Por Alejandro Soifer (@soifer)
Hacia fines del siglo XVIII el judaísmo europeo comenzó a experimentar un cisma que terminaría determinando su futuro: la Haskalá o “Iluminismo judío” impulsó las ideas de la ilustración entre los judíos de los ghettos dejando preparado el camino hacia la secularización. La educación y la integración en las sociedades europeas pasaron a formar parte de una prioridad que empezaba a dejar de lado la estricta observancia religiosa y la única educación en las yeshivot (centros de educación y aprendizaje media y superior religiosa judía). A este movimiento de pensamiento y luchas de integración a la modernidad (de dicha lucha surgiría el sionismo por una parte y el famoso judeo-marxismo, así como el bundismo por el otro) se le sumó la emancipación de los judíos propagada por Napoleón Bonaparte por los territorios que fue conquistando; el corso derribó las paredes de los ghettos e integró, hasta donde llegó su influencia, a los judíos a la vida de la sociedad europea.
Pero entonces llegó el nazismo en el siglo XX con toda su carga de horror y pragmatismo político que tanto lo distinguió: a Hitler y sus colaboradores no le importaba si un judío se había integrado a la sociedad alemana o europea como un ciudadano más, vestido a la moda parisina, ilustrado y profesional o si seguía viviendo una vida dedicada al estudio de la Torá, vistiendo el negro de luto por la destrucción del Segundo Templo (ocurrida en el 70 después de Cristo) y llevando peiot y largas barbas entrecanas. Todos aquellos que tuvieran antepasados judíos fueron sin distinción destinados a los ghettos y luego a los campos de exterminio donde, ya se ha dicho infinidad de veces, los nazis aniquilaron un estimado de 6 millones de judíos europeos.
Moses Mendelson, uno de los más fuertes impulsores de la Haskalá.
Hubo en el nazismo una traición inesperada: los judíos secularizados, alejados de las costumbres de sus padres y abuelos (para un judío observante del siglo XVIII, XIX o XX tener un familiar que dejara las tradiciones ancestrales para irse a vivir a los barrios de las grandes ciudades y estudiar una carrera universitaria era una herida tan grande que ese hijo o nieto pasaba a dejar de ser considerado como tal) creyeron durante algún tiempo que a ellos no les llegaría la cámara de gas. Ellos eran europeos después de todo y se habían integrado a las sociedades donde vivían. Un judío alemán de buen pasar e ilustrado en el siglo XX comúnmente se sentía primero alemán y luego judío (esto es notado por Hannah Arendt en “Eichmann en Jerusalén”).
La haskalá había intentado con bastante éxito separar la cuestión religiosa de la cuestión nacional: ciertas costumbres, comidas, una lengua (el iddish, dialecto alemán con grafía hebrea), tradiciones folclóricas y un pasado compartido de penurias y pobreza en el marco de su integración moderna contra los que seguían prefiriendo una vida de estricta observancia religiosa, viviendo en gran medida a contramano de la modernidad. El nazismo vino a reunificar a la masa judía porque no hizo esa distinción.
Terminada la segunda guerra mundial (el 2 de septiembre de 1945 hace casi 70 años, toda una vida) sabemos lo que sucedió: durante todo el siglo XX masas judías habían emigrado a la Palestina británica y luego de una guerra de independencia y ante el estupor del mundo por la tragedia judía, se dieron las condiciones para el establecimiento del Estado de Israel (un Estado para la Nación judía) en 1948. Lo paradójico es que Nación es una idea moderna que no podría haber existido en el seno del judaísmo sin la modernización de la Haskalá pero el establecimiento de ese estado nacional en esa tierra en particular tuvo como justificación o mito de origen nacional por un lado su costado religioso (la Tierra Prometida al Pueblo Judío; la restauración del hebreo, una lengua muerta como lengua oficial en desmedro del iddish o el ladino, la lengua que conservan las comunidades judías descendientes de las expulsión de los judíos de España en 1492 por parte de los reyes Católicos) y por otro lado la catástrofe del Holocausto (que también es un término bíblico y hace referencia a un sacrificio ritual). Desde entonces el genocidio judío ha servido como una parte fundamental en el sostenimiento del mito de origen nacional israelí: Iom HaShoa es el día de conmemoración del Holocausto en Israel y precede por unos días al Iom Haatzmaut, el día de conmemoración de la declaración de la independencia de Israel.
