“If you never take it seriously you never get hurt. If you never get hurt, you always have fun. And if you ever get lonely, go to the record store and visit your friends”. Esta definición del amor y las relaciones la dice Penny Lane, la deliciosa groupie de Almoust Famous (2000) cuya sabiduría y lenguaje propios de una adulta nos trae una frase en la que se suele subrayar la palabra seriously, pero en PACO preferimos destacar record store. Las tiendas de discos –o disquerías, como las llamamos en Argentina- fueron desde la explosión del rock&roll el otro escenario donde tocan los músicos. Mientras el cine siempre enfocó la cámara en los recitales, biografías o biopics de los músicos, poniendo a intérpretes y artistas en primer plano, en el 2000 la cámara comenzó a narrar ese lado donde los oyentes o fans pasan sus días, nacen sus sueños y, cuando el dinero lo permite, materializan sus ansias de escuchar música, la actividad favorita de los jóvenes de finales de siglo XX y que lentamente se está trocando por navegar en internet.
Almost Famous cuenta la historia de un jovencito de 15 años que quiere ser periodista de rock, engaña a los editores de la Rolling Stone yanquee de los 70s y se va de gira con una banda poco trascendente pero dueña de un carisma tan propio como fugaz, con el fin de escribir un artículo y venderlo. Mientras tanto, muestra cómo funcionó la industria del rock en esa década dorada: músicos que hacían idioteces mientras componían canciones geniales, el caos de las giras, las groupies, las fiestas, las drogas y todo eso que ya conocemos de sobra. Y en primer plano, el laborioso e inútil trabajo del periodista que toma apuntes en la bañera y graba las vacías declaraciones del crew. Tal vez el personaje más interesante es Lester Bangs, el mentor del protagonista, un periodista solitario y amargado que desde su desordenada habitación y oscuro ostracismo es el único que realmente ve lo que está sucediendo. “No son tus amigos”, le dice al joven padawan, quien olvida rápidamente la lección más importante. Cuando el pibe lo llama se sorprende de encontrarlo en casa. “Siempre estoy en casa, no soy cool”, le dice Bangs, quien tiene una impresionante colección de variados y coloridos vinilos. En el mundo de Almost Famous tocar la guitarra es cool, petear a un bajista es cool, entrar gratis a un show es cool, cronizar la gira es cool. Lo único que no es cool es escuchar música. Poner un disco en una habitación intoxicada por el encierro, tirarse en un sillón con un porro y los pensamientos como única compañía, sin mirar pantallas, ni hacer otra cosa. Como mucho, leer una y otra vez el libro interno del vinilo, casette o CD. Lester Bangs es el único que la ve, el que entiende, mira al mundo del rock no desde un escenario, ni desde un campo repleto de chicos y chicas transpirados, o desde un camarín atiborrado de drogas y bebidas gratis, tampoco desde la cama de un músico mediocre después de un pete, sino desde su cueva atiborrada de música y basura. El oyente del rock es sabio y solitario, y por lo tanto, uncool.
En el año 2000 también salió Alta Fidelidad. Basada en una novela del mismo nombre, la película retrata una disquería de vinilos usados sólo para entendidos, nerds del rock que buscan joyas perdidas, ediciones especiales, discos importados o simplemente buena música. El dueño, un tipo obsesivo y poco carismático (aunque sospechosamente ganador) puso su record store o disquería porque consideraba el acto de conseguir, tener y vender discos como uno de los cinco trabajos más geniales del mundo. Sus empleados, dos amigos freaks incapaces de socializar mucho más allá del mostrador, lo acompañan en una olvidable desventura romántica que va a terminar previsiblemente y servirá de relleno para mostrar en primer plano la flora y la fauna de la disquería, ese reducto que lentamente va desapareciendo gracias a las milagrosas descargas de internet y reproducciones on line. Al protagonista lo atormenta una supuesta capacidad para destruir sus relaciones sociales y amorosas (casi no tiene amigos y su novia se va con un vecino bastante más freak que él) y se refugia en su vasta colección innecesaria de vinilos, a los que ordena por orden autobiográfico apenas rompe con su novia. “¿Qué fue primero? ¿La música o el sufrimiento?”, pregunta el protagonista en los minutos iniciales. “¿Escuchaba yo música porque sufría o sufría porque escuchaba música?”, se dice. Escuchar música es, otra vez, una forma de comprender. ¿Pero comprender qué cosa? En este caso, la propia vida. Cada disco es una visita a una pequeña parte del pasado, importante o intrascendente, pero siempre ahí gracias a la estática presencia cuidadosamente conservada en la discoteca de su casa. Tanto él como sus dos amigos se relacionarán con el mundo a través de la música. Él pasará canciones en un boliche y conocerá a quien ahora es su ex novia, luego irá a un recital y se garchará a la cantante de una banda, y se enamorará fugazmente de una periodista de rock a la que le grabará una mix tape, elemento vintage que gracias al cielo no existe en nuestra contemporaneidad. El pelado insoportablemente indie conocerá una gordita –que podríamos decir hoy “de twitter”- que escucha Green Day y se darán besos torpes y cálidos abrazos gracias a la música. Jack Black, quien interpreta al mejor personaje, se burlará de todos, pondrá su propia banda y tendrá toda la onda. Otro que la vio y la hizo, el que al final de la película decís: #respeto. De tanto escuchar salta del mostrador al escenario. El protagonista, a su modo, también, salta del mostrador a la batea al fundar Top Five Records. En Alta Fidelidad la música es uncool hasta que se vuelve cool, porque pasaron 30 años desde los 70s y el mundo se hastió de ver a la gente cool ser cool en las revistas y la tele.
