Pueblos todos iguales y todos distintos, obras todas iguales y todas distintas. Así es el rastro de Francisco Salamone: un rosario de obras en un rosario de pueblos en el ocaso de la provincia. Municipalidades, delegaciones, plazas, cruces, cementerios y mataderos, farolas y mobiliario, pérgolas y embaldosados sobreviven por la gracia del olvido, o tal vez lo hagan, más adelante, por el reconocimiento patrimonial que pueda devolver a aquellos pueblos, bajo la forma de regalías turísticas, el desdén con los que recibieron la arquitectura de Francisco Salamone.
Lo inaudito de la atención prestada hoy a Salamone no es menor que el absurdo de su carrera enloquecida. Fueron muy pocos años de febrilidad constructiva, dos o tres para cerca de setenta construcciones. De ellas no sólo había concebido la estructura en su mismo emplazamiento: las había bocetado con tintas, luego diseñado, había escrito los pliegos de condiciones de obra, había supervisado, como director técnico, su ejecución. Las había erigido por fuera y cerrado por dentro en sus pequeños detalles. Solitario, de carácter fuerte y trabajo indelegable, Salamone sembró las moles de sus obras seguro de lo promisorio de la escena.
Luego, súbitamente, una coyuntura política desfavorable, algún factor incierto, lo hicieron abdicar de sus proyectos y retirarse a su África personal, la empresa SAFRRA, sociedad familiar dedicada primariamente a la ingeniería vial y los pavimentos. Construyó caminos. Algunas casas más. Pero dejó atrás la épica constructiva y a sus obras que, arrojadas a la pampa, todavía hoy se mecen en soledad. Quedaron “dispersas en pueblos mal comunicados” como extraños monumentos emplazados “en un paisaje urbano y rural despojado, chato, discreto y silencioso” (Alberto Nicolini). Están lejos de todo y lejos entre sí, desperdigadas en pueblos no necesariamente cercanos a algún centro turístico, la mayor parte de ellos a más de 500 kilómetros de Buenos Aires en lo que fue, hasta fines del siglo XIX, una antigua línea de fortines.
Muchas aristas presentan las estructuras de Salamone. Algunas impulsaron el debate hacia la posible inscripción de su obra en la arquitectura Art Déco, en la arquitectura monumental, en el neoclasicismo, incluso en la arquitectura fascista, dado que los pocos años de mayor productividad de Salamone, aquellos que lo revelan como un artista sin parangón de la forma arquitectónica, fueron parte del período de gobierno del Manuel Fresco en la provincia de Buenos Aires (1936-1940). Pero incluso en este punto, muy pronto comienzan los disensos: se suele abordar su obra con un preludio referido a la obra pública como emblema de los estados fuertes; se suele mencionar la relevancia del gobierno de Fresco en el desarrollo de la obra pública provincial y sus simpatías fascistas. Y sin embargo muy pronto queda en evidencia que Salamone, más que un partícipe ideológico del gobierno de Fresco, era un conocido de Fresco que se valió de ese conocimiento para hacerse de encargos públicos en pueblos por entonces asaz pequeños y olvidados. Otros lograban hacerse de plazas más visibles, publicitadas y prestigiosas (es el caso del encargo a Alejandro Bustillo de lo que será la zona de Ramblas y el Casino y Hotel Provincial de Mar del Plata). Ninguneado por los arquitectos de su tiempo y en conflicto con la Sociedad Central, le quedó el consuelo o el desquite de la pampa, que en aquel entonces era más o menos como decir la libertad.
Resulta difícil homologar la figura de Salamone a la del “arquitecto del poder”, pero aun en la polémica que este punto suscitara, las posiciones son encontradas. Es cierto que los encargos eran estatales y que quizás hubiera, de parte de Fresco, la intención de reforzar o renovar la presencia del Estado en aquellos pueblos que habían formado parte de una línea de avanzada contra el indio, y que heredaban, por igual razón, esa misma fortaleza, esa misma debilidad. Los encargos se resumían, en apariencia, en edificios tranquilos de la vida de los poblados: municipalidades (o sus delegaciones), cementerios, mataderos entre los principales. Parece forzado, en esas geografías alejadas de vacas y pastizales, ver un escenario propicio para implantar una obra pública que quisiera ser emblema del Estado, así como resulta inverosímil imaginar a un arquitecto díscolo, que ya había probado sus armas enemistándose con la plana mayor de los arquitectos de su tiempo, operar como un constructor obsecuente de los designios de un gobierno de turno, así se creyera perenne. Tampoco vemos a Salamone acatar el discurrir tranquilo de la vida de los pueblos, ni considerar la opinión de los habitantes respecto de esas nuevas presencias que ideaba. O la llanura significaba la garantía de un trabajo sin cuestionamientos, sin mayores intervenciones o, más sencillamente, ofrecía el plano fabuloso en el que soñar una obra hasta entonces inimaginada.
Respecto de lo primero, la llanura no cumplió con sus promesas. Los rechazos y cuestionamientos llegaron a obra consumada. No sólo estuvo el recelo de los pobladores que, desconfiados de la estética de las estructuras, abandonaron en algunos casos los espacios rediseñados, como sucedió con la plaza de Guaminí. Sin llegar a demolerlos, se dispusieron a ignorarlos. A posteriori, la lejanía de Buenos Aires fue garantía de invisibilidad para el común, y para los entendidos, el hecho de que se vinculara a Salamone estilísticamente con el Art Déco fue razón suficiente para un “olvido” disciplinar no despojado de desdén. Lo señala Alberto Petrina en un documento que forma parte del primer movimiento de reconocimiento de la obra de Salamone. “Doblemente sospechoso –de banalidad burguesa por apelar al Art Déco, y de simpatías totalitarias por su aliento monumental–, la suerte de Francisco Salamone estaba echada desde el vamos: ser arrojado a la oscuridad perpetua del olvido”.
Petrina subrayaba que al “anatema arquitectónico” había que agregarle la sospecha sobre alguna inclinación ideológica, dado que Salamone cargaba “con el lastre gratuito que le proveía el perfil político de su príncipe, esto es, de Fresco”. En la falta de acuerdo para su inscripción estilística, sin certeza de su inclinación ideológica, y sin consideración de lo que supusieron en términos de renovación algunas de sus obras, parece plausible pensar que el olvido de Salamone tuvo más que ver, más simplemente, con la ausencia de simpatías en el rubro y la falta de cultivo de relaciones con sus pares. Nadie podía filiar con claridad las ideas que lo llevaron a introducir, en el corazón de edificios tradicionales de la vida rural, como los mataderos, una distribución de los espacios y las funciones que eran tan novedosas que, en algunos casos, obligaron al tendido de electricidad a poblados que carecían de ella. El argumento estilístico, en cambio, puede explicar, en las décadas siguientes, marcadas por el primado de un cierto racionalismo en la crítica arquitectónica, el olvido de Salamone.
Otras tantas disquisiciones giran en torno de la incorporación de innovaciones arquitectónicas y la introducción de emblemas de la técnica que le era contemporánea. Aunque acá tampoco hay homogeneidad de opiniones. Por un lado, hay quienes consideran que Salamone llevó a localidades de pocos pobladores y menor importancia política y administrativa elementos de vanguardia (materiales, modos de empleo), a los que les dio una “oportunidad” en la pampa: hormigón armado, acero cromado, vidrio esmerilado y ciertos revoques, como señala Graciela Viñuales. Están, como dijimos, quienes lo colocan en el linaje del futurismo y la arquitectura fascista. Pero también hay quienes piensan que “es claro que Salamone no ingresa en absoluto al pensamiento utópico de la ‘ciudad futura’” (Ramón Gutiérrez).
Los tres tipos principales de construcciones que le fueran encomendadas, palacios municipios, mataderos y cementerios, dan fe de la introducción de elementos técnicos novedosos no sólo en los procedimientos constructivos sino también en términos ornamentales. Y esos elementos técnicos, cuando son decorativos, tampoco remiten únicamente a la industrialización y la modernidad. No se trata sólo de la técnica industrial, como los engranajes (“elementos inspirados en la máquina, en la velocidad, en la reproducción en serie”, dice Romina Florentino), sino también de técnicas arcaicas, como las del cuchillo como emblema en el matadero. El cuchillo, presente en más de una obra alzado hacia el cielo, evoca el movimiento rápido de la mano en la ejecución, la fuerza de la empuñadura; como emblema de un matadero, explicita la crudeza de la tarea sin ambages. El mismo gesto repiten los edificios que recuerdan embarcaciones, los que sugieren ruedas, los que emulan antenas, los que disponen un extraño paisaje de formas cónicas que invocan una sensibilidad ajena a las arquitecturas conocidas.