La asociación entre Holocausto y Mito de Origen israelí no es un capricho interpretativo: por 38 mil pesos cualquier judío puede participar de la Marcha por la Vida: un recorrido por los campos de concentración y sitio de los ghettos polacos, el Yad Vashem (museo del Holocausto en Jerusalén) que concluye en Tel-Aviv, Israel con los festejos del día de la Independencia (más información aquí > http://marchaporlavida-argentina.blogspot.com.ar/) Incluso Marcha por la Vida propone un plan de becas para jóvenes mediante un concurso que siempre tiene por tema el abordaje original de la transmisión de algún aspecto del Holocausto.
El Mal Absoluto
Los nazis, el nazismo y sus líderes políticos han quedado marcados en la historia de la humanidad como la representación del Mal Absoluto e indiscutible. Es cierto que la extraordinaria maquinaria de matar que diseñaron en pleno siglo XX puso en juego la razón instrumental al servicio de la muerte de millones de personas y quizás esa sea la herida con la que la modernidad tuvo que convivir hasta el final de sus días (“No es posible la poesía después de Auschwitz” sentenció, como ya sabemos, un amargado Theodor Adorno) y también sabemos que la propia lógica del espectáculo dictamina que hay crímenes y genocidios de primera y otros de segunda (como el genocidio armenio o el genocidio que a nadie le importa de los aborígenes americanos sin el cual no se hubiera podido construir ni este país ni ningún otro país de América).
Incluso los judíos tienen una historia de extensas masacres. ¿Quiénes saben por ejemplo que el héroe nacional de Ucrania, el cosaco Bohdán Jmelnytsky, fue el líder de una rebelión que incluyó algunos de los más crueles pogroms (matanza selectiva de judíos) de la historia? En dichas persecuciones y asesinatos los cosacos de Jmelnytsky inventaron y pusieron en la práctica espantosos métodos de tortura: judíos enterrados vivos, cortados en pedazos, abiertas sus panzas para ser rellenadas de piedras, obligados a matarse entre familiares. Los resultados, estiman los expertos, fueron más letales para las comunidades judías polacas que la Peste Negra y las Cruzadas, extinguiendo definitivamente a varias poblaciones judías polacas. Como se dijo, Jmelnytsky es un héroe venerado con estatuas de bronce y su rostro adornando billetes en Ucrania. ¿Alguna vez se escuchó a alguien comparar las políticas autoritarias de un líder con este guerrillero cosaco?
La exportación de la memoria
En la Argentina la inmigración judía tuvo su mayor desarrollo durante la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX. Sería, probablemente, una falacia histórica asegurar que nuestro país recibió durante los años de posguerra a más nazis escapados que judíos durante el ascenso y desarrollo del propio nazismo, pero aun así sería una chicana divertida.
Buenos Aires cuenta con su propio Museo de la memoria del Holocausto (así como hay uno en Washington DC y el ya mencionado en Jersualén). Es cierto que la comunidad judía en la Argentina supo ser una de las más grandes del mundo y que todavía ocupa el séptimo lugar con mayor población judía (182.300 según datos de 2012) pero es sólo una fracción en comparación con los otros dos países con mayor población judía: Estados Unidos con un estimado de más de 5 millones e Israel con unos 6 millones.
Los Museos de la memoria del Holocausto tienen como misión contar, transmitir y como su propio nombre lo dice, generar memoria acerca del genocidio judío.
¿Qué sentido tendría un Museo semejante en Buenos Aires que sólo sufrió un gran pogrom documentado (durante la Semana Trágica, narrado en “Pesadilla” por el escritor judeo-argentino Pinie Wald)? Cada tanto las noticias llegan: algún personaje público tuvo un exabrupto donde “banalizó” el Holocausto, o una patota skinhead ataca a un judío o algún pobre diablo que parece judío y ahí aparece la DAIA (Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas) para condenarlo mientras que la otra mano, la que castiga, obliga al agresor/ignorante a un paseo educativo por el Museo de la memoria del Holocausto de Buenos Aires para que reflexione acerca de los crímenes de odio contra los judíos.
