El diario Página 12 celebró ayer, 17 de diciembre, la última buena nueva del progresismo liliputiense: Chivilcoy se convirtió en la primera ciudad del país en prohibir los concursos de belleza en las fiestas populares, tradición anual en varias provincias y ciudades del interior del país. Sentando precedente y consagrándolo como una “decisión histórica”, los motivos o las excusas del veto a esta actividad se deben a que (sic) “refuerzan la idea de que las mujeres deben ser valoradas y premiadas exclusivamente por su apariencia física, basada en estereotipos”, que son “una práctica discriminatoria y sexista” y “expresamente representan actos de violencia simbólica e institucional contra mujeres y niñas”. En nombre de protección al género y la defensa a los derechos de la mujer, el municipio de Chivilcoy toma medidas paternalistas que eliminan los albedríos y las individualidades.

En nombre de protección al género y la defensa a los derechos de la mujer, el municipio de Chivilcoy toma medidas paternalistas que eliminan los albedríos y las individualidades.

En la misma nota, Claudia Marengo, integrante de la Secretaría de Igualdad de Género y Oportunidades, de la CTA local, no solo habla de –por supuesto–  “cosificación  y exhibición” sino también del “sometimiento” de las mujeres a estos certámenes de belleza. ¿De qué hablamos cuando hablamos de someter? Hablamos de una imposición, de un  A que obliga a un B a sumirse en una actividad obligatoria sin miramientos ni consideraciones de ningún tipo a la voluntad de B. ¿Quién ejerce esta fuerza implacable de sometimiento sobre estas jóvenes? ¿No es acaso una decisión personal? Prohibir un certamen tiene el mismo valor coercitivo que obligar a alguien formar parte de él, por eso es diferente hablar de jóvenes mayores de edad a aquella niñas norteamericanas manipuladas por sus propios padres. ¿Por qué el municipio es el que elije? ¿Por qué el Estado es el que priva?

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El tema radica en la confusión simbólica y no simbólica que se genera entre el hecho de otorgar un derecho que elimina otro. ¿Qué progreso hay en esta medida? La misma pregunta aplica –claro está– a cuestiones mucho más preocupantes que la premiación de la belleza femenina y federal. Este “logro colectivo”, donde todas y todos participaron de la decisión, apunta a una supuesta transformación cultural que pretende reemplazar el reconocimiento de la belleza por el reconocimiento (sic) a “personas de entre 15 y 30 años que, en forma individual o colectiva, se hayan destacado en actividades solidarias tendientes a mejorar la calidad de vida de barrios de esta ciudad o localidades de campaña del partido”.

Los típicos carnavales serán reemplazados por concurso de máscaras artesanales.

Además y no conformes con la abolición ingenua de las coronaciones, los típicos carnavales –que premian y distinguen a la mejor y más colorida agrupación que no solo se conforman por mujeres en conchero y trajes de plumas– serán reemplazados por concurso de máscaras artesanales, muestra que hará en el Complejo Histórico Municipal. Es fácil concluir que no es la competencia lo que se veta, sino que se avala y se fomenta en un nivel, si se quiere, menos frívolo que un modesto, imitado y local beauty pageant. ¿Qué máscara ganará el primer puesto? Apuesto todas mis fichas: no será la más fea.

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¿No era “alcanzar un estándar” lo que nos enfermaba y nos sometía como individuos y como sociedad? Está claro que este Estado de derechos humanos e inclusivos lo que repudia es la belleza por “la falta de”. Premiar, por ejemplo, la solidaridad en lugar de la belleza es hacer de estas dos condiciones excluyentes y repelentes la una de la otra. ¿Cuál es la ganancia verdadera de esta prohibición? Sería idiota pensar que gracias a esta nueva normativa todos querríamos abandonar el bote de la búsqueda inmaculada de lo bello para chapotear descalzos en la sanja de lo feo. ¿Quién no quiere ser bello? No hace falta ningún jurado para autopercibirnos de tal o cual manera. Uno es, en silencio íntimo, su propio juez. ¿Qué es hoy la belleza? No es un mal, no es una enfermedad sexista ni discriminatoria. Es simplemente un hecho.

La licenciada Mariana Carbajal –la misma mujer que descalificó, agredió y envió a la lista negra a Zambayonny por considerarlo un artista misógino por canciones tan picarescas e inofensivas como La Incogible– se regodea al comunicar estas medidas inocentes, como la celebración de un grande alcance que es, de punta a punta, privativa y por tanto, autoritaria. Ferviente defensora del derecho al aborto, Carbajal ignora que se encuentra en este punto frente a un espejo que señala una firme contradicción.

Beyonce es un estándar. ¿Se odia? Sus hits y su cuenta bancaria indican que no.

Si “mi cuerpo es mio”, ¿por qué es de otro cuando una mujer o una sociedad quiere celebrarlo? Lo mismo sucede con su activismo acérrimo contra la violencia de género. Quitar el derecho a las mujeres de participar deliberada y libremente en cualquiera sea la actividad es imponer esa fuerza A, es practicar ese tipo de violencia simbólica que tanto ánimo de lucha despierta, aquello nefasto que se busca erradicar. Son planteos demasiado engorrosos y sencillos como para profundizarlos. Las partidarias feministas deberían saber mejor que nadie que prohibir no es liberar.

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En relación a este tema y a través de un intercambio frugal y tendencioso en un muro de Facebook, surge el nombre de Beyonce: una mujer del show business que hizo su carrera millonaria a fuerza de una voz talentosa y un cuerpo maravilloso. Subida al tren del feminismo como negocio y nuevo mercado, lanza en el año 2013 la canción y el video Pretty Hurts. Una chica cualquiera con aspiraciones –interpretada por la misma Beyonce– participa en un concurso de belleza y muestra las atrocidades y el lado poco lustroso de las coronas: consumo de anfetaminas, diuréticos, ayunos autoimpuestos y vómitos autoinflingidos y el acecho de las balanzas y los centímetros de cadera.

Las partidarias feministas deberían saber mejor que nadie que prohibir no es liberar.

La directora, Melina Matsoukas, declaró: “Definitivamente queríamos hablarle a la mayor cantidad de mujeres posible y mostrar todo el dolor y la lucha que atravesamos nosotras para alcanzar y sostener el imposible estándar de belleza”. No es una equivocación decir que Beyonce se presenta para muchas como un ejemplar perfecto de belleza a imitar. Es bella, sexy, talentosa y millonaria, sin embargo en Pretty Hurts pretende vender que lo bello duele, que querer ser un estándar es odioso. Beyonce es un estándar. ¿Se odia? Sus hits y su cuenta bancaria indican que no.

Siguiendo la fiebre hitcheneana, en Cartas a un joven disidente el autor ilustra lo que denomina la táctica del “poder de los impotentes”, la prohibición de la discrepancia, la fuerza de la eliminación. “No es posible conseguir el control al ciento por ciento sobre los seres humanos, y, si se pudiera, no se podría seguir controlándolos. Es –por fortuna– una responsabilidad excesiva para que la asuma un ser humano, si bien esto no impide que los fanáticos del control continúen intentándolo”. Para este sector del feminismo el problema es la belleza y no el espíritu censor. ¿Cuál será la posición respecto a las mujeres maravilla del topless oprimido de Femen? Seguramente una bellísima confusión/////PACO