1. Rabindranath Tagore perteneció a una familia de intelectuales brahmanes y fue estudiado y traducido al español por Zenobia y Juan Ramón Jiménez. No tuvo una educación formal pero le bastó con crecer en una ciudad que era hogar de tipos brillantes como Madhusudan Dutt y Rammohan Roy. El teísmo de esas figuras se enfrentaba al hinduismo ortodoxo y sus prácticas dementes como el Sati, por el que las viudas de alcurnia eran quemadas junto al cuerpo de sus difuntos maridos. La poesía de Tagore abrazó ese reformismo desarrollando a su vez una comunión íntima con el paisaje y una constante inquietud espiritual. A los veinticinco vivía como un ermitaño a orillas del Ganges y no paraba de escribir. Después empezó a viajar y a traducir sus poemas al inglés. A fines del XIX publicaba casi exclusivamente en la revista Sadhana, desde versos bengalíes hasta artículos por los cuales era tildado de tibio por los independentistas y de antibritánico por los colonos. En los años siguientes levantó una escuela experimental en Santiniketan, una localidad situada a un par de horas de Calcuta donde fue inmensamente feliz. «Acá, en Bolpur, el viento recorre la gran llanura, hipando y abrazándose como un borracho a los altos troncos de los salas». Ahí escribió Gitanjali, una serie de párrafos preciosos que a veces me recuerda al flow feligrés de Hospital Británico de Temperley y por momentos parece un cancionero de la dinastía Tang. El libro se publicó en inglés con un prólogo de Yeats y fue furor en Europa. La noticia del éxito no se hizo esperar: se dice que Tagore iba caminando por su pueblo remoto cuando pasó frente a la oficina de correo y el cartero salió a correrlo con un telegrama en mano. El remitente era europeo y pensó que la misiva no tendría la menor urgencia, por lo que guardó el sobre en un bolsillo y se dedicó a contemplar el atardecer bajo las copas de los árboles que tanto amaba.
2. Llegué a Calcuta después de pasar la madrugada en el vagón-cama del expreso Netaji, una línea primigenia que atraviesa 1700 km desde el valle de Punyab hasta el golfo de Bengala. Cuando tomé el taxi al hotel tuve la impresión habitual de estar viajando en el tiempo, pero no precisamente a las épocas remotas de Ashoka o de los mogoles, sino a la de los expedicionarios británicos que poblaban las páginas de Agatha Christie. Los taxis amarillos facilitan esa ilusión: son autos ambassador fabricados a fines de los cincuenta con motores de 1500cc y enormes carrocerías convexas como las que se ven en La Habana. La elegancia particular de esas máquinas combina perfectamente con el resabio señorial que distingue a la antigua capital británica. De hecho, lo primero que noto es que Calcuta no expresa el arrojo y la violencia de Nueva Delhi; en sus veredas los vecinos se juntan conversar con holgura, formando pequeños mítines llamados adda que aligeran el ritmo inherente a una ciudad que supera la población de Buenos Aires. Todo parece sacado de una película de Satyajit Ray: el taxista avanza por el plató canturriando temas de Kishore Kumar que una estación transmite con restos de estática y fritura, como cuando se escucha un disco de Gardel. Los edificios neoclásicos alternan con monoblocks, oficinas y construcciones precarias que la humedad va haciendo añicos con una parsimonia invisible. A pesar de esas fachadas palaciegas, la ciudad fue degradándose por las migraciones masivas que sacudieron la provincia tras la partición de la India en 1947 y por la sucesiva mudanza de los gobiernos centrales a Delhi y Bombay. En pocos años se transformó en una de las urbes menos costosas de un país de por sí barato. En temporada baja, alojarse en el Gran Hotel de Calcuta, el recinto donde los colonos británicos celebraban año nuevo, cuesta menos de setenta dólares la noche.
3. En el expreso Netaji agrego a mis notas una selección de párrafos de Gitanjali. El poema 21 dice así: “Tengo que echar mi barca al mar. Las horas lánguidas se me pasan en la orilla. La primavera terminó de florecer y se ha marchado. Y ahora, cargado de fútiles flores marchitas, espero y tardo. Las olas se han vuelto clamorosas y en la sombría vereda de la orilla las hojas amarillas se agitan y caen. ¿Qué es lo que buscás con la mirada en el vacío? ¿No sentís estremecerse el aire con una canción lejana que viene, flotando, desde la otra orilla?”.
