Somos tres chicas sobre el escenario, después de una función insólita. Es verano, estamos en Portugal y cientos de personas de pie nos aplauden desde la platea. Y apenas el telón baja –sí, hay un telón- se suman los directores de este grupito anonadado del off porteño para gritar con nosotras, hacer pogo, llorar bastante. Lo único que podemos afirmar, rotundamente, es que esta es de esas noches que no se olvidan más. Seis años atrás, 20 de julio de 2009, festejábamos el día del amigo. Entre trago y trago, Elisa y yo decidíamos que era necesario, de una buena vez, hacer algo con esas escenitas sueltas que habíamos armado juntas en un taller de teatro y que nos tenían fascinadas. “Chicho, coucheanos”, le pedimos a Sergio Calvo. Brindamos y nos pusimos a bailar.
Por última vez voy a cambiarme el vestuario rápido, a ponerme el delantal antes de salir a escena de nuevo. Se van a reír en tal parte, se van a reír en tal otra.
El material con el que contábamos era, digámoslo, dudoso. Para esta altura ya se habían sumado al proyecto Ignacio de Santis y Catalina Alexander pero la cosa estaba, ni siquiera verde, más bien amarilla y alarmante. Habíamos encontrado cierta dinámica actoral que nos divertía. Ciertas mujeres. Pero ¿quiénes eran?, ¿dónde estaban? O, al fin y al cabo, ¿qué queríamos contar? Ni idea. Probábamos cualquier cosa. Una peluquería, un consorcio, un camping. No. No iba. Manuel Puig apareció para cambiarnos la vida. Cae la noche tropical fue la primera novela que se linkeó con lo que veníamos trabajando. Tenía una estructura narrativa que se articulaba correctamente con “lo nuestro”. Pero al involucrarnos un poco más, quedamos absolutamente tomados por el fantasma puigiano, de forma subversiva. La lógica de pensamiento de sus personajes, los recursos literarios de sus novelas, su propia biografía, todo nos servía para construir imágenes, improvisar escenas y desarrollar un material propio y desconocido.
Ensayábamos en lo de Elisa, un departamento por Plaza Miserere, con un encargado ucraniano llamado Sorian y un living de doble circulación: dos puertas que comunicaban con el resto de la casa y que más tarde reproduciríamos en la escenografía. En esa casa aparecieron Estela, Liliana, Blanca, los tres personajes de la obra. Hallamos un posible eje dramático, un pueblo, la panadería donde transcurría todo, un posible final. Y acopiamos muchísimas escenas en desorden que volcábamos entre los cinco en un Blogspot lleno de referencias e ideas psicóticas para una puesta del futuro.
Habíamos encontrado cierta dinámica actoral que nos divertía. Ciertas mujeres. Pero ¿quiénes eran?, ¿dónde estaban? O, al fin y al cabo, ¿qué queríamos contar?
La primera crisis llegó cuando le mostramos 10 minutos de ese material caótico al programador de un teatro. “Cualquier cosa, los llamamos”. Un eufemismo que aunque típico nos cortó el rostro, el ego y el corazón. ¿Cómo tenerle confianza a lo deforme? Esa noche, mientras comíamos unas pizzas bastante feas en un barsucho de Palermo, nos propusimos darle lugar a la intuición y avanzar a toda costa. Catalina se bajó del proyecto; se sumó Maia Orihuela. También un escenógrafo, vestuarista, iluminadora, dos compositores que compusieron la música más hermosa del mundo. A los tres meses, ya éramos un equipo enorme con la camiseta puesta y una obra escrita. Septiembre de 2011, era hora de estrenar.
No fue fácil llevar 25 personas todos los viernes al VeraVera. Confieso haberla llamado a mi mamá para pedirle que volviera a verla, para hacer bulto. Pero esa sala chiquitita –perdón: íntima–, como pocas veces ocurre en las más reconocidas salas del off, nos alojó con amor, paciencia y ternura hasta que la cosa arrancó con todo. Unas semanas antes de que Impalpable bajara, el boca en boca empezó a correr. Salieron críticas en los diarios, la sala se llenaba sola, con muchas reservas por adelantado. Nos quedamos un año más en cartel, comimos mucha milanesa napolitana en Angelito, y cerramos dos temporadas con una gira por General Villegas, haciendo funciones en el cine donde Puig miraba las películas que lo habían conmovido. Ganamos.
