Hace unos días circuló en Twitter un video de Klaus Schwab en el World Governments Summit de este año hablando con preocupación del libertarianismo como una ideología anti-sistema que buscaba destruir toda influencia del gobierno sobre la vida privada de los individuos. El video es viejo (esto pasó en febrero) pero se viralizó en la previa de la asunción presidencial argentina, cuando Spike Cohen, presidente de una oscura ONG norteamericana llamada You are the power, seguramente financiada por poderosos intereses reptilianos, lo subió a la red social entre fragmentos festivos a entrevistas a Javier Milei. En seguida, las terminales de la intelligentsia mileísta lo reprodujeron entusiasmados como una validación cultural e ideológica del primer presidente Ancap del mundo.
Hay muy pocas dudas de que Klaus Schwab es uno de los enemigos más grandes de los pueblos libres del mundo. No vengo acá a negar eso. Sus facciones angulosas y su físico fofo es la reproducción de laboratorio de lo que una raza alienígena pensaría que el cuerpo humano parece desde sus instituciones de observación militar en una galaxia lejana. Pero más allá del disfraz que no engaña a nadie, Schwab es creador y presidente de una de las organizaciones más malvadas del planeta e impulsor de la agenda que busca limitar, por usar un término amable, la autonomía de los gobiernos constituidos en favor de un sistema global integrado y oligárquico dominado por multinacionales de energía, comida, tecnología y laboratorios, y una pequeña elite de billonarios explotadores, en lo que alguna vez Harris Gleckman, otro androide globalista de la ONU, describió como “la propuesta más completa para rediseñar la forma de gobierno mundial desde el final de la Segunda Guerra Mundial.” Está claro que, si a algo le teme este ser inmundo, que además es hincha del Bayer Munich (es decir, nazi), es a los pueblos autodeterminándose por fuera de los esquemas de gobernanza global diseñados en Davos.
Sin embargo, el ímpetu que se generó en los círculos libertarios argentinos a raíz del fragmento de su discurso alteró también mi bullshit detector. Es cierto que la elección de Milei produjo en ciertos sectores muy comprometidos con los discursos anti-Estado -recientemente nacidos en nuestro territorio nacional- una sensación de triunfalismo, a mi criterio, excesiva -al menos frente al plan de ajuste violento que habrá que defender en los próximos meses-, pero comprobar que Schwab identificaba al libertarianismo con una fuerza anti-sistema pareció dotarlos de cierto ardor revolucionario y sentido trascendental quizás exagerado. Su razonamiento es: estamos del lado de los buenos, el orden opresor nos tiene miedo y va a caer, somos los asesinos de tu herencia. Está claro que no ayudó que el candidato de la CIA -nuestro candidato-, Sergio Massa, promoviera en su plataforma la implementación de las CBDC, lo que estimuló las fantasías fascistas de los freedom fighters libertarios. Pero me gustaría arrojar una pequeña sombra de duda frente al utopismo de estas almas bellas y bienintencionadas, que tienden a confundir la acumulación de cryptocurrencies con la emancipación del individuo. Para eso, voy a remontar la historia de la desregulación, explorar las turbulencia del fallido “ciberutopismo” y hacer un comentario sobre la “Primavera árabe”.
En 1934, Estados Unidos sancionó la Communications Act, que regulaba las telecomunicaciones y el espectro radiofónico en ese país. La ley, una pieza clave del New Deal, declaraba a los servicios de telégrafo, teléfono y al espectro de trasmisión de radio como un servicio público y, por ende, propiedad del pueblo americano, no de las corporaciones privadas. Como tal, la industria debía ser regulada por el Estado en formas que aseguraran el “bien común”. La ley creaba la Federal Communications Commision (FCC) como entidad encargada de regular a las compañías de comunicación y contenidos, y desarrollar reglas de acceso, competencia y servicio. La FCC nació como un órgano del gobierno especialmente preocupado por prevenir la formación de monopolios y limitar el número de estaciones de radios (y más tarde, emisoras de televisión) que una misma corporación podía poseer. Además, separaba los servicios de teléfono y telégrafo por una parte y de radio y televisión por otra, evitando así que una misma empresa manejase ambos servicios a la vez. Esta división, muy importante, estaba justificada en un consenso político compartido por demócratas y republicanos acerca de que ninguna corporación debía volverse demasiado poderosa al controlar los canales a través de los cuales circulaba la información, ya que esto podía volverse potencialmente corrosivo para la república al negar el acceso a la información básica que necesitaban los ciudadanos para hacer que la democracia fuera viable.
La FCC tomó dos rutas distintas para el teléfono y para la radio. Declaró al primero un “monopolio natural” y se lo concedió a AT&T, aunque la obligó, a cambio de este status privilegiado, a proveer “universal and reliable service at reasonable rates”, que, por supuesto, ellos supervisaban. Con la radio, en cambio, la FCC buscó favorecer un clima de competencia, otorgando miles de licencias locales y tres licencias nacionales (lo que para la década del ‘40 ya serían la NBC, CBS y ABC). La lógica era que las tres estaciones nacionales competirían entre sí, pero también contra las estaciones locales, lo que aseguraría el equilibrio en el acceso a la información. Las mismas reglas se aplicaron, durante los ‘50, para la televisión.