4. Tagore había olvidado la carta en su bolsillo pero un colaborador lo instó a abrirla ya entrada la noche. El mensaje era escueto, en pocas palabras lo anunciaban acreedor del Nobel de literatura. Fue el primer asiático en ganar el premio y desde esa tarde lo editaron en todo el mundo. La fama le abrió las puertas de más universidades y salas de conferencia; pasó de escribir en una casa-bote del Ganges a hacerlo en despachos de hoteles y camarotes de inmensos barcos a vapor. Era un observador ágil y en cada viaje codificaba una experiencia que iba a parar a sus textos. A los periodistas les fascinaba el porte de viejo gurú con el que Rabindranath denunciaba la mecanización de la modernidad y urgía a los hombres a cultivar la tolerancia y la introspección. En las fotografías de su estancia en Argentina se lo ve impávido, la mirada fija en el lente mientras Victoria Ocampo se distrae con un libro sánscrito. La escritora le alquiló una quinta en las barrancas de Punta Chica, en San Isidro, mientras él se recuperaba de una gripe severa. La relación entre ambos está envuelta de un misticismo platónico; en una nota publicada en La Nación en 1961, Ocampo dice: “yo sabía muy bien que lo único que podía ofrecerle era la vista al río; que ese paisaje era el único regalo digno de él. Jamás lo olvidó”. En otro escrito cuenta la rutina del gurú en Buenos Aires, dice que escribía por la mañana, que paseaba por el jardín y miraba con largavista a los horneros y a los benteveos. Una noche expresó el deseo de escuchar música europea, estaba desanimado y Ocampo no dudó en telefonear a Juan José Castro y requerir su cuarteto de cuerdas en la casa suburbana. Tanto el destello de esas tertulias como el del Río de la Plata quedaron impresos para siempre en la memoria de Tagore. “En este estado de debilitamiento físico”, le escribió a Ocampo años más tarde, desde Santiniketan, “mi imaginación a menudo vagabundea y vuelve a aquel balcón de San Isidro. Todavía recuerdo intensamente la luz de la madrugada sobre los grupos de extrañas flores azules y rojas de su jardín, y el juego constante de los colores sobre el gran río que yo nunca me cansaba de mirar desde mi balcón solitario”.
5. El taxista me deja en la puerta del Gran Hotel, sobre la avenida Chowringhee. El edificio se expande a lo ancho, tiene pocos pisos pero ocupa una manzana alrededor de la cual se levantan centenares de puestos de ropa trucha, algunos kioscos y comida al paso. Atravesar el umbral del lobby simula un cambio de dimensión que el aire acondicionado termina de desempañar. Los botones me saludan con venias dignas de un teniente y en recepción se redobla la cortesía. Nunca estuve en un cinco estrellas pero enseguida distingo dos variables que contrastan con los ámbitos a los que estoy acostumbrado. La primera tiene que ver con el trato, que es reverencial y exagerado y hace que el huésped se sienta parte de un círculo aristocrático del Raj. Solo en el registro me atiende una comitiva de seis empleados, todos hablan perfecto inglés y hay un séptimo botón de chaleco y ralla engominada que se acerca con una copa espumante y un cisne enrollado sobre una bandeja de plata. La toalla-cisne sirve para explicar la segunda variable, concerniente a las superficies. La habitación standard del Gran Hotel tiene el metraje de un dos ambientes y todo lo sensible al tacto revela una amortiguación fuera de lo común. Las toallas son extremadamente gruesas, huelen a lavanda y el aroma es silvestre, como si hubieran sido prensadas en el mercado de flores en vez de rociadas con Glade. La alfombra es tan tullida que cada paso se vuelve astronáutico, el papel higiénico tiene un gramaje esponjoso y en la mesa de luz descubro un menú con cinco tipos de almohadas que pueden solicitarse en recepción. Hay de memory foam, dos hipoalergénicas y una de alforfón; las que están puestas son de plumón de pato y dan la sensación de hundir la cabeza en espuma de afeitar.