Nueve años después sale Adventureland, una película sobre un joven que, apenas termina el secundario, se le frustra su viaje iniciático y prototípico a Europa (que tiene su réplica conceptual argentina en el tan caminado viaje de mochilero al Machu Pichu) y se mete a laburar en un parque de diversiones decadente y oxidado. Ambientada en 1987, Adventureland expone la galería de canciones que se escuchaban en los 80s, los personajes escuchan música en casettes reproducidos en la casa o el auto, el protagonista ama a Lou Reed y sufre por amor y desamor al mismo tiempo. Otra vez escuchar es solitario, y más solitario aún cuando se intenta desesperadamente hacerlo de a dos. El pibe le regala a la piba una mix tape de “las canciones más depresivas que conozco”, lo que se interpreta rápidamente como un acto de amor desesperado. Luego, está el compañero de trabajo que “tiene una banda” y se jacta de haber tocado con Lou Reed una noche, anécdota que usa como principal herramienta para coger. En principio, parecería que ese perdedor disfrazado de ganador también dio el salto y pasó a ser parte del rock, pero finalmente descubrimos, otra vez, que no, que sólo es un tipo que labura arreglando calesitas que dan infinitas vueltas al mismo lugar. Ya no estamos en la record store, ni en el backstage de glamorosos recitales, sino en un parque de diversiones donde nadie se divierte y se reproduce “Rock me Amadeus” 20 veces al día. El protagonista, quien busca la iluminación primero a través de la música y luego de la experiencia, finalmente la encuentra en el amor, acompañado por los temblorosos acordes de Pale Blue Eyes y Satelitte of Love. Nuestro amigo, quien en la película se comporta como dicta cualquiera de sus canciones favoritas y se encierra en discos que son el único lugar feliz que conoce, finalmente da el salto y consigue superar los obstáculos entre un hombre y su amor, acaso el tópico más repetido de la historia del rock que, como bien dijo Tony Soprano alguna vez, generó una industria que da 5000 millones de dólares al año.
Escuchar música no es cool. Se trata de una persona que está quieta, mirando algo que no se ve, sintiendo algo que no puede definir, oyendo lo mismo que escuchan todos, muchos otros, pero al mismo tiempo es único, se mezcla con la que suena todo el tiempo adentro y sólo oímos a veces. Un acto incomprensible para quien no lo experimenta, y mucho más inexplicable para quien no puede disfrutarlo. No es cool porque no implica hacer nada más que dejarse llevar mental y espiritualmente, no es cool porque ni siquiera está considerado “hacer algo”. Para leer es necesario, aunque sea, mover los ojos, fijar la vista, prestar atención. Escuchar música es lo más parecido a no hacer nada que conoce el hombre, la gente suele hacerlo mientras realiza una o más tareas impotantes o no. Es intransferible, acaso la única acción realmente individual que queda en un mundo que invita permanentemente a “compartir” con todos, a decir, a que exista siempre un otro que perciba lo mismo que uno. Escuchar música es estar solo siempre, y la soledad es lo más uncool que tiene el hombre. Tal vez por esa esencia derrotada se lleva tan bien con el rock, con el desamor, con la inteligencia y con la sensibilidad. Y cuando escuchar música se logra compartir realmente con alguien, en esos pequeños y escasos momentos, se genera amistad, cariño, simpatía, complicidad y hasta amor, es decir, una conexión verdadera, un lazo que nos une sin explicaciones ni palabras, sólo sonidos que se parecen mucho a ese latir primario, a ese ruido blanco que se oye cuando no suena nada, a la música que escuchamos cuando todo está bien y no tenemos ninguna necesidad de ser cool ante nadie. ///PACO