I.

Twitter se está llevando lo mejor de mí.

Me pregunto qué haría papá Freud si aquellas mujeres que desconocían lo que era un orgasmo, así como esos hombres que se desayunaban del deseo edípico por su madre hoy le echaran la culpa de sus neurosis a las redes sociales. Es probable que consumiera aún más cocaína y que le dejase los tuits a Jung, más hábil en el arte de la síntesis y en la gestión social del discurso. O que hubiese puesto a Marie Bonaparte a tuitear en loop su cíclica pregunta de respuesta imposible, ¿qué desea una mujer? En menos de veinticuatro horas habría conseguido el resultado equivalente a años de trabajo de campo catalogados según replies y favs. Creo que sería Lacan quien –desde su sillón topológio y con más precisión– acordaría en que la red social consume. Y que lo hace en un juego semántico doble: en cuanto acción que agota o debilita y en cuanto pulsión consumista de bienes, esto es, información en todas sus variantes. Por eso se desarrolla en una matriz de subjetividad que funciona: la pulsión hace que no podamos dejar de consumir y, por tanto, de consumir(nos). Cuando digo que Twittter se está llevando lo mejor de mí significo ese doble juego: extrae cual fracking la materia de mi yo para alimentar al troll de mi ello, en un intento autoritario de llenarle la cara de dedos al superyo. Y el principio de placer agradece. Sin embargo, y como me dijeron que generalizar es muy muy feo, cabe apuntar que la dinámica no se multiplica de manera homogénea porque responde en última instancia a las motivaciones que habitan las profundidades autónomas, pero en cuanto esquema semántico indudablemente funciona para todos (las selfies, en esto, son reveladoras).

football

II.

Hace tiempo, y en uno de los tantos ‘turnos noche’ dádivas del insomnio, leo el siguiente tuit: ‘Mujeres opinando sobre fútbol y ventilando sus intimidades. ¿Dónde quedó Jane Austen?’. Esa misma mañana había estado interactuando con dos tuiteras acerca de los bemoles de la ovulación, el síndrome premenstrual y el desarrollo de los fármacos. Minitah power. Y, como una aparente coincidencia sin sentido alguno, esa tarde el Atlético de Madrid se había quedado con el clásico histórico contra el Real Madrid por primera vez en catorce años. En un estado de felicidad violenta y muy nostálgica de geografía me había pasado media hora dándole RT a toda noticia, video, jugada y declaración colchonera, presa de una emoción que no quiere palabras y de una euforia incontrolada al mejor estilo ya fue todo. Durante dos días quise con toda la erótica de mi cuerpo que Diego Costa y el Cholo Simeone me secuestraran pero de verdad. Es decir, a lo largo de ese día yo había desarrollado dos narrativas claras de autoexpresión, por lo que se hizo evidente la forma en la que ese tuit me interpelaba en su pseudoironía, aunque no me atacara directamente ya que venía de un amigo que gusta de provocarme porque en el fondo no se cree mi mala leche. De más está decir que en mi reply puse algo así como que Jane Austen había muerto en el momento en que se asfaltaron las carreteras y nacieron los meteorólogos.

III.

Dos días más tarde me llega un DM de esos que yo llamo ‘culturetas’ en el que se da por sentado que soy peronista pero que no soy K. Se me congratula por tales cosas, se me cita a Eva y se me reprocha cierto feminismo velado, como tímido, que tendría que hacerse más visible y beligerante porque viva la revolución y la mujer al poder. Amén de la neurosis de omnipotencia de ese sujeto y de la que disparó en mí haciendo que analice la construcción de la self-image que todos llevamos a cabo con el nivel justo de alevosía, los términos de su acercamiento fueron, como suelo posicionar los discursos, toda una provocación. Desde el vamos, porque pontificale a alguien que no haya militado nunca y que se quede ojiplática porque te sabés dos citas de El Capital. Oh, la hermenéutica social, el leer a las personas, las utopías. Respondo alguna pavada enrevesada e intelectualoide que suene difícil, para culminar con un faveo de esos que dan muerte a una interacción. No cosecho éxito alguno y recibo más congratulaciones por gustos musicales, pavadas y opiniones vertidas en mis tuits, así como el mismo número de reproches por no estar ‘más comprometida’ (una vez me comprometí y hasta me casé, what do you want from me?). El hit de la conversación se dio cuando eché mano de algún símil futbolero, a lo que me responde algo así como: ‘a mí me calientan más las mimas que hablan de política que las que hacen que entienden de fútbol como si eso fuera una acción hacia la igualdad, para que los tipos las respeten’. Creo que le dije que tenía tres hijos y que mi ex era cana de la Bonaerense. Feliz navidad.

IV.

Ese viernes voy a un bar con una amiga y dos conocidos de ella. Nos ponemos el mismo labial rojo y piernas a la calle. Ya en la primera ronda, y como en todo foro social que se precie, estábamos hablando de Facebook, de Twitter y de política. A algunos hombres y/o mujeres escuchar tu primer comentario interesante sobre cualquier asunto que pertenezca a ese trinomio estructural les provoca abrir los ojos un poquito más, prestarte una atención selectiva y cruzarse de piernas por las dudas. Dicen que eso se llama sapiosexualidad. Y como las dos nos hemos pasado largas horas de juventud leyendo libros y condenando nuestros presentes y futuros a una autoconsciencia sociocultural válida pero en gran medida intrascendente, sabemos que ante ellos estamos desplegando algunas de las aristas de nuestro capital erótico. Nos miran porque les gustamos. Nos oyen hablar porque les interesamos. Match point muy cerca. Pero… en el bar hay una tele en mute en la que veo cómo Newell’s le gana a Racing uno a cero. Intento reprimir con desesperación la puteada que me hierve en la boca y, claro, no puedo. Le grito a Cahais que es un cagón, a Ischia (RIP) le deseo la muerte y al árbitro le recuerdo varias cositas sobre su madre. Bajé mucho el tono de voz pero mi abstracción era inescapable en una mesa de cuatro y con los labios rojo punzó. Qué traición el color, ahora que lo pienso. Vuelvo al cuadro de la interacción humana y siento esa mirada de mi amiga en la que pude ver dibujados todos los improperios posibles en todas las lenguas posibles. Las caras de los pibes eran un poema mutante entre T. S. Eliot y Sarah Kirsch. ‘¿Sos futbolera?’. No supo, corazoncito de Dios, dónde se metía porque -para más inri- era del Rojo.

V.

Algunos días después, y como gran correlato poético, tuiteo que me acabo de comprar una musculosa para el intermitente partidito de los lunes. Un tuit muy simple pero con repercusión. El sondeo dio como resultado una participación mayoritaria de masculinos (ya, perdí la ingenuidad cuando se inventó la webcam) que se manifestaron a favor de mi actividad futbolística con una mezcla de euforia y sorpresa, pidiendo fotos en calzas y musculosa como si esa fuera la ‘camiseta oficial’ de cualquier fémina que ose pisar la redonda (tienen razón). Algunos intentaron poner en jaque mis conocimientos preguntándome de qué jugaba, tirándome un Juan Alberto Schiaffino o un Ruud Gullit y esperando que yo preguntase si esos eran integrantes de Onda Vaga o escritores hipsters aún no descubiertos. Pero lo interesante fue la respuesta de las mujeres, que podría resumirse en un gran ‘te banco mucho, aunque para mí el fútbol es cosa de hombres’. Quizás con algún matiz del tipo luchemos por una ‘feminización’ del deporte argento más visceral y usemos shorts pink-glam hello kity y camisetas secsys que dejen bien en evidencia la sinuosidad de las tetas. AFA fashion-emergency. En cualquiera de los casos la distorsión está clara: la hermenéutica de una acción inusual provoca sorpresa, banalización, competencia o territorialidad pura y dura. Disputar el falo es peligroso, tanto para la línea de defensa como para los delanteros.

VI.