Lo visual refuerza ese placer sensitivo: los muebles son de caoba, el tacho de basura está remachado en cobre y en el baño hay una caja de carilinas tallada en pino y esquinada con hierro. Toda la decoración es neoclásica; los cuadros exponen pastorales mogoles, dibujos de trazo fino enmarcados en bronce e iluminados con lámparas de estilo bibliotecario. Para mayor sorpresa, la temperatura del cuarto se ajusta con un termostato y por primera vez en India no escucho un solo sonido aparte de la respiración mecánica de la ventilación. El resto del hotel sigue una sintonía de principios de siglo: se desayuna a la carta, husmeando el Times of India que cada huésped recibe en una bolsa de arpillera, y cuando dejo la habitación más de una hora alguien tiende la cama, dobla la ropa y renueva los frascos de shampoo y enjuague bucal. Por regla general vuelvo de noche y hay un pianista que llena el lobby de sonidos clásicos. El tipo toca erguido, con un gesto a la vez cordial y canchero que expresa la dignidad espartana del músico de salón. Es la primera vez en un mes que escucho música de conservatorio y en esa revelación intuyo a Tagore, en San Isidro, disfrutando el cuarteto de los hermanos Castro, adivinando las notas de los violines que se inmiscuyen, como un velador, en su cuarto de puertas ligeramente entornadas. La anécdota de Ocampo, la acústica embaldosada del lobby y el eco de esas notas blancas me hacen pensar en el número 3 de Gitanjali: “La luz de tu música ilumina el mundo; el vivo aliento de tu música corre de cielo a cielo. El raudal santo de tu música vence todos los pedregales y sigue, como un torbellino, siempre hacia adelante”.
7. La poesía de Tagore rezuma un estado de profunda serenidad y ese tono articula el discurso que dio en el Gran Hotel de Estocolmo el 10 de diciembre de 1913. Imagino el anfiteatro como una réplica de mi alojamiento en Calcuta, la audiencia repleta de bigotes blancos, sacos cruzados y un aire de fascinación zoológica hacia el gurú galardonado. Pero Rabindranath no solo era un místico, también era político y directo y denunciaba el nacionalismo de las potencias europeas, al punto de presagiar el inicio de la primera guerra. La injerencia del renacimiento bengalí en la vida de la colonia es resumida por Pankaj Mishra en su tríptico De las ruinas de los Imperios, donde equipara al poeta con Jamal Al-Afghani y Liang Qichao. Tagore creía que India tenía la responsabilidad histórica de construir un Estado que propugnara la tolerancia y las tradiciones espirituales del Este. Fue nombrado Sir por la Corona británica pero rechazó al título cuando los ingleses perpetraron la masacre de Amritsar en 1919. Con la misma determinación criticó el incipiente imperialismo japonés y el espíritu totalitario del capitalismo. En cierta forma tuvo la suerte de morir antes de la Independencia, repartiendo el retiro entre su casa de Jorasanko y el ashram de Santiniketan y sin saber de los convoys de musulmanes masacrados por hindúes, ni enterarse de la fuga de estos últimos por la frontera de Bangladesh, ni conocer la tarde en que un fanático derechista le reventó el pecho a Mahatma Gandhi, a quien estimaba, de tres balazos a quemarropa.
8. Una metáfora que sobresale de sus conferencias en Japón: “El occidental dice: Ustedes no progresan, no se mueven. Yo le pregunto: ¿Cómo lo sabe usted? El movimiento no sólo se aprecia en relación a una meta. Un tren avanza hacia su destino, pero un árbol no hace movimientos concretos de ese tipo: su progreso es el progreso interno de la vida. Vive y aspira a que la luz se refleje en sus hojas, y su savia circula con sigilo.”
9. Mi habitación es contrafrente y da a las calles del New Market. Tras el ventanal de doble vidrio bulle cada centímetro cuadrado con ambulantes y rickshaws que tipos famélicos arrastran con una expresión equina, vacía de toda esperanza. El barrio es estrictamente comercial y orbita alrededor del Gran Hotel y de unas galerías abovedadas que resguardan locales de comida, orfebrería y textiles de seda y cachemira. Hay tipos cocinando a fuego fuerte sobre discos gigantes y otros que arrastran carritos con limosneros de piernas amputadas. Mientras los peatones gastan sus rupias devaluadas y los ambassadors abren el bullicio a bocinazos, almuerzo y ceno panqueques de pollo especiado y lassis saborizados con mango en uno de los callejones del mercado. Los rolls son la especialidad de Calcuta; voy siempre al mismo puesto sin excepción, los bancos son de un plástico aceitoso donde me siento a comer y a contemplar ese desfile lunático al que mis sentidos se acostumbran de a poco.