A la vez, la FCC impulsó una norma que se conoció comúnmente como la Fairness Doctrine, que obligaba a las estaciones de radio y televisión, bajo pena de altas multas, a dar una cantidad de tiempo de aire similar a opiniones políticas opuestas frente a cualquier debate. Esto dio lugar a un tipo de programa político muy típico de esas décadas, en los que siempre había un republicano y un demócrata sentados frente a frente debatiendo la agenda de la semana en un estilo solemne y aburrido, pero “justo”. El sistema funcionó así por cuatro gloriosas décadas en las que la industria televisiva norteamericana alcanzó una edad de oro y el país entero fue conectado a la red de teléfono. Todo estaba controlado por el Estado de la forma en que se supone tiene que estarlo. Todo era aburrido, previsible, institucional. Todos sabían qué hacer y qué decir. La gente trabajaba 40 años en la misma empresa, tenía hijos, compraba su casa con su hipoteca y se jubilaba. La vida era lo que era y todos estaban felices.
Sin embargo, para los ‘70, el modelo empezó a crujir un poco. La revolución tecnológica se aceleró y algunas voces dentro de la sociedad norteamericana comenzaron a quejarse de que AT&T no estaba logrando mantener la velocidad de innovación: los teléfonos eran una mierda, si pedías una línea tardaban seis meses en conectártela, había zonas rurales a las que el tendido no llegaba, etc. La recesión de 1970, lo que comúnmente se mal llama “la crisis del petróleo” después de la guerra de Yom Kippur y la recuperación de las economías europeas y japonesa que de repente empezaban a competir con la industria norteamericana, sumada a la construcción de un clima cultural aplastante por parte de la New Left en contra del “Estado fascista”, pusieron en crisis el New Deal. Por estos motivos, el ancien regime cedió y la convicción de que había que desmontar las capas de burocracia y regulaciones se fue consolidando. En ese contexto tomó forma el consenso neoliberal, que venía cocinándose a fuego lento desde hacía algunas décadas, y que empezó tímidamente con Jimmy Carter desregulando el sector de las aerolíneas en 1978 y se volvió inevitable con el viejo combatiente de las trincheras anti-estatales Ronald Reagan.
Reagan enfocó sus cañones en otras batallas más urgentes, pero en el plano de las telecomunicaciones fijó dos hitos que prepararían el terreno para las aspiraciones de la emancipación corporativa. A mediados de los ‘80, la Corte Suprema reaganista de Estados Unidos falló en contra del monopolio estatal sobre las líneas telefónicas en un contexto en el que los principales competidores de AT&T ya estaban muy avanzados con la experimentación y comercialización de la telefonía celular, iniciando el camino hacia la desregulación. Por otro lado, la FCC, controlada por la administración, repelió en 1988 la Fairness Doctrine, argumentando que la nueva edad de las comunicaciones había hecho posible que todo el mundo pueda oír todas las opiniones y que todos puedan decir lo que piensan, por lo cual la regulación estatal no solo era ya innecesaria, sino que era contraproducente. A la vez, la modernización de la televisión estaba avanzando aceleradamente con el surgimiento del cable y los contenidos se preparaban para iniciar una era de partisanismo cabeza, reemplazando el viejo formato de equilibrio e hiperrepresentación exasperante por los talk shows de ultraderecha como los que estamos acostumbrados a ver hoy.
Cuando Bill Clinton llegó a la Casa Blanca, gracias a que Ross Perot dividió el voto conservador, lo hizo con un standing todavía tímido en el frente desregulador, pero una fuerte derrota en las legislativas del ‘94, más el éxito resonante de un plan de recorte del gasto público diseñado por Robert Rubin, expresidente de Goldman Sachs, que había pasado por el Congreso medio de queruza mientras se discutía la reforma del sistema de salud, hicieron ganar ascendencia al eje ultra liberal de su gobierno (con Rubin como secretario del Tesoro, Alan Greenspan en la Fed, Panetta como jefe de gabinete, etc) y convenció a Clinton de que era la hora de desmontar el Estado comunista y empobrecedor que había armado la casta política en las décadas previas. Pero hubo, además, otro factor determinante.
Los ‘90 fueron la década de la revolución IT. En 1993 se lanzó Mosaic, el primer browser “comercial”. En 1994, Netscape. Jeff Bezos fundó Amazon el mismo año y Peter Thiel y sus colegas armaron PayPal en 1998, que fue además el año en que apareció Google. Esta fue además la década en que el prodigioso Steve Jobs volvió a Apple y puso a la empresa rumbo a la dominación mundial. Cuando Clinton asumió la presidencia, el NASDAQ valía 670. Cuando Clinton empezó su último año de presidencia, en el año 2000, el NASDAQ valía 4100. Al mismo tiempo, el desempleo se había reducido al 3,8%, el más bajo en los últimos 30 años. “Nunca antes”, dijo Bill en su último state of the Union, “nuestra nación gozó de tanta prosperidad y progreso con tan bajos niveles de conflictividad interna y tan pocas amenazas externas.” Por esos años, las compañías Big Tech eran la pajita revolviendo la chocolatada del capitalismo norteamericano. Los líderes que animaban esa revolución tecnológica habían completado el arco narrativo que los llevaba de hippies que tomaban ácido en cuartos roñosos de la costa Este, soñando con destruir al dios pederasta y envaselinado del Estado, a oligarcas globales, miembros de la elite económica y política que tomaban mojitos de cucaracha en Aspen y Davos. A la hora de la verdad, la revolución tecnológica que iniciaron estaba ideológicamente muy cercana a las visiones de libertad económica que animaban la expansión del orden neoliberal en el mundo.