Ahora bien, ¿cuáles son los términos de dicha distorsión? Porque para que algo se anomalice debe existir por fuerza una norma(lía) a partir de la cual generar el desvío. Y precisamente ahí es donde, para muchos, el fútbol se problematiza. Es irracional, violento, caballeresco, pulsional. Es conservador y tradicional, mucho Mad Men y poco Masters of Sex, dirían algunos. Es bélico y, por tanto, instaura la matriz amigo-enemigo/ganador-perdedor en la que el periodismo bufón se hace su agosto. Pareciera que nada tiene que hacer allí una mujer, salvo que sea Juana de Arco o Artemisia de Caria. Y aquí comenzaría el descargo feminista clásico -en el sentido de la reivindicación y la queja- y también contemporáneo -en el sentido de la construcción de nuevos espacios reconfigurados y no en el afán de destrucción de los ya existentes-. Bueno, yo paso. Lo cierto es que para mí el fútbol no es un conflicto. No voy a luchar para que haya árbitros mujeres, ni para que nuestra selección femenina deje de ser amateur, ni para que vuelvan los shorts ajustaditos que le marcan el culo a los hombres. Bebería, eso sí, a la salud de que todo eso ocurra pero no en un marco de militancia. El fútbol no es una ‘causa’ que avanza irremediablemente hacia la ‘revolución’. Es una pasión que violenta, inexplicable, bien pascaliana. Una pulsión que no ancla de manera normativizada en la consciencia. ¿Esto justifica los crímenes y la corrupción? Claro que no, no me vengan, eso es una distorsión más. Es el juego por excelencia que lleva en su absolutismo una potencia tan desmarcada de los avales estrictamente correctos que lo hace indiferente incluso a sus mismos jugadores. Y con jugadores me refiero a todos los que nos involucramos en su rectángulo. En un exceso de personificación, diría que al fútbol le da igual que lo miren/jueguen/disfruten minas o tipos mientras que -al menos una vez en tu vida- hayas sentido el olor a polvo que sube de los tablones cuando todos saltan al unísono para no ser un inglés. Al fútbol le vale la misma cantidad en oro la puteada descontrolada, xenófoba y aguerrida al árbitro. No está mirando al sujeto de la enunciación ni lo juzga. Le garpa tanto la guita hello kitty como la chicago-boy. El equilibrio igualador entre eros y thánatos que allí se logra es casi una poética aristotélica remasterizada por el HD; la envidia de cualquier Sófocles posmoderno para el que Dios ha muerto en general, pero que resucita en particular ante la posibilidad de la derrota o el descenso. La pelota como un aleph, sí.

VII.

Si existe un pequeño descargo que me permitiría es señalar lo injusta que siempre me ha parecido la asimetría que existe entre los hombres y las mujeres a la hora del desarrollo lúdico. Todavía hoy nosotras abandonamos el juego como espacio de subjetividad apenas se asoma la pubertad -no habría consenso en la edad exacta-; es decir, ante el primer atisbo de aceleración genérica posible. Ellos no. La pelota los sigue a todas partes, fiel, incondicional, guerrera ante el sol playero, el frío de montaña o la plaza urbana. Y aunque la dinámica se haya sofisticado y los white boys middle class necesiten alquilar canchas con vestuarios y Gatorades de maracuyá, lo cierto es que al fútbol se juega como sea. ¿Qué hacemos nosotras cuando nos vamos de vacaciones? ¿Jugamos al volley, al anodino pseudotenis playero, leemos la Hola! o a Murakami? ¿Por qué yo no puedo recorrer una playa levantando deliciosas chicas en bikini para armar un picadito? ¿Por qué una de mis pocas opciones si estoy en la ciudad y pretendo equiparar el espacio masculino de *libertad* que implica el fulbito de los jueves es una suerte de reunión llamada anacrónicamente ‘ladies night’ o bazofia similar? Este es el tipo de desigualdad que me crispa. Pero no quiero que nadie me lo solucione. No quiero que me den un subsidio para montar una fundación pro-chicas.en.calzas.jugando.al.fútbol ni presentarle un proyecto de ley a un asesor feminismo-friendly de la Legislatura o de una UGC conurbaner. Yo sólo quiero jugar. Y mirar. Y volver a jugar. Y estallar sublevando mi civilidad y abrazando la barbarie. Me lo monto sola porque, como todos saben, los dueños de las canchas y los directores de los polideportivos son un ejemplo de derechos humanos y poco les importa si la que alquila o reserva es mina, trans o un rinoceronte. Y en ese sentido, pese a quien le pese, Twitter se lleva la palma del open mind añorado como becerro de oro por el más progre que pise suelo alguno. En el consumismo que nos consume la plataforma tiene poco que decir. Acepta el diezmo en silencio, rebana la libra de carne sin que lo sientas, sin salpicarte, y te deja hacer, jugar, favear y armar paredes fabulosas, como si en las sombras te comandara el mismísimo Diego, secundado por Zico y dirigido por Bielsa. Te deja ser una suerte de niño nietzscheano, a través del cual seguís construyendo tu subjetividad en una co-implicancia creativa del cuerpo y la razón; en una corporalidad que inventa infinitos sentidos lúdicos a esa razón. ‘El niño se sale del anquilosamiento del imperio y la determinación de la norma, puesto que libera potencias desestructurantes en el tiempo y desempeña la actividad lúdica como forma de libertad. Es decir, transvalora, creando nuevas reglas de juego en cada impulso vital que es trágico a la vez. No conozco ningún otro modo de tratar con tareas grandes que el juego: este es, como indicio de la grandeza, un presupuesto esencial’. Derroquen gobiernos, tomen palacios, desplomen las bolsas: a mí denme seis megas de conexión, una musculosa para la selfie y una pelota. Y déjenme jugar.///PACO