El sábado 26 de abril de 1986, a la 1.23 am, un grupo de operarios de la Central Nuclear de Chernobyl, a 1800 kilómetros de Moscú, produjo el accidente nuclear más importante de la historia de la energía atómica. El reactor del Bloque 4 de la Central “Vladimir Illich Lenin” explotó, volando el techo por los aires y expandiendo toneladas de polvo y material radiactivos. La nube alcanzó más de un kilómetro de altura terminando para siempre, en la escala humana, con la ciudad de Pripyat. Había sido un error humano derivado de llevar el régimen de funcionamiento del reactor al límite, en secreto y por órdenes de Moscú. Seis meses antes, en la madrugada del 11 de noviembre de 1985, alrededor de las 6 am, en la otra punta del planisferio, las aguas saladas de la laguna de Epecuén, a 536 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, pasaron por encima del terraplén de contención de más de cuatro metros de altura que las separaba del pueblo y desbordaron sobre las calles, dejándolas sepultadas por más de veinte años. Al retirarse, las estructuras oxidadas se desplomaron, terminando para siempre, en la escala humana, con el pueblo de Villa Epecuén. Era otro error humano derivado de la construcción imperfecta del canal “Florentino Ameghino” que vinculaba las Lagunas Encadenadas del Oeste, llevadas al límite por las lluvias continuas, los vientos del sur y el crecimiento natural de las aguas.
El término Epecuén significa “lo que divide tierras buenas de malas”. La geografía ratifica la precisión: vegetación rala, aguas salitrosas, peligros de inundación ahí donde la llanura pampeana empieza a deslizarse hacia el desierto. Villa Epecuén se había levantado sobre el lecho histórico de la laguna en un territorio de poblaciones nómades, desplazadas o aniquiladas por el ejército argentino en la Conquista del Desierto. Tenía el afán de ser un pueblo alegre, un pueblo de verano, con aguas termales, alfajores, kermesses y sobre todo chicos, muchos chicos. Pero lo cierto es que, en el momento en que se produjo el desborde, Villa Epecuén ya estaba a la baja y la zona atraía a muy pocos turistas. Y entonces vino el desastre del que jamás se levantó. Todavía hoy, los hoteles termales de la vecina Carhué, igual de fértiles en barros y terapias, no alcanzan a llenarse. Un camino al fondo de ese pueblo, de ripio blanco, va de lleno hacia abajo, pasando por el Matadero Modelo, hasta donde están los restos de Villa Epecuén. No es un secreto que las sustancias salitrosas se usaron tradicionalmente para momificar, y que quienes manejaron este arte fueron los egipcios, muy cerca del Mar Muerto, donde el fenómeno es el mismo de la laguna de Epecuén: quien se mete a las aguas no se hunde. También se sabe que la sal es una mortaja natural que preserva los tejidos y corroe todo lo demás, y que los árboles que se hundieron bajo las aguas quedaron rígidos, blancos, con sus ramas verticales hacia el cielo. No es exactamente el de Villa Epecuén “tanatoturismo” porque nadie murió en la fatídica noche, aunque varios cajones flotaron, salidos de la tierra del cementerio de Carhué en el invierno de 1993, cuando el nivel de la laguna llegó a su máximo.
Hay elementos para sospechar que, cuando empezó la democracia, y sobre todo diez años más tarde, cuando se flirteaba con la globalización y se rogaba por la entrada de capitales que nos llevaran al primer mundo, fibra óptica mediante, nadie anhelaba vacaciones en balnearios municipales o añoraba lagunas saladas en los confines de la provincia. El bolsillo apuntaba más bien al derecho de unas bien merecidas “vacaciones en el exterior”, en el que las clases medias se sintieran, por fin, halagadas como consumidoras pudientes y acreedoras de tecnología importