A los 36 años, Juan Román Riquelme se retiró, por ahora, del fútbol. En Boca, entre 1996 y 2014, con sus idas y vueltas al Villareal de España, Riquelme ganó 3 Copas Libertadores, 1 Copa Intercontinental, 1 Recopa Sudamericana, 5 torneos locales y 1 Copa Argentina. Pero no son sólo esos números los que lo convierten en el máximo ídolo en la historia del club. Riquelme proviene de una familia humilde del Partido de Tigre, tiene 14 hermanos y es hincha de Boca. En un gesto inédito y empresarial, su pase fue comprado por la gestión Macri a la cantera de Argentinos Junios, junto a un combo de juveniles. Es el único de ese conjunto que llegó a trascender. Hace poco, Riquelme declaró que en Primera División del fútbol argentino no podría jugar en otro equipo que no fuese Boca. La frase puede sonar demagógica, pero lo cierto es que la trayectoria futbolística de Riquelme operó siempre en las antípodas de la demagogia. Para bien o para mal, ese chico tímido que debutó en un fallido equipo plagado de estrellas armado también por Macri y por Bilardo fue delineando con el correr del tiempo algo así como un carácter que puso en tensión la singularidad de su juego con su ser social. Se convirtió en el ídolo de Boca, el organizador de su juego, su símbolo, hoy ya casi un mito. No es novedad que los mitos exceden a la historia y la tragedia social reverbera en la trayectoria de los héroes deportivos: Riquelme funcionó también como un espejo y una arena de batalla donde varias de las antinomias que organizan el discurso sobre la patria, el deporte, la lealtad y la vida en común se teatralizaron.
Riquelme se peleó con Maradona y los bosteros de verdad lo elegimos a él. Riquelme despreció a Mauricio Macri, renunció a la selección nacional, se llevó bien con pocos directores técnicos –Pellegrini, el propio Maradona, Falcioni, Bielsa y Louis Van Gaal, que dijo que con la pelota en los pies podía ser el mejor del mundo pero sin ella era un jugador menos, integran su lista negra- y mantuvo una guerra sutil y soterrada con Martín Palermo, el otro ídolo del club que fue también su contemporáneo y socio en la cancha. Estas características de su personalidad, que sin lugar a duda influyeron en su juego y en su trayectoria deportiva, son celebradas por algunos que las intuyen como elemento necesario para la materialización de cierto espíritu deportivo del que Riquelme habría sido depositario. Se trata de un respeto a la simpleza y a la belleza del juego, donde la elegancia, la precisión y la inteligencia deportiva son más importantes que el lucimiento personal, el dribleo desenfrenado, el sacrificio físico y el resultadismo superficial. Un rebelde primitivo, de galera y bastón. Pobre y exquisito; generoso y ofuscado.
Los Riquelmistas
Riquelme fue leído por sus defensores como algo así como el último mohicano de unos valores señoriales vinculados a un sabio balance entre caballerosidad y picardía: la perla negra de los equipos de fútbol entendidos como máquinas de una solidaridad orgánica donde existe también espacio para la singularidad lírica, ese plus elementalmente humano que se vincula a la invención dentro de la armonía. Johan Cruyff y la naranja mecánica son otros exponentes de este mito, unos exponentes mucho más cómodos y europeos, con derechos humanos. Riquelme encarnaba el arquetipo de un Cristo que, sin dejar de brillar, mantenía su talento subordinado al bien del fútbol.
Situados en el terreno donde las moralidades se contaminan con la ideología, Riquelme vino a representar un elemento de resistencia a la burocratización del juego, a su espectacularización corrupta, a su aceleración pragmática y maquínica. La eterna cara de sufrimiento de Riquelme durante los partidos estaba originada en que Riquelme siempre iba perdiendo contra los malos: el dinero se comía al deporte, pero Riquelme pisaba la bocha, hacía un rodeo, clarificaba y ganaba tiempo en lugar de perderlo.