El mismo año de 1994 en el que el GOP arrasó en las legislativas y ganó una mayoría en ambas cámaras, hecho inédito cuyo antecedente había que ir a buscar casi 60 años atrás, cuatro intelectuales entusiastas de lo que en ese momento se llamaba “el ciberespacio” cristalizaron su visión acerca de la revolución tecnológica en un manifiesto bajo el nombre de “Cyberspace and the American Dream: A Magna Carta for the Knowledge Age”. Sus nombres eran Esther Dyson, George Gilder, George Keyworth y Alvin Toffler. A este último lo conocerán mis compañeros sociólogos socialdemócratas porque era parte de la bibliografía de una carrera todavía con fe en el progreso en los años en los que todavía creíamos en la emancipación de los oprimidos. El manifiesto era una versión sumarizada de su libro The Third Wave, que era a su vez una aproximación utópica a la sociedad futura en la que la revolución tecnológica representaba la oportunidad de un nuevo comienzo para la humanidad, en el que el ser humano podría finalmente sacudirse las cadenas de la opresión y renacer emancipado y nuevo.
Toffler presentaba la evolución de las sociedades humanas en olas. Había una “primera ola”, hecha de tierra y trabajo manual. Luego una “segunda ola”, donde se masificó ese trabajo alrededor de máquinas y grandes industrias. Y ahora llegaba la “tercera ola”, en la cual el recurso central era el conocimiento accionable. Este cambio de una economía centrada en recursos materiales hacia una de recursos intelectuales señalaba, para los autores del manifiesto, una transición fundamental en la historia. Todo lo que la civilización creía que sabía debía ser repensado, y esto incluía “el significado de la libertad, las estructuras de auto-gobierno, la definición de propiedad, la naturaleza de la competencia, las condiciones de cooperación, el sentido de comunidad y la naturaleza del progreso.”
“Estamos en el final de un siglo dominado por las instituciones de masas de la industrialización”, decían los autores. “Esta era ha alentado el conformismo y la dependencia en la estandarización, y las instituciones de hoy en día -corporaciones económicas y burocracias estatales, administraciones civiles y militares, escuelas y prisiones- reflejan esas prioridades. Estas restricciones fueron necesarias durante la Segunda Ola. Sin embargo, durante esta era que termina la libertad individual sufrió.” El manifiesto expresa a la perfección, y con mucha esperanza, la forma en que la visión de la libertad individual se articula con la libertad de mercados que había vuelto al discurso reaganista tan atractivo para tanta gente, especialmente los sectores medios y bajos. Muchos de los que odiaban al New Deal en Norteamérica lo hacían porque veían que ese tipo de control y regulación estatal estaba a apenas algunos grados de distancia de la planificación centralizada y los planes quinquenales de la Unión Soviética. Para muchos intelectuales de izquierda y de derecha durante los ‘70 y los ‘80, ambos sistemas, el soviético y el New Deal, aplastaban la libertad y la creatividad individual. Pero ahora, la revolución tecnológica y cibernética le habían dado a Estados Unidos y al mundo no solo la oportunidad sino los medios tecnológicos de romper con esas cadenas. Toffler y sus coautores decían que Norteamérica era el medio perfecto para que esa revolución explotara gracias a sus “más de 150 años de tradición intelectual libertaria, desde el Mayflower hasta la Constitución Nacional”. No era casual, argumentaban, que los hackers fueran “un fenómeno típicamente americano, la última encarnación del hombre de frontera, amante de la libertad, que ignoraba las presiones sociales y violaba todas las leyes del Estado para desarrollar un set de habilidades subversivas con el fin de primero explorar y luego domar el yermo del ciberespacio” [“cybernetic wilderness”].
Gilder y Keyworth habían sido libertarios antes de escribir el manifiesto y mucho antes de descubrir la magia de la revolución IT. Gilder había publicado en 1981 Wealth and Poverty, el tratado económico fundamental que había inspirado el reaganismo, y Keyworth había sido parte de la administración de Reagan como secretario de Ciencia. Ambos habían estado entre los republicanos que más trabajaron por empujar al partido hacía la era de la desregulación de la economía.