La miseria en India es una constante que pareciera remontarse a la caída del Imperio Maurya y termina por naturalizarse, mientras que la opulencia siempre es nostálgica, subsidiaria del esfuerzo británico y musulmán por establecer un dominio simbólico con edificios colosales y de la impresionante tradición védica que ya supera los cinco mil años. La puesta en escena de esas variables se da en el Indian Museum, que las guías promueven como el cenit de la oferta cultural calcutense y destacan entre las varias galerías de arte que dispone la ciudad. La realidad es un poco distinta: el museo parece el set de una película de Indiana Jones. La última curación debe haberse hecho en los sesenta; hay animales disecados, una sala dedicada al darwinismo y una oferta soporífera de fósiles y muestras geológicas de todo el subcontinente. Bajo la brisa que desparrama un pelotón de ventiladores industriales, bordeo filas de rocas emplazadas en estanterías de madera podrida y carteles pintados a mano que el tiempo amarilleó demasiado. La única sala refrigerada resguarda una momia egipcia que los ingleses deben haber olvidado tras la caída el Raj; en las demás se respira el vaho de los monzones.
Pero como en cada rincón del país, la colección del Museum oscila de lo fétido a lo espectacular en cuestión de segundos. Las galerías del patio, por ejemplo, despliegan un ejército de esculturas del siglo II al XIII que incluye a medio parnaso hindú, desde mujeres de ocho brazos y tetas desopilantes hasta gurús en transe meditativo y Budas de la provincia de Bihar. Todo se presenta con un descuido arcaico, todo está ligeramente sucio, tanto las vitrinas que exhiben la numismática maurya como los marcos de las pinturas excepcionales de Sunayani Devi y Jamini Roy. Sé que es tedioso enumerar estos nombres pero busquen y vean los óleos de Amrita Sher-Gil o las acuarelas miniatura de Gaganendranath Tagore. Desde los artistas callejeros de Udaipur a Roy Chowdhury, los indios desarrollaron un talento exquisito para crear escenas minúsculas, como si la falta de espacio y materiales los forzara a encerrar sus paisajes en un formato de tamaño postal.
10. Los ingleses desembarcaron hacia el 1600 y no tardaron en establecer una corporación que rigió los aspectos fundamentales de la vida local durante más de dos siglos. La East Indian Company llegó a contar con un ejército de cipayos que duplicaba las fuerzas británicas y a principios del siglo XIX controlaba la mitad del comercio mundial. Era un proto-estado con un lobby bestial en el parlamento de Londres y el monopolio asegurado en buena parte de Asia. El cártel traficaba especias, esclavos y té pero también pirateaba las costas e inundaba las ciudades chinas con opio barato. Los excesos eran frecuentes y en 1697 asaltaron un bergantín mogol que atravesaba el Mar de Arabia luego de una peregrinación a la Meca. El episodio fue un escándalo, sacudió el VIP del palacio de Westminster y desató la furia de Aurangzeb. El emperador musulmán era el único mantenía a raya a los ingleses pero a su muerte ya no hubo limitaciones. No es necesario volver sobre las notas al pie de El Capital para recordar las condiciones de vida de los obreros británicos e intuir cómo tratarían los colonos a los indios plebeyos. Tampoco sorprende que estos últimos se levantaran en armas. El motín de 1857 se extendió desde el norte de Delhi a todo Punyab y los ingleses desataron una represión que dejó más de medio millón de muertos. Fue el fin de la East Indian Company: la Corona decidió que la mejor manera de ejercer la soberanía no era a través de un grupo de accionistas empedernidos y mercenarios psicópatas, sino mediante instituciones formales, por lo que estableció la capital imperial en Calcuta y proclamó el Raj Británico.
11. ¿Cómo sería Londres de haber sido conquistada por los indios? La exhibición del Victoria Memorial da cuenta de las varias logias que organizaron los bengalíes a principios del XX para hostigar a los ingleses con bombas caseras, tiroteos y otras técnicas de corte guerrillero. La curaduría es perspicaz considerando que el Memorial fue levantado en la misma época en honor a la Reina. Tiene las dimensiones del Taj Majal, también es de mármol blanco y la fachada incorpora elementos de la arquitectura mogol como los chhatris de las esquinas. A esta ambición de adaptar el estilo de los nativos al helenismo de la metrópoli la llaman arquitectura indosarracena. Así y todo, caminar por los jardines del Memorial da la impresión de estar en Londres o incluso en Viena. La suntuosidad sigue presente en varios edificios del meridiano que corre a lo largo del río Hugli, uno de los afluentes del Ganges. En esa dirección está Jorasanko, que en su momento fue un lujoso bastión brahamán y hoy apenas resiste a la inclemencia de las lluvias. La quinta de los Tagore ocupa casi una manzana y su museo organiza salas tematizadas con los países donde el poeta realizó sus viajes más significativos. China, Japón, Norteamérica, el reino de Siam. Es difícil visualizar el barrio de Rabindranath en las épocas el Raj: la riqueza del régimen se notaba en las construcciones sarracenas y en los uniformes de sus oficiales, pero sus calles estaban infestadas de cólera y lepra. Ese período contabiliza al menos diez grandes hambrunas; durante las guerras europeas, los convoys de alimentos iban a parar al frente y la única manera de sobrevivir al racionamiento era enlistándose. En la primera guerra el ejército británico censó un millón de indios en sus filas y más de cien mil caídos en combate. “Lo que India fue para Inglaterra, lo serán para nosotros los territorios del Este” diría luego Adolf Hitler. Precisamente en 1943 se dio otra crisis alimentaria y Calcuta quedó nuevamente diezmada. Las víctimas de ese capítulo fueron capturadas por Sunil Janah, uno de los fotógrafos más brillantes de los cuarenta, aunque todavía haya esquinas, mercados y fábricas que parecen recién escaneados de sus negativos.