No hay tampoco consenso en adjetivar la obra como fascista, incluso preservando al autor de este calificativo por su ideología: apoyándose en una apreciación de Fabio Grementieri, algunos especialistas, como Petrina, prefieren denominarla “arquitectura monumental”. La encuentran cercana, en sus líneas, al estilo predominante en entreguerras en varios países centrales, como la Francia de la III República, la Rusia de Stalin o los Estados Unidos de Roosevelt. Incluso calificada como monumental y no como fascista, los parentescos se terminan pronto: todas las obras de referencia para estos acercamientos son obras urbanas. Ningún monumentalista se había lanzado a levantar sus obras en medio de nada. Ningún monumentalista, incluso ningún fascista de la arquitectura, había tenido la audacia de prescindir del diálogo entre los edificios propios y los restantes emblemas de poder del entorno. El sentido monumental emerge en función del roce con otros sentidos y fundamentalmente del roce con otras proporciones. El fascismo se impone como sentido aplastante del resto de los sentidos que tejen la historia de la ciudad, así exigiera la destrucción de antiguas partes de la urbe. Salamone sólo tenía a su lado la medida del cielo.
No desdeñó la provocación a otros emblemas de poder. Se resalta su siempre viva voluntad de elevar la torre municipal encima de la torre de la iglesia, y también su intención de rememorar, con este movimiento, la antigua torre comunal italiana. Ni por esto, ni por la innovación técnica en el armado y materiales (como por ejemplo el empleo de la famosa “piedra líquida”, el hormigón) esta obra enigmática logró cambiar del todo el carácter de los poblados en aquel lugar que Fresco había calificado como “un solar abrumado por la molicie” (Graciela Zuppa). Su aparición es un desgarro del espacio. Hace cuajar una extraña ecuación de los grandes volúmenes y las materias pesadas, haciendo la sustancia de su obra del peso de la luz y la levitación de la forma.
Volviendo a unas palabras de Erwin Panofsky, quizás se pueda hablar, a propósito de Salamone, de una metafísica de la luz que evoca esa sentencia antigua: “‘El espacio no es otra cosa que la sutilísima luz’, escribe Proclo, con lo cual el mundo, igual que el arte, es definido por primera vez como un continuum y queda al mismo tiempo privado de su compacidad y de su racionalidad. El espacio se ha transformado en un fluido homogéneo”. En esa luz, el paisaje es constitutivo de la obra de Salamone, y disemina una dialéctica entre los ejes vertical y horizontal. En el eje horizontal la mitad del paisaje, la pampa; en el eje vertical, la otra mitad, el cielo. Cielo y verde constituyen el fondo sobre el que se despliega el efecto luz de la estructura. A los pastos corresponde lo plano, lo extenso, lo quieto, lo permanente; a los cielos la profundidad, el movimiento (las nubes que estructuran diversas perspectivas como fondo constitutivo de la obra). Al eje horizontal corresponde la extensión del edificio, por lo general no muy alto, mientras que el eje vertical es alcanzado por una sola forma que, rápida, se cuadra y se fuga hacia arriba. Quizás esta tensión entre una horizontalidad y una verticalidad estructuren el espacio cerrado de cada obra de Salamone. Esa puñalada vertical también es como un eje que organiza el giro del cielo. El movimiento, abajo, apenas está dado por el agitarse de los pastos por los vientos.
La obra de Salamone es la de una dialéctica entre lo alto y lo bajo, porque en la llanura, la planicie se eleva hacia arriba sólo en los horizontes y el peso del cielo se suspende imperturbable. A una arquitectura “‘pegada’, expresada en lo plano, lo chato, lo terroso, lo extenso, lo simple y lo mínimo” (Jorge Ramos), Salamone opuso la desmesura de la forma que, medida con lo inmenso, no logra anonadarse. Y si las obras más monumentales son los portales de los cementerios que, alejados, cortados de la vida, condensan un pathos más violento, es porque resumen, con más claridad, la desmesura de la escala, porque siempre son muchos más los muertos a nuestras espaldas que los vivos que nos acompañan. Nadie sabe a qué edad Salamone llegó a la Argentina con su padre, maestro constructor de obras, provenientes de un pequeño pueblo del centro de Sicilia. Sólo se sabe que era muy pequeño. Nadie lo sabe con certeza, y entonces quizás se pueda imaginar que pudo no haber olvidado esos paisajes evocados en relatos sin memoria: las inmensas columnas de los templos, en Sicilia, irguiéndose contra el cielo azul///////PACO