Esta ola de fervor revolucionario estimulo la imaginación de Clinton, que era un creyente acérrimo en la emancipación del individuo que iba a traernos la desregulación total de las telecomunicaciones, y terminó de volcar su administración hacia el consenso libertario, una pasión que compartía con su más enconado enemigo en el congreso, Newt Gingrich. Inspirados por Toffler et al (Gingrich, de hecho, había puesto guita en la Progress and Freedom Foundation, el think tank que había publicado el manifiesto), ambos acordaron que era necesario desmantelar las cadenas que ataban a la economía, incluso si eso significaba destruir las regulaciones anti-monopolio que establecía la Communications Act de 1934. Si miles de nuevas cadenas de televisión por cable iban a estar disponibles, ¿por qué limitar el número que una corporación podía operar? ¿Por qué confinar a las empresas de comunicación a un sector de la industria -telefonía, televisión abierta, televisión por cable, televisión satelital, películas- en lugar de dejarlas a todas competir libremente a lo largo y ancho del mercado desregulado? Nadie sabía exactamente a dónde nos iba a llevar la revolución tecnológica, pero todos intuían, inflamados por la ola new age digital y de la liberación individual, que iba a ser un lugar maravilloso, libre de restricciones, soleado, lleno de riqueza, feliz. Todos pensaban: dejemos a los innovadores, a los entrepreneurs, a los hackers y a los capitalistas de riesgo de cada punto de la economía desatados, y dejemos que el consumidor decida cuál vale la pena, cuál ofrece el mejor servicio, cuál merece vivir o morir en la jungla del mercado. En una de las millones de muestras de optimismo frente a la desregulación, la doctora e intelectual de izquierda, especialista en contenido y redes sociales, Patricia Aufderheide, comparaba en “Communications policy and the public interest”, maravillada, a la revolución digital con hitos como la introducción de la imprenta en el siglo XV, afirmando que iba a permitir “enviar y recibir información en cualquier dirección, convirtiendo a cada usuario en un potencial productor tanto como un potencial consumidor. Esto va a generar un escenario de recombinación de contenido infinita, abierta en cualquier punto a cualquier nuevo usuario o proveedor de servicios que quiera conectarse. Ninguna corporación va a poder controlar esta plataforma dinámica, accesible a toda hora del día y de la noche, con tantos usuarios activos al mismo tiempo.”
Bajo este clima de embriaguez dionisíaca, Clinton envió al Congreso en 1996 la Telecommunications Act, que se aprobó en tiempo récord. Como estaba previsto, la ley barrió con todas las normas que prohibían a las empresas cruzar los límites de sus sectores y destruyó todos los monopolios y regulaciones estatales. Telefónicas, operadoras de cable, televisoras satelitales, estudios privados, estudios de cine y proveedores de internet pudieron, a partir de entonces, competir libremente por el control del mercado.
Por supuesto, algunos críticos intentaron advertir que no todos los aspectos de la nueva era de internet parecían hermosos y prometedores. De hecho, la era de los grandes Barones capitalistas del siglo XIX había dejado algunas enseñanzas sobre la hiperconcentración de capital y las oligarquías (los Rockefeller, los Vanderbilt y otros) que quizás proyectaban una luz de precaución. Mientras se estaba dando el corto debate en el Congreso por la ley de desregulación, Marvin Kitman publicó una columna en Newsday diciendo, palabras más, palabras menos, “ojo que en 1890 ya nos entusiasmamos así y nos rompieron el culo”, y recordaba las palabras del CEO de Time Warner, Gerry Levin, que había predicho en 1990 que “va a haber un momento en la historia en el que cinco empresas controlen todo el contenido en el planeta y las redes a través de las cuales ese contenido es distribuido, y estamos planeando ser una de esas empresas.” Sin embargo, como menciona Gary Gerstle en The Rise and Fall of the Neoliberal Order: “Sugerir algo así en los ‘90 -o incluso mencionar la ‘fairness doctrine’- era ser automáticamente estigmatizado como un abuelo, alguien que simplemente no entendía el potencial revolucionario del momento”. En otras palabras, un “viejo meado”. Ese mismo año de 1996, Lawrence Summers, lugarteniente de Rubin en el ministerio de Economía (un tipo que luego reaparecería como jugador clave de la administración Obama) declararía: “Hace no mucho éramos todos keynesianos, ahora, cualquier demócrata honesto te va a admitir que somos todos friedmanitas.”
Un mes después de firmada la ley de telecomunicaciones, las compañías más importantes de Sillicon Valley enviaron técnicos a escuelas públicas de California para conectarlas a internet, un gesto que en ese momento simbolizaba la promesa de la iniciativa privada al servicio del bien común pero que hoy podemos apreciar en su gran cinismo y estupidez. Clinton y Gore viajaron a Concord, un pequeño pueblo al este de San Francisco, a instalar ellos mismos unos cables de fibra óptica, con las primarias demócratas ya prácticamente ganadas, sin competencia, y pensando en la reelección. Durante esa visita, los líderes de la industria fueron claros en anunciar su apoyo a la fórmula, con un Steve Jobs que dijo: “Los últimos cuatro años fueron los mejores para Silicon Valley en su historia.”
La desregulación no trajo, sin embargo, la emancipación del individuo, como todos sabemos, ni mejoró la competencia. Sí promovió, en cambio, la formación de los oligopolios mediáticos ultra progres que conocemos hoy y que nos floodean con contenido de megamierda las pantallas de la televisión on demand. Time Warner adquirió Turner en 1996, permitiéndole controlar CNN. En los años siguientes, se unió a dos estudios de cine independientes, Castle Rock y New Line Cinema, compró HBO, el primer servicio de trasmisión de cine digital, luego se unió con AOL y más tarde, en 2016, esta bestia fue adquirida por AT&T, ya libre, desde hacía dos décadas, de las restricciones comunistas que le imponía el Estado.