12. Hay ciudades que la historia atraviesa de forma incisiva y es difícil caminarlas sin tropezar con sus cicatrices bestiales. La sensación de lejanía también las puebla de referencias íntimas, caminar solo y no entender un idioma hace que el mundo se llene de réplicas. A varias cuadras de la mansión de Tagore está el barrio universitario y sus esquinas rezuman una familiaridad más porteña que europea. Debe haber más librerías en Calcuta que en el resto de la India y en la College Street hay cientos de buquinerias idénticas a las de Parque Rivadavia. Creo que nunca había vistos tantos libros, quiero decir calles y calles donde el papel se acumula en rincones inesperados y que observo desde las ventanas del Indian Coffee House, una cooperativa gigante donde la gente lee y practica el adda como anclada en el siglo pasado. La otra variable que me acerca invariablemente a Buenos Aires es el fútbol. En Bengala es el deporte más popular y el orgullo local es el Mohammedan Sporting Club. Para verlo tomo unos micros color pastel que levantan pasajeros apenas aminorando la marcha, como si una falla mecánica les impidiera frenar del todo. El bondi al que subo tiene una densidad irrespirable pero en cierto punto se vacía y puedo sentarme al lado del chofer. Lo único que parece funcionar en su cabina es la caja de cambios y un altar improvisado en el parabrisas que impide que atropellemos a los cartoneros y motociclistas circundantes. Los rickshaws bordean el colectivo como esos delfines que escoltan las popas de los cargueros y las agujas del tablero están muertas, por lo que es difícil inferir la velocidad a la que viajamos o a cuánto se desliza el pavimento cuando pego el salto hacia una banquina de Lake Town.
A unos pasos de esa parada hay una estatua fenomenal de Maradona levantando la copa del mundo. La felicidad muchas veces es casual y sorpresiva y esa inminencia hace que me olvide del calor y respire de forma más ligera. Me quedo merodeando los alrededores del Diez por casi media hora, tomando chai en vasos de barro y hablando con los kiosqueros curiosos de mi procedencia. Después aminoro otro colectivo que me deja en el estadio olímpico Vivekananda, donde se disputa un torneo de primera división. La entrada cuesta poco más de un dólar y el partido es entretenido, con muchos goles que indios raquíticos festejan revoleando la camiseta como un ventilador. El aire en la cancha es pesado, en la noche ya se percibe el monzón. Tomar un taxi de vuelta al Gran Hotel me cuesta otro dólar con cincuenta; mientras avanzo por la autopista cobro consciencia de la tremenda dimensión de Calcuta, los carteles de néon resplandecen en los suburbios y ostentan la altura de los edificios más altos. Al llegar ilumino el escritorio con unos candiles eléctricos. Cuando memoro las impresiones de la última semana, termino pensando que el Gran Hotel es la metáfora de lo que fue este país para los británicos. Un retiro suntuoso, un oasis de glamur en medio de un océano de desposeimiento. Hacia las doce el agua empieza a golpear el doble vidrio y adivino el vendaval que sacude las terrazas en medio de la negrura. Reviso por última vez mi selección de Gitanjali. El número 22 es mi favorito y dice así: “En la profunda oscuridad de julio lluvioso, vas caminando en secreto, mudo como la noche, evitando a los que te vigilan. Hoy la mañana cerró sus ojos, sin hacer caso de la insistente llamada del huracán del Este, y un espeso manto cayó sobre el azul siempre alerta del cielo”. /// Calcuta, julio 2024.///PACO