A los tres meses, ya éramos un equipo enorme con la camiseta puesta y una obra escrita. Septiembre de 2011, era hora de estrenar.
No hay nada más paralizante que el miedo a la muerte. Todavía quedaba mucho para dar pero el riesgo que implicaba cambiar de teatro era feroz. Irnos de una sala que nos cuidaba, a otra cuyo director no conocíamos, con una platea para 65 personas que tal vez nunca lograríamos llenar, y todo, ¿para qué? ¿para “crecer”? Sí. El paso al teatro El Extranjero fue cualitativo. La sala no sólo nos dio la chance de duplicar el público sino que contaba con un piano. ¡Un piano! Esa idea con la que coquetéabamos, a modo de delirio místico, de hacer la obra con la música de Bari y Niebur en vivo, era ahora una posibilidad. Y se volvió real.
Nos quedamos un año más en cartel, comimos mucha milanesa napolitana en Angelito, y cerramos dos temporadas con una gira por General Villegas, haciendo funciones en el cine donde Puig miraba las películas que lo habían conmovido. Ganamos.
En el cambio, Maia se fue de Capital y regresó a su pueblo –todo lo contrario a lo que ocurría con su personaje de la ficción–, y le dejó la posta a Paula Manzone. Nos fuimos del barrio, dejamos de comer en Angelito y vimos nacer un restorán del Abasto que ahora se llena de gente –pero a nosotros nos saludan con un beso-. Fueron dos años más de pasión y búsqueda continua. Porque si hay algo innegable de la dupla de directores que tuvimos es que cada función nos arrojaron a probar cosas nuevas. Obsesivamente, con una mezcla de tenacidad puntillosa y determinación afectiva que mantuvo siempre latente la pregunta: ¿qué actuar hoy? Cuando un sábado a la mañana me llegó el mail en el que nos invitaban actuar a Portugal, pensé que era una joda, un spam. ¿Viajar con mis amigos a Europa para hacer la obra de nuestras vidas? Es tremendo pero parece que es así: los deseos se cumplen. Anoche encontré el blog que teníamos cuando escribíamos la obra:
“28 de diciembre de 2010
que Blanca entre porque sí y se vaya de la misma manera
que el nombre de la obra sea una película
que la luz recorte los momentos de película, o sea casi todo, chan
que la gente se ría
que la gente llore
que la gente no entienda nada
que las chicas se diviertan
que lo que estamos afuera estemos chochos
que la música no sea una simple música
que la obra la terminen subtitulando, jeje
feliz año”
La inocencia valió. Queda una sola función. Ahora estamos en Timbre4, un teatro que hace años mirábamos con la ñata contra el vidrio. Voy a hacer de Estela por última vez. Ese personaje que inventé con lo que se me cantaba actuar. No sé si tendré otra oportunidad de actuar tanto, tanto, tanto lo que me da la gana. Vamos a gritar en ronda “la concha de dios, la concha de dios, la concha de dios”, nos abrazaremos y daremos sala. Se van a apagar las luces mientras suene la voz de Manuel Puig y con Elisa nos vamos a mirar como diciendo: “te quiero, qué divague esta vida, divirtámonos”. Y tal vez lo digamos. Por última vez voy a cambiarme el vestuario rápido, a ponerme el delantal antes de salir a escena de nuevo. Se van a reír en tal parte, se van a reír en tal otra. Voy a hacer esos chistes por última vez. Voy a llorar así por última vez. Me va a dar la luz del farol al final de la obra, cuando ya no quede nada por explicar. Los límites con la ficción se me van a borrar un poco, como siempre me pasa en esa escena, y lo que actúe será, por última vez, un misterio////PACO