Hace un tiempo una marca de productos para el cuidado personal lanzó un spot que consistía en mostrar las diferentes reacciones que tenían niñas y adultas frente a la irrupción de una cámara. Mientras que las nenas sorprendidas por la lente se exhibían coquetas, en algunos casos, bailando, saltando y siempre sonriendo, las muejres se tapaban la cara en un gesto casi automático. El corto terminaba con la frase: ¿cuándo dejaste de sentirte linda? Para una marca que basa su campaña en revalorizar la belleza de la “mujer real” esta pregunta era clave porque intentaba mostrar que en el pasaje de la infancia a la adultez lo que se había trastocado era la autopercepción. Vista en perspectiva, el “cuando” era una pregunta retórica, cualquiera estaba en condiciones de contestarla. Incluso en algunos casos, sin hacer demasiado esfuerzo, la mujer interpelada podría relatar ese momento donde sintió que tenía las caderas demasiado anchas, la boca poco sexy, las cejas muy juntas, el pelo canoso o la piel arrugada. No es novedad para nadie que los parámetros de belleza existen, aunque cada época tenga el suyo y que “la mujer real” nunca tiene los atributos completos de aquello que se considera bello. La estrategia de comunicación de la marca intentaba desandar ese camino, restituyendo la imagen de mujer más “auténtica”, o por lo menos con más kilos y más años de la que, paradójicamente (o no), el discurso publicitario, se había alimentado hasta ese momento.
Entrados en el siglo XXI, son más las voces que proliferan en contra de la extrema delgadez, del abuso de las cirugías estéticas y de cualquier intervención técnica que atente contra una supuesta imagen natural.
Puede resultar arriesgado afirmar que este esfuerzo por “revalorizar” un cuerpo femenino verdadero suene, en este momento, un poco demodé. Pero queda claro que ya entrados en el siglo XXI, son más las voces que proliferan en contra de la extrema delgadez, del abuso de las cirugías estéticas y de cualquier intervención técnica que atente contra una supuesta imagen natural, que aquellos que la defienden. Basta abrir una revista o mirar cualquier programa sobre la farándula, para detectar el tono burlón hacia aquellas que “están hechas de plástico”. El cambio discursivo, además, viene de la mano de la democratización de la imagen. En algún momento, lo que empezó como estrategia de marketing de una marca, fue copiado por millones de personas anónimas con un teléfono celular. Las fotos de “las mujeres reales” de la publicidad todavía se producían en un estudio y aunque no parecieran, las “gorditas” eran modelos de agencia. Pero de pronto todas pudieron mostrarse sin más maquillaje que el propio y un filtro estándar para disimular los defectos más evidentes. Las prácticas exhibitorias convirtieron la imagen privada en un asunto semipúblico, o por lo menos digno de ser mostrado ante otros que aprobaban clickeando sobre el dibujo preformateado de un dedo pulgar levantado. Y en este proceso de ampliación de lo exhibible, los discursos sobre la belleza se separaron de los parámetros que le habían dado origen. Aunque el concepto de cuerpo bello permaneciera más o menos estable, las redes sociales se convirtieron en un lugar de construcción de tolerancia y reivindicación hacia lo “diversamente bello”.
No sólo era preciso hilvanar un relato acerca del efectivo sometimiento de la mujer a lo largo de la historia, sino acentuar hasta límites absolutos una lógica opresiva.
La dinámica de los procesos provocó un nuevo fenómeno: la construcción imaginaria de una belleza más democrática se complementó con la construcción de una identidad más compleja. La red dejó de ser solo ese lugar donde la imagen contribuía a la autonarración sostenida en la búsqueda de reconocimiento de la belleza exterior, para exigir otro tipo de afirmación. La “mujer bella” comenzó a perder dimensión material para constituirse en lugares más simbólicos. La hermosura como un bien se nutrió de historias sobre lucha, sobre convicciones, y en última instancia, instó a intervenir en el espacio público (aunque en principio no fuera más que virtual). Pero si la reivindicación anterior demandaba que los kilos y las arrugas también fueran sexys, ¿qué es lo que se demandaba en este caso? ¿Reingresar en el mercado del deseo cuando el resto de los atributos ya estaban perdidos o nunca se habían tenido? Esta podría ser una respuesta, pero parcial y hasta banal. Porque para que las demandas tuvieran sentido era necesario construir una prehistoria de contrastes. No sólo era preciso hilvanar un relato acerca del efectivo sometimiento de la mujer a lo largo de la historia, sino acentuar hasta límites absolutos una lógica opresiva de la cual había que liberarse. Así, comenzó a dibujarse un oponente, un personaje antagónico que encarnaba todo el mal y ante el cual era necesario levantar armas, para la restitución definitiva de una belleza “realmente real” y completa. Pero, tal vez, frente a tanta certeza de lo política y homogéneamente correcto, frente a la lógica binaria de dominadores y dominados, sea momento de admitir que las relaciones sociales nunca se constituyeron a partir de estructuras fijas. Que la historia también está hecha de posiciones más inestables, encuentros más azarosos, menos verticalistas que quiebran y cuestionan frases hechas y lugares comunes. A lo mejor, suspendiendo los clichés, pueda advertirse que los discursos que constituyen las imágenes –de belleza, de maldad, de lo femenino relegado frente a lo masculino relegador absoluto- funcionan menos como espejos y más como prismas. Y el prisma, citando a Louis Althusser, refleja pero también refracta y por eso mismo, deviene (por suerte) en múltiples e infinitos sentidos.
Porque este oponente, que no necesariamente es el “varón biológico” pero lo incluye, es una bestia de muchas cabezas. Es un dragón que lanza piropos ardientes y obscenos, relega a la mujer a la esfera de lo privado, la desprecia en el ámbito público y la manda a lavar los platos cuando hace una mala maniobra con su auto. Ejerce sobre el cuerpo femenino tal violencia que termina, potencial o realmente, lastimándolo o en el peor de los casos, matándolo. Todas esas acciones fácilmente comprobables quedan encolumnadas -parafraseando a Ernesto Laclau- en la misma cadena significante, homogeneizando el campo de sentido. Los eslabones quedan soldados de tal manera que nadie podría estar en desacuerdo con las demandas que le han dado origen. Pero allí donde el sentido parece haberse estancado es cuando más productivo se vuelve el análisis. El punto de llegada encarnado en el popular hashtag #NiUnaMenos debería servir como pista para desandar el camino. Así, el reclamo inicial que devino en la convocatoria masiva a la marcha, se sostiene fundamentalmente en la piedra angular del sometimiento y violencia, pero también en la invisibilización de la “belleza real” y en todas sus formas de lucha. La belleza que exige ser reconocida y revalorizada es aquella que adquiere fuerza por contraste, por acción conjunta, por demandas concretas en el campo de la política; por exigir con pleno derecho “no nos maten más”; por tejer, con paciencia infinita, la tela que incluye a todxs por igual, especialmente a los arrepentidos, a los que han pedido disculpas en nombre del género opresor. Por eso sólo excluyen a quién excluye, discrimina, somete o asesina. Una belleza plena que al poner bajo su paraguas a la humanidad entera, funda una nueva religión que termina produciendo el mismo efecto de invisibilización que denunciaba/////PACO