La histeria como una manifestación leve de la neurosis. La histeria como una neurosis caracterizada por la multiplicidad de formas en que puede manifestarse. La histeria que, según el paradigma freudiano, puede presentarse como una ‘histeria de conversión’, donde el conflicto psíquico se manifiesta en un síntoma corporal, o como la ‘histeria de angustia’, donde esa angustia surge a partir de un objeto externo que resulta el vector del miedo. Esto según Freud, principios del siglo XX, positivismo, confianza ciega en la empiria, confianza ciega en lo observable. Lacan, en cambio, mediados del siglo XX, pleno estructuralismo, ideario positivista superado, lo que importa ahora es la estructura, el contexto, lo que rodea: qué conexión de hechos, objetos y sujetos producen un determinado significado. Según este paradigma, la personalidad histérica se pone a sí misma al servicio del otro, queriendo completarlo, sometiéndose a sus deseos y dejando de lado los propios: la imagen se construye a partir de la aprobación ajena, a partir de la estimulación al Otro, sin hacerse cargo de las consecuencias que pueden tener las propias acciones.
El amor definido como un sentimiento intenso, que incentiva al ser humano a ir hacia aquella persona que le atrae, buscando no solo reciprocidad sino, también, la posibilidad de completitud. El conflicto surge cuando no se encuentra dicha reciprocidad y, por lo tanto, la posibilidad de completitud fracasa. Es desde ahí que podemos construir dos variables del sentimiento amoroso: un amor correspondido, aquel que causa felicidad porque, justamente, nos provee la parte faltante que buscamos en el otro y un amor no correspondido, cuando nuestro deseo se anula porque la parte faltante lo rechaza. Es así como el amor romántico puede aparecer como una fuente de infelicidad y no de felicidad, plenitud o autorrealización. Pero cabe aquí introducir algunos matices: no puede ser todo tan blanco o todo tan negro; debería haber un gris. ¿Cuál? El de las infinitas sensaciones que provoca el amor, sea correspondido o no, sea parcialmente correspondido, sea correspondido a destiempo o correspondido pero no de la manera en que aquel que ama lo pretende. Infinitas sensaciones, muchas veces difíciles de racionalizar; como dice Freud: “Un día comprendo lo que me ha ocurrido: creía sufrir por no ser amado y sin embargo sufría porque creía serlo, vivía en la complicación de creerme a la vez amado y abandonado”.
El amor como una lucha de poder, desde donde el hombre construye su dominación. Porque está instalada la idea de que es la mujer quien provee el amor, mientras que el hombre provee el pan. Pleno siglo XXI, positivismo afuera, estructuralismo también e, inclusive, posmodernismo superado y, sin embargo, determinadas ideas tan profundamente arraigadas en la sociedad que, a pesar del cambio de paradigmas, a pesar del avance tecnológico, a pesar de la transformación de las maneras de vincularse con otras personas, siguen vigentes. El amor reproduce relaciones de poder que, aunque innegablemente en mutación, mantienen una predominancia masculina. Porque el amor mismo surge en un determinado contexto, a partir de ciertos condicionamientos sociales, a partir de determinadas cosmovisiones, apreciaciones del mundo que, aunque evolucionado y virtual, aún conserva su patriarcado. Como plantea la socióloga Illouz, es el hombre quien define el objeto amoroso, quien estipula las condiciones de coqueteo y quien abre o cierra las posibilidades de expresión del sentimiento romántico.
Tratemos de salir de los lugares comunes desde donde se defiende neciamente la figura femenina. La reivindicación debe existir pero no desde ese lugar. Una mujer no se hace más mujer porque invita a salir al hombre, ni porque le dice que quiere una ‘relación sin compromisos’, ni porque se enoja cuando la piropean en la calle. La defensa del propio género no debería rozar lo absurdo. Hay lugares y lugares desde donde hacerlo, como también hay infinita cantidad de mujeres que enfrentan situaciones desde infinita cantidad de posibilidades. El cuestionamiento a las estructuras de poder llega cuando se cuestionan ciertos órdenes institucionales que van más allá del rechazo hacia pequeñeces como una guarangada, entendida por algunos como un halago. Podría alegarse que es desde estas mismas pequeñeces que comienza a construirse una conciencia más profunda de la problemática, pero mientras no se amputen ciertas creencias, el conflicto seguirá vigente. La autosuficiencia de la mujer puede presentarse en una cena donde cada uno paga su parte, pero la modificación debería ser más profunda: en la capacidad de compartir los términos del amor. Erradicar la idea clásica de la mujer como suplicante [Ovidio nos enseñaba en el siglo I d.C.: “pongámonos de acuerdo el sexo viril en no ser nosotros los primeros en suplicar a la mujer; enseguida ella asumirá, vencida, el papel de suplicante.”] sin caer en su contraparte irracional que dejaría al hombre como quien implora. No. El amor resulta tan relevante al hombre como a la mujer y pensar lo contrario también sería insensato.
El cambio está en compartir el rol diseñador tanto en el cortejo como en su concreción. Y si se quisiera desechar el piropo desubicado, que se deseche, pero que no esté ahí el centro de la militancia. Las formas ayudan pero son rasgos superestructurales. La extirpación tiene que llegar de la mano del desarraigo de la histeria: completar al otro no puede ser el fin para la autosatisfacción sino que tiene que ser un medio para el goce mutuo. Pedir que el deseo propio no esté supeditado al deseo ajeno es, quizá, demasiado, en vista de que no son solo los demás quienes condicionan nuestro comportamiento, sino infinidad de combinaciones estructurales, coyunturales y decisionales. Pero por lo menos tener presente la idea de que no es la mujer quien debe regularse por los mandatos masculinos sino que debe ser un juego de a dos, donde, si existe el ceder, la negociación, que sea recíproca y por un bien mayor: el regocijo mutuo./////PACO