacionarse matemáticamente lo llevó a acuartelar su sensibilidad y privarse de la gran enseñanza que la belleza ofrece: nada es más cobarde que la búsqueda de belleza en lo exacto, porque el único logro sería la inmovilidad, el (siempre falso) control y la previsibilidad. Y el ser humano frente a la belleza no está en igualdad de condiciones, porque la belleza es, ante todo, conmoción, si no será cualquier otra cosa pero no belleza.
La RAE define conmover: “Perturbar, inquietar, alterar, mover fuertemente o con eficacia a alguien o algo. (…) enternecer (mover a ternura)”. Y si vamos a ternura, leemos: “requiebro (dicho con que se requiebra)”. Entonces, primero la inquietud, segundo el quiebre, y frente a eso lo inevitable, la transformación (no inmediata ni visible, no ruidosa ni despampanante), por eso es subjetiva, pero, sobre todo y siempre, la belleza es monstruosa.
Beaton repetía que “la belleza es sinónimo de perfección, esfuerzo, verdad y bondad”. Todas palabras fácilmente “republicanas” de pronunciar, pero ¿qué son cada una de ellas realmente, a quién y a qué responden? Todas las palabras esconden algo, tal vez las que mayores secretos guardan son justamente esas. Y todo lo que se esconde, se vuelve resistencia, se vuelve fantasma, porque el vacío también es acumulable. Sobran ejemplos cotidianos, personales y colectivos, para saber que atrás del alarde de la “perfección, esfuerzo, verdad y bondad” vienen montañas de deslices que apuntan exactamente a lo contrario de lo que de antemano se presupone con estos conceptos, y con las sobreactuaciones, caprichos, inseguridades y todos los peligros emocionales que “eso contrario” contiene, muchas veces constituido desde el opio moral y cultural.
Sin armonía por definición, la concepción subjetiva de lo bello habita en un espíritu que si no se atiende se hará oír, aunque nos carguemos de distracciones. Mientras tanto, nuestras necesidades y deseos encontrarán en las diferentes formas y manifestaciones que tiene la belleza una llamada de atención, un canal de expresar lo oculto en nosotros.////PACO