El gesto pop
Adolf Hitler y los nazis se convirtieron en emblemas tan claro del Mal (la representación del Mal Absoluto y sus apóstoles) que la cultura popular los digirió hasta convertirlos en uno de los villanos favoritos: sus uniformes extravagantes, su disciplina militar prusiana, la teatralidad de Hitler (un tipo espectacular en esto de captar a las masas con su carisma), las creencias esotéricas míticas de origen nórdico, todos elementos que los hacen los perfectos símbolos de una maldad puramente significante y sin significado. La misma Hannah Arendt en su relevamiento del juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén se sorprende de la “banalidad del mal”. Ese mal hecho sin pasión, sin compromiso superior, sólo porque “las órdenes son órdenes” y “hay que hacer lo que hay que hacer”. Un barrendero barre las calles, un nazi asesina a un judío en las cámaras de gas.
Entonces, Hitler, sus apóstoles y el nazismo fueron la construcción perfecta para el villano de folletín: desde Indiana Jones hasta el subgénero de literatura israelí de posguerra llamado Stalag: novelitas baratas de “venganza” donde un judío o un héroe estadounidense prisionero en un campo de concentración a merced del sadismo nazi logra escapar vengándose en el camino de sus torturadores (quizás la mejor o más conocida puesta en cine de este género sea Ilsa, la mujer-lobo de las SS). A la vez que se desacralizaba el terror paralizante ante el horror se convertía al imaginario pop, fácil de masticar y fácil de producir.
El nazismo masticado y digerido quedó en un lugar peculiar: el judaísmo sionista lo necesitó y lo necesita todavía como parte de la construcción de su identidad. La larga historia de masacres y persecuciones queda cómodamente simplificada en el terror nazi que no distinguió judíos seculares de religiosos dando unidad a ese difícil concepto de “nación judía” (una nación que estuvo prácticamente toda su existencia dispersa por el mundo, sin una lengua en común, sin compartir muchas costumbres y con miles de formas de vivenciar una misma religión). Para Hollywood y la industria cultural los nazis son el villano favorito porque no requieren ninguna explicación: son malos porque son nazis. Y para la discusión política de mala calidad, el nazismo se convirtió en un insulto que se aprovecha de su carga semántica horrorosa para denigrar a un oponente. Así para desatar el nudo de la ofensa y la indignación institucional e intelectual judía basta con que alguien dibuje una Estrella de David igualada con la Svástica para denunciar la política racial del Estado de Israel (es innegable que la idea de una “Nación Judía” con un territorio tiene sus contratiempos elementales: ¿cómo impedir que una población con estándares de vida del primer mundo y tasas de natalidad a la baja como las sociedades del primer mundo pueda sobrevivir “nacionalmente pura” o “étnicamente pura” en medio de una población árabe empobrecida con las tasas de crecimiento demográfico a la alza de las poblaciones empobrecidas?), o que Elisa Carrió diga que Guillermo Moreno es como Adolf Eichmann (para recibir una reprimenda de la DAIA que dice que “no hay que comprar lo incomparable”) o también que Jaime Durán Barba ser públicamente crucificado por decir que Hitler era “un tipo espectacular” (a nivel político: ¿alguien puede dudar seriamente del manejo de masas de Adolf Hitler? ¿Alguien puede afirmar que no fue uno de los políticos más importantes de la historia del siglo XX? ¿Alguien cuestiona acaso a Julio César en su genio político y militar porque arrasó con los pueblos celtas de Europa?) tal como lo advirtió en su momento la revista Time al declararlo “Hombre del año” en 1938 o las miles de biografías escritas por grandes historiadores que se le han dedicado.
La banalización
“Holocausto blanco” es el nombre con el que algunas comunidades judías ortodoxas se refieren al peligro que advierten en la asimilación cada vez más rápida de judíos al mundo secular. Esto quiere decir: judíos que no se casan con otros judíos y por lo tanto no tienen hijos judíos y por otra parte, judíos que abandonan todo rastro de religión y festejos judíos.