Disney la siguió de cerca, ya que apenas dos días después de que Clinton firmara la ley de telecomuniaciones, se fusionó con Capital Cities/ABC, quien a su vez compró la primera señal de deportes de cable, ESPN. En los años sucesivos, Disney sumaría ITV Television South, MTM Enterprises, News Corporation, Hulu, Marvel, Lucasfilm, etc., en un gran conglomerado de películas, música, series de TV, cruceros, resorts, videojuegos, cómics, hoteles y parques de atracciones lgbtqi+, paradójicamente, 100% alineado con la agenda de energías renovables y proteína de insectos de Klaus Schwab. General Electric, por su parte, una de las más grandes industrias manufactureras de equipamiento eléctrico, también se sumó al frenesí de adquisiciones que siguió a la desregulación adquiriendo NBC y RCA. Westinghouse, otra compañía que fabricaba enchufes y turbinas, compró CBS en 1995 y después se fusionó con Viacom en 1999. Ahora se llama Paramount Global (que en Argentina es dueña de Telefé). Y así un gran etcétera.
En los 5 años que siguieron a la Telecommunications Act de 1996, las compañías de telecomunicaciones invirtieron más de 500 mil millones de dólares en expandir la infraestructura de fibra óptica muy por encima de la demanda, sumándose al frenesí capitalista en un ejemplo de la estupidez estructural que gobierna a los mercados cuando se los deja completamente desregulados. Por otro lado, los bancos de inversión empujaron la especulación al mango, metiendo guita en cualquier cosa que tuviese un leve tufillo a internet. Totalmente enloquecida, la gente renunciaba a sus trabajos para mudarse a Silicon Valley y Wall Street (otro sector que también había sido ultra desregulado por Clinton, para consolidar la alianza entre San Francisco y Nueva York que lo sostuvo en la presidencia). Un mes después del discurso del state of the Union al que ya hicimos referencia, sin embargo, y tres meses después de la fusión entre AOL y Time Warner y mientras el NASDAQ alcanzaba un all time high de 5.048 y Yahoo! e eBay hablaban de unirse, se rumoreaba que Japón había entrado en recesión y las tasas de interés subían por la Fed, se pubicó un artículo en la revista de negocios Barron’s bajo el título “Burning Up; Warning: Internet companies are running out of cash -fast!”. Este artículo anticipaba la inminente bancarrota de muchas compañías de internet e hizo explotar la famosa “burbuja punto com”. Muy pronto, Estados Unidos entró en una recesión que llevó el desempleó a 6.3% (el doble que en enero de 2000) y que recién terminó con el ataque del 11 de Septiembre y la puesta en marcha de la maquinaria militar, que reactivó la economía nuevamente por razones un poco menos especulativas.
El discurso “ciberutópico” y desregulador entró en un lógico impasse: ¿podría ser que los grandes intelectuales de la izquierda y la derecha se hubiesen equivocado en el diagnóstico esperanzador de finalmente haber alcanzado la sociedad perfecta, el individuo libre, el fin de la historia? ¿Podía ser que la desregulación de la economía no llevase necesariamente a la emancipación del individuo sino a la concentración del capital, a la anomia social y al frenesí capitalista? Sin embargo, como todas las cosas realmente bellas y puras, la ilusión no murió. En 2010, de hecho, renació más depurada, esta vez como respuesta a una serie de eventos políticos alrededor del mundo, especialmente dos: el movimiento Occupy Wall Street y la serie de movilizaciones populares que se conoció como la “Primavera árabe”.
Occupy Wall Street surgió por iniciativa de Kale Lasn, un canadiense de origen estonio que por veinte años había publicado la revista Adbuster desde su ciudad de residencia, Vancouver. Con una frecuencia bimestral, Adbusters describía con tono irónico un mundo empujado hacia el colapso por el insaciable apetito consumista generado por el capitalismo de acumulación. Con un estilo moralista, ultra estetizado y plagado de referencias pop, la revista consolidó el tono indignado de la izquierda contemporánea (ambientalista, anti-bélica, anti-big tech, pro-choice, etc) y definió su lifestyle copiando las modulaciones del lenguaje publicitario. En los años finales del auge de la industria gráfica, Adbusters era una revista gruesa y muy fancy, llena de anuncios falsos de diseñadores de moda y marcas de licores lujosas, y gráficas con estética Bansky contra la agricultura industrial y la megaminería. Luke Savage, escritor senior de la revista Jacobin, recuerda que “muchas de las sugerencias que salían en la revista eran de hecho opciones de estilo de vida: Adbusters fue uno de mis puntos de entrada a la política de izquierda cuando era un adolescente, y recuerdo particularmente un artículo acerca de tratar tu dieta de contenidos como tratabas tu dieta de comida, onda, mainstream media es como comida chatarra, entonces te sugerían reducirla en favor de cosas más sanas. También recuerdo un artículo que decía que debías conectar con la Madre Naturaleza a través de consumir regularmente té de diente de león.”
La revista alcanzó su máximo punto de influencia cuando el 13 de julio de 2011 publicó para sus 70 mil suscriptores un póster a doble página de una bailarina balanceándose sobre el famoso toro que decora la entrada de la bolsa de valores de Nueva York con el copy: “What is our one demand? #OccupyWallStreet” “September 17th. Bring Tent”. Lasn, con mucho timming político, se olió que algo se estaba cocinando. El crash de 2008-2009 había culminado el momento de hybris furiosa del orden neoliberal, empujando a los Estados Unidos a una recesión fuerte: salarios congelados, jóvenes en trabajos precarizados, hiperconcentración de la riqueza. En los días siguientes, y durante algunos meses, una multitud de nenazos ocuparon Zuccoti Park y, de a poco, convirtieron esa zona céntrica de Manhattan en una kermesse poco articulada de expresiones artísticas, murga y panes rellenos.