Su escupida típica en el campo de juego no era otra cosa que una sonda enviada por este radar viviente, cuya relación con el fútbol se sustentaba en una percepción espacial fuera de serie.
Su escupida típica en el campo de juego no era otra cosa que una sonda enviada por este radar viviente, cuya relación con el fútbol se sustentaba en una percepción espacial fuera de serie. Riquelme tenía ojos en la nuca, siempre sabía donde estaban sus compañeros, y sabía cuál era el pase exacto tanto para que el equipo construyese volumen de juego como para hacer simples las cosas que parecían complicadas. Su particular manera de cubrir el balón era una expresión de esta relación carnal e íntima con el espacio. Riquelme no era, en esta versión de los hechos, un baqueano capaz de descifrar los signos del campo de juego: Riquelme era una prolongación viviente del territorio. Por eso la velocidad le resultaba superflua.
Los anti-Riquelme
Sus detractores lo acusaron de mala leche, aprovechador, pudre-vestuarios, caprichoso, antipático y resentido fuera de la cancha. De haragán, diletante y pecho frío durante los partidos, de no querer entrenar ni jugar en territorios lejanos u hostiles, esto es, que no fuesen la cancha de Boca. Todos recuerdan la anécdota, quizás falsa, de que Riquelme hizo trasladar a su carnicero personal a España cuando cambió de continente.
Los anti-Riquelme coincidieron casi siempre en la idea de Riquelme como desperdicio: un tipo que teniendo condiciones se dedicaba a fomentar la desunión, que era vago a la hora de correr.
Sin embargo, y más allá de que sus defensores aceptaran algunas de estas características, gran parte de los detractores de Riquelme –y dejemos acá los odios personales cimentados en el amor a los colores de lado- le impugnan la carencia de cierta ética de sacrificio vinculada al trabajo. No deja de ser hermoso que sus apologetas celebrasen, justamente, su dimensión sacrificial. Los anti-Riquelme coincidieron casi siempre en la idea de Riquelme como desperdicio: un tipo que teniendo condiciones se dedicaba a fomentar la desunión, que era vago a la hora de correr o recuperar una pelota, que no tenía sangre en las venas, que consideraba que su prestancia era más valiosa que un resultado. Alguien llegó a decirme que Riquelme era todo lo contrario al espíritu solidario, a la ética de tomar a cada hombre como un fin en sí mismo: en esta versión, Riquelme condensaba todo lo malo de la idiosincrasia argentina, un país hecho para un gran destino pero poblado de hombres egoístas y miserables incapaces de resignar algo de bienestar en virtud de un futuro venturoso. Mafiosos y, le faltó decirlo, peronistas.
Y es acá donde quiero detenerme: en el lugar donde la figura de Riquelme funcionaba como sinécdoque de la clase trabajadora argentina, y al mismo tiempo como reproductor de los mitos identitarios de las categorías dominantes de nuestro bello país. Pocas cosas menos protestantes que Riquelme. En todas sus batallas por renovación de contratos, Riquelme se mostró siempre y sin tapujos en las antípodas de los gerentes del club que decía amar. Riquelme no fingía amistades, y sus amigos siempre fueron jugadores de origen popular: Hugo Ibarra, el Chelo Delgado, Clemente Rodríguez. Riquelme era sin embargo el único indispensable, y hasta 2014 –cuando dejó de serlo por la baja en su juego y quedar pegado al desgraciado retorno de “Don Carlos” Bianchi- pudo torcerle el brazo a la dirigencia una y otra vez. Riquelme era el vestigio de una clase trabajadora empoderada por la ciudadanía social, sindicalizada, y realmente poco afecta al sacrificio: la clase obrera argentina de, quizás desde, hace cuarenta años. Recordaba, también, que existían las condiciones objetivas para que las cosas fuesen diferentes, y ese bucle era enloquecedor. Aquellos que lo revindicaban a ciegas, borraban esta dimensión conflictiva de su figura bajo el manto de un aristocratismo barrialista nostálgico y decadente. En el fondo, angustiado por su incapacidad de problematizar lo caduco de sus categorías de apreciación.