Según estos movimientos religiosos, que un hombre judío se case con una no judía es casi tan terrible como el asesinato real que llevaron a cabo los nazis: los hijos de esa pareja no serán judíos y por ende, el judaísmo estará condenado a ir extinguiéndose lentamente. Otros ultra fanáticos ortodoxos eligen disfrazarse durante Purim (lo más parecido al “carnaval judío”) como agentes de las SS o soldados nazis. ¿El motivo? Demostrar su disconformidad con la existencia del Estado de Israel al que consideran construido secularmente y por ende, contrario a la profecía bíblica que habla de la construcción del Tercer Templo y la llegada del Mesías. Según estos extremistas los nazis no habrían sido tan malvados como los judíos seculares que construyeron el falso Estado de Israel y para demostrar su descontento atacan el núcleo mismo del mito de origen israelí.
Luego, en la Catedral Metropolitana de Buenos Aires se hace un acto multireligioso en recuerdo de la Noche de los Cristales Rotos que, nuevamente, sucedió en Alemania y hace 75 años. Los fanáticos católicos irrumpen descontentos y el escándalo es mayúsculo: ¿No pueden dejar de una vez de atacarnos a los judíos? Tenemos buenas intenciones, queremos que se recuerde la intolerancia hacia nuestro pueblo. Para eso hacemos un acto religioso (cuando la Noche de los cristales rotos atacó principalmente los comercios de los judíos que vivían en las ciudades, es decir, los judíos integrados, muchos de ellos alejados de la religión) en uno de los templos más importante del catolicismo argentino. ¿Alguien duda de que un acto así tendría sentido en los lugares de Berlín donde sucedió la masacre o en Israel donde el Holocausto forma parte del mito de origen nacional? Definitivamente no. ¿En Buenos Aires? ¿Es beneficioso para los judíos argentinos rememorar el Holocausto con la solemnidad y el dolor como si la matanza hubiera afectado a esta comunidad en concreto?
Intentar superar las diferencias históricas resaltando esas diferencias (la palmadita en el hombro del acto en la Catedral que le dice a los judíos: “Lamentamos su pérdida”) sumergida en la solemnidad y el Mal Absoluto unificador del nazismo resulta una vuelta entera al mismo lugar: los judíos como víctimas de un odio ancestral y total que no los perdonó ni los perdonará nunca ahora reafirmado mediante la intolerancia de los integristas que intentaron impedir el acto. Funcional al mito de origen israelí y al modo en el que el judaísmo post-Holocausto logró su identidad unificadora: tanto judíos secularizaos como religiosos unidos por el pánico a la repetición de una matanza de la escala de la puesta en funcionamiento por el Tercer Reich.
Logo de las IDF o Fuerzas de Defensa Israelíes.
El judaísmo a la defensiva (no por nada las fuerzas armadas de Israel llevan el nombre de “Fuerzas de Defensa Israelíes”) y unificado en ese terror es uno de los resultados del nazismo. La repetición, banal, tanto de la construcción de su memoria histórica (necesaria en su justa medida, pero claramente excesiva en la ampulosidad de sus gestos y reacciones) como de la asignación a mansalva del epíteto “nazi” o “fascista” (craso error histórico asociar la política racial de Hitler con la de Mussolini y ni que hablar con la de Franco) a todo aquel que ejerza un liderazgo o acción política con sesgos paternalistas o autoritarios (que no deja de ser una opción política totalmente válida) no deja de repetir una y otra vez el lugar de la víctima para los judíos y el lazo que construimos sobre esa base.
El terror a la desaparición (física o espiritual del judaísmo enmarcada en el “Holocausto blanco”) forja una última y desesperada alianza basada en el patetismo en una comunidad que poco a poco y en la medida en que la secularización sigue su camino, los judíos se integran a las sociedades a las que pertenecen ya no desde su origen ancestral sino a las costumbres y rasgos nacionales locales se va extinguiendo irremediablemente. Y quizás esté bien que así sea. En esa construcción, en no dejar de resaltar el Mal Absoluto del nazismo y en la necesidad de no “banalizarlo”, porque hacerlo sería quitarlo su aura, su sacralidad del sufrimiento (“sólo los judíos podemos entender el dolor del nazismo”), se asienta el judaísmo contemporáneo y sus guardianes institucionales /////PACO