Seis meses antes, el 17 de diciembre de 2010, un joven tunecino que vendía vegetales en la calle y que había sido humillado por un oficial de la policía se prendió fuego frente a la casa de gobierno de la capital. El gesto se volvió viral en las redes y desató protestas en contra del régimen autoritario del presidente Ben Ali, que llevaba 23 años en el poder y que cayó 10 días después, al escapar hacia Arabia Saudita. El éxito de esas primeras protestas inspiró revueltas a lo largo del mundo árabe, con especial fuerza en Egipto, Bahrain, Libia y Siria. Este movimiento, que luego se conocería como la “Primavera árabe”, movilizó a los sectores jóvenes del mundo islámico que se organizaron a través de redes sociales (la prensa angloparlante de esos años la llamó la “Facebook revolution”) con un contenido fuertemente liberal, en el sentido de que los principales reclamos se concentraban en la recuperación de libertades básicas, el derecho al voto y las reformas políticas, antes que en reivindicaciones de igualdad social o redistribución del ingreso. Durante esos años, y al igual que pasó con Occupy Wall Street, los papers y los artículos de intelectuales inundaron los medios académicos y la prensa mainstream, tanto desde la derecha como desde la izquierda, celebrando el “poder” de las “nuevas tecnologías” para empoderar poblaciones oprimidas y ofrecer un camino hacia la libertad aun en zonas del mundo donde los regímenes autoritarios se hallaban más consolidados. En 2011, por ejemplo, Malcom Gladwell, el best-seller ultra neoliberal, publicó un artículo en la revista Foreign Affairs llamado “From Innovation to Revolution: Do Social Media make Protest Possible?”, cuya respuesta era por supuesto afirmativa, mientras que Clay Shirky, un bot del sistema universitario norteamericano, escribía “The Political Power of Social Media: Technology, the Public Sphere, and Political Change” con una perspectiva similarmente utopista y naive.
La hipérbole del momento debería haber sido suficiente para volvernos un poco escépticos, pero la mayoría de la izquierda y la derecha se dejó arrastrar por la excitación de las imágenes de grandes masas ocupando plazas públicas y lugares simbólicos de ciudades como París, Madrid, El Cairo, Buenos Aires, Damasco. Sin demoras, libros, redes sociales e incontables columnas y blogs celebraron la llegada de lo que los “ciberutopistas” habían predicho dos décadas antes. En los ‘90 se habían chocado de frente, pero eso había sido apenas un pequeño error de cálculo: Esta era de verdad. En The Revolution Will be Digitized: Dispatches from the information war (2011), Heather Brooke, periodista y activista británico-americana vinculada a WikiLeaks, escribió que “la tecnología está destruyendo las barreras sociales tradicionales de status, clase, poder, riqueza y geografía, reemplazándolas por un ethos de colaboración y trasparencia”.
Ese mismo año, AdBusters publicó un artículo de otro miembro prominente e igualmente ridículo del programa de la carrera de sociología de la UBA, Manuel Castells, “Disgust Becomes a Network”, donde argumentaba que los campamentos sin líderes visibles y organizados online que empezaron a aparecer en la Puerta del Sol de Madrid como rebote de todos estos movimientos (y que luego se conocerían como 15-M) eran la materialización de lo que él había estado escribiendo a lo largo de toda su carrera: la “sociedad-red”, un concepto que había acuñado en 1996, al calor de la revolución digital, prediciendo la organización de las sociedades modernas en redes sin centros a través de las cuales la información circularía sin control y que desafiaría (y eventualmente vencería) al poder político, económico, institucional centralizado en nodos y a la democracia liberal, liberando en última instancia al individuo no a través de una visión individualista naive como la que proponía el libertarianismo, es decir, desprovista de estructuras sociales que lo contuviesen, sino a través de un fuerte arraigo en nuevas relaciones sociales organizadas a través de la información.
Pero, al igual que había sucedido en los ‘90, este fervor libertario se disipó apenas unos años después. Occupy Wall Street fue reprimido y desalojado por el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, con apenas resistencia, y el movimiento se mantuvo tan falto de estructura, liderazgo y dirección como había nacido. Apenas un estertor más de la irrelevancia estética del neoliberalismo disidente. En 2013, un movimiento similar, espontáneo, con fuerte participación en redes sociales, ocupó las plazas públicas de las ciudades importantes de Ucrania y todos pensamos que la llama del libertarianismo, de la sociedad-red y del “ciberutopismo” seguía viva. Sin embargo, esta vez, la narrativa del movimiento sin líderes y organizado a través de redes de cooperación online rápidamente quedó hegemonizada por neonazis. En España, aún peor, las protestas en la Puerta del Sol dieron paso a la formación de Podemos y de Vox, dos agencias de publicidad para millenials. ¿Cómo no nos dimos cuenta de que las máscaras de Guy Fawkes, adoptadas como un símbolo central en las protestas por las sensibilidades políticas volátiles que evocaban en los foros de memes y en su uso por el grupo Anonymous daban pistas de que había un tipo muy diferente de movimiento sin líderes, organizado horizontalmente, alimentado por la libre circulación de información, que se estaba gestando online que no se acercaba precisamente a la sociedad feliz y liberal que nos prometían los entusiastas de Twitter?