Los Némesis
Riquelme tuvo un falso Némesis y un Némesis verdadero. Palermo fue su falso Némesis. Nunca se toleraron; desde 2010 las diferencias empezaron a ser indisimulables. No se hablaban en los entrenamientos y evitaban festejar los goles juntos. Podría pensarse que Palermo representaba lo opuesto de Riquelme: un tipo sin otro talento que el oportunismo, tosco, trabajador y capaz tanto de proezas increíbles –clasificación argentina al mundial de Sudáfrica- como de yerros no menos épicos –tres penales errados en un mismo partido-. Un buena onda profesional que se sostenía en el mito de la autosuperación pese a la falta de condiciones naturales. Pero esta visión es insuficiente. Palermo era, antes que nada, otro animal espacial: otro tipo que despreciaba a la velocidad. Si Riquelme era una prolongación viviente del territorio, Palermo era el síntoma de su arbitrariedad bestial, y también su promesa: siempre se puede estar, en forma azarosa, donde se debe estar. Existe la tierra prometida. Palermo fue un Slumdog Millionaire del fútbol; por eso también encarnó fuerzas que lo trascendían. Palermo se disfrazó de mujer, se tiñó el pelo de mil colores, fue a las discotecas de moda donde siempre quedaba como un elemento ornamental torpe y fuera de lugar: todo lo contrario de lo que ocurría en la cancha. Palermo era el hijo bobo pero también la avanzada de una clase obrera ascendida socialmente, un pragmático que ideológicamente supo encarnar el espíritu macrista, con sus aciertos y sus miserias. En su despedida de Boca mencionó que siempre había sido hincha de Estudiantes. No pudo evitarlo, nunca quiso estar a la altura de la historia porque, justamente, las cosas le sucedieron. Por eso, también, Palermo es casi una nota al pie de lo que significó Riquelme.
El verdadero Némesis de Riquelme es Marcelo Bielsa. Esto va más allá del dato de la exclusión de Riquelme en la lista de convocados al mundial de Corea-Japón de 2002, cuando Riquelme estaba en un gran momento y Bielsa nos regaló la más oprobiosa de las eliminaciones.
Palermo era el hijo bobo pero también la avanzada de una clase obrera ascendida socialmente, un pragmático que ideológicamente supo encarnar el espíritu macrista, con sus aciertos y sus miserias.
También excede a la anécdota de que en uno de los primeros entrenamientos de la selección nacional bajo el mandato de Bielsa, Riquelme encontró una cancha marcada con cintas y zonas numeradas, ante lo que Riquelme habría dicho “esto es fútbol, no hay nada que inventar”. Bielsa es la figura opuesta a Riquelme porque encarna otra estructura del sentir, la de un tecnócrata obsesivo, honesto y meticuloso gestado en el seno de una clase media liberal que jamás renunciaría a sus principios. Casi sin títulos internacionales en su haber, Bielsa es un yacimiento rico para las identificaciones de un conglomerado de estamentos sociales tan impotentes como republicanos, limpios y profesionalistas. Una nación de Marcelos Bielsas. Sin embargo, la escarpada y frecuente distancia entre los mapas de Bielsa el cartógrafo y el devenir territorial del juego necesita ser siempre significada como una victoria, o como una eventualidad. Los fracasos sólo son pruebas de la integridad profesional y moral de Bielsa. Esto sucede porque, con su coherencia y su tesón, Bielsa excede a la realidad de un magma social incapaz de emularlo, que sin embargo lo necesita como fantasía política e ideal del yo.
Juan Román Riquelme fue un jugador extraordinario. Nunca se borró en las difíciles, y me hizo llorar de emoción. De hecho, todavía lloro al ver sus videos. Juan Román Riquelme marcó una época y fue, quizás junto a Ariel Ortega, un remanente genial, único e inesperado de una época y una épica incrustadas en el presente//////PACO