En Oriente Medio la situación fue un poquito más “real”, ya que el vacío de poder que dejaron los líderes despóticos en los países árabes fue ocupado no por el libre mercado, los derechos civiles y las democracias participativas, sino por el radicalismo islámico. Dos años después de la caída del presidente Mubarak en Egipto, en la Plaza Tahrir de El Cairo se violaban mujeres y se asesinaban hombres a pedradas a plena luz del día. La derecha neoliberal explicó que el fracaso de la “Primavera árabe” se debió a que Estados Unidos y la comunidad internacional no prestaron apoyo decisivo en el momento adecuado, cosa por supuesto desmentida por los ejemplos de Libia y Yemen, donde la criminal de guerra Hillary Clinton intervino fuertemente para “asegurar la transición democrática”, provocando conflictos civiles desastrosos que dejaron decenas de muertos y desestabilizan la región hasta el día de hoy. La izquierda neoliberal, por otra parte, concluyó que el problema fue la falta de “moderados” y “seculares” entre los revolucionarios, que pudieran liderar el proceso desde su inicio. Esto también es casi enteramente falso y fácilmente comprobable en los casos de Egipto y Siria, donde las protestas no se islamizaron sino hasta el final, y siempre tuvieron un contenido fuertemente liberal y democrático.
Según Anand Gopal, que publicó el buen ensayo “The Arab Thermidor” (2020) en la revista Catalyst, la verdadera explicación al fracaso de la “Primavera árabe” es la baja sindicalización de la región y la destrucción de las pocas estructuras gremiales que existían a partir de los ‘90, cuando los países de Oriente Medio fueron penetrados por el neoliberalismo: “En Siria el debate en un momento era ‘¿seguimos protestando pacíficamente o nos empezamos a armar y luchamos contra el ejército?’ En ambos casos, los iban a matar a todos. Pero lo que era interesante es por qué solo se planteaban esas dos opciones. La razón es que no tenían otro medio de enfrentar el régimen. Ese era el horizonte de su imaginación política. ¿Cuál podía ser una tercera opción? Hacer un paro general, dejar de trabajar. Si pudiesen hacer un paro, de repente las ruedas del sistema podrían empezar a crujir. En especial en Siria, donde las grandes corporaciones estaban del lado del régimen. Con ese paro, quizás hubieran podido generar una división al interior de la clase gobernante. Entonces la pregunta es: ¿por qué esto no estaba sobre la mesa? Bueno, no estaba sobre la mesa porque estos tipos no tenían la experiencia de trabajar juntos, de organizarse como movimiento obrero, de hacer un paro juntos. Esa es una experiencia colectiva que te lleva años construir y que conduce a la confianza necesaria para pensar que ese es el movimiento correcto.”
Esta ausencia de estructuras de organización políticas prexistentes, en parte ocasionadas por las políticas de liberalización del mercado de trabajo introducidas por la occidentalización de la economía y la marea desreguladora de principio de siglo, que en teoría iban a traer prosperidad a la región, no solo limitó el repertorio de estrategias de acción cuando las revueltas necesitaban evolucionar hacia un siguiente nivel, sino que provocó una fractura a nivel identitario. Mientras que las clases medias, más globalizadas, sí se veían a sí mismas como un clase nucleada alrededor de reclamos de baja de impuestos y una reorganización de la economía en un sistema más tipo laissez-faire, “los pobres y la clase trabajadora, porque no tenían una estructura institucional que las contuviera y las organizara colectivamente, no se veían a sí mismas como una clase, entonces se concebían en términos diferentes, se percibían más como musulmanes en contra de estas elites a las que veían seculares y que no los representaban.” Sobre esta división, surgida de la desinstitucionalización y la marginalización de los trabajadores por los requerimientos del nuevo mercado laboral, trabajó, con mucha inteligencia, ISIS y otras organizaciones fundamentalistas.
Angela Nagle, en Kill All Normies, menciona que “si bien los comentaristas se apuraron en elogiar el rechazo de la división izquierda-derecha en medio de la nueva ola de protestas centradas en la cultura online a principios de la década del 2010, el desarraigo político de esta política centrada en los foros de internet y que carecía de líderes visibles, desde la perspectiva de hoy, parece un poco menos digno de ser celebrada acríticamente.” Ahora bien, el punto hacia el cual nos lleva este espléndido camino de historia económica, política, técnica y social es que este tipo de cultura política que surgió de la “superación” de la división entre las identidades tradicionales de la izquierda y la derecha tiene su origen en la contracultura de los ‘60, y especialmente en el auge del libertarianismo o el discurso anti-estatal (o anti-New Deal), que unificó discursos en un reclamo común de liberación y emancipación individual de las cadenas burocráticas y corporativas que nos sometían a la constante vigilancia del sistema, pervertían nuestra libertad y destruían nuestra capacidad de ser creativos e innovar.
Uno de los ejemplos más claros de este melting pot libertario es, sin dudas, la trayectoria biográfica e intelectual de Murray Rothbard, que podría definirse como un experimento de la CIA turbocargado por LSD, expresada claramente en su revista Left and Right: A Journal of Libertarian Thought (1965-1968), pero también en el derrotero que la teoría del management experimentó durante los años ‘60 y ‘70 como resultado de la penetración de la contracultura en la dinámica de gestión de las corporaciones norteamericanas. Pienso, por ejemplo, en el clásico Up the organization: How to stop the corporation from stifling People and Strangling Profit (1970), de Robert Townsend, que afirmaba cosas como que “el verdadero liderazgo debe beneficiar a los seguidores, no enriquecer a los lideres” o “no contrates a un graduado de la escuela de negocios de Harvard” y, en un despliegue ya un poco excesivo de los alcances de su teoría, menciona a Ho Chi Minh como ejemplo exitoso de un líder capaz de aplicar un pensamiento desestructurado para vencer el “impacto poderoso” del taylorismo opresor. Sin dudas, es el estilo de gestión corporativa triunfante que continúa hasta nuestros días en el tono descontracturado y alienante de las multinacionales trendy.
Desde ya, las “innovaciones ideológicas” con las que la sociedad occidental procesó la recesión económica, la aceleración tecnológica y la crisis de la Unión Soviética entre 1965 y 1991, es decir, la pulsión libertaria, la desregulación total, el “ciberutopismo aceleracionista”, la crisis de las identidades de izquierda y derecha, el mundo del trabajo y el sindicalismo, y que nos llevaron desde la imagen dorada de la “Ciudad sobre la colina” reaganista hasta el sueño de la sociedad global y sin fronteras de Bill Clinton hasta el frenesí bélico de George W. Bush y la promesa fallida de la sociedad post-racial y post-clasista de Obama, han sido incapaces de conducirnos al mundo del individuo emancipado que nos había sido prometido (la autobiografía de Obama se llama, entiendo que con cierto grado de ironía, A promised land). En cambio, el planeta que nos deja el liberalismo tras cincuenta años de hegemonía política, cultural y económica se parece más bien a la vidriera del laboratorio del doctor Josef Mengele si le extirpáramos el poco sentimiento humanitario que tenía y después de que todos sus experimentos fallaran: hiperconcentración de la riqueza y formación de oligopolios progresistas que controlan todo el flujo de información y dinero en el mundo, niños a los que se les amputa el pene a los 5 años para saciar el narcisismo de los padres de tener un hijo trans, destrucción de la tasa de natalidad, consolidación de las industrias del aborto, la eutanasia y el alquiler de vientres de mujeres pobres que dan a luz niños genéticamente manipulados para parejas ricas, explosión del radicalismo islámico en países antes seculares, chicas que actúan de NPC para que se masturben unos pibes que fueron convencidos por la industria publicitaria de que no van a poder acceder nunca al mercado sexual, etno-nacionalismo, inflación, economía de plataformas, jóvenes que no pueden comprar una casa ni planear formar una familia, ciudades hipergentrificadas por aplicaciones en las que no vive nadie, gente que admira al mogólico de Elon Musk, y un largo etcétera dentro del cual se ensambla, además, la exótica presidencia de Milei.
Después de completar varios ciclos de ilusión y desilusión, el liberalismo parecería encontrar nuevas máscaras para reavivar la efervescencia de millones de involuntarios militantes que, aún siendo víctimas del orden que instituye, parece ser incapaz de renunciar a la libertad sin contenido que promete y a la manzana envenenada del narcisismo producto de la irresistible hiper customización estética e ideológica del self. Cuando Klaus Schwab habla en Dubai, muchos bienintencionados luchadores de la libertad en las redes sociales identifican en sus radares el peligro cierto que implica una elite de multimillonarios consolidando un orden global supranacional, pero recurren para contrarrestarlo a la pulsión prepper de desengancharse de las redes institucionales de intercambio y vigilancia global, a opiniones ideológicas exóticas, diseñadas puramente para escandalizar a los normies, al culto de esos mismos multimillonarios (o de otros a los que juzgan culturalmente más apropiados), a la flor de la abundancia y a la retórica anarquista de las criptomonedas, último avatar naive del “ciberutopismo” -aún ignorando que, de todas las opciones posibles, esta última es las que más vacía de contenido está, después de los crashes de Luna y FTX, los ciclos de hype pelotudísimos de los NFT y las promesas incumplidas de BTC, que quince años después de su enigmática creación es apenas un asset financiero de alta volatilidad que funciona como el playground de las clases pudientes y un safe heaven para lavar guita del narcotráfico a través de casinos virtuales ubicados en paraísos fiscales. Todas estas opciones, o la deforme combinación de todas ellas que en general observamos, están tan infiltrada por Davos y la CIA como el so called “Nuevo Orden Mundial” al que dicen combatir. La única salida es el rechazo total del liberalismo en todas sus formas (de izquierda o de derecha, cultural y económico), como ya renunció Estados Unidos que, consciente del peligro que entrañaba para su economía y su cultura, comenzó a organizar la resistencia conservadora contra la desregulación el mismo día que Reagan dejó la presidencia a través de tipos como Pat Buchanan -una resistencia que durante este siglo globalizó Trump. Para los argentinos debería ser todavía más fácil, a pesar de la confusión de sus militantes políticamente pasados de rosca, intelectualmente mal formados y emocionalmente defraudados por el fracaso del neoliberalismo disfrazado de Estado benefactor, porque nuestro país fue siempre un faro del odio anti-casta y de colectivismo reparador en un continente parasitado por los servicios de inteligencia y las oligarquías liberales a su servicio, un mana del que Milei chupa para conjurar su magia oscura//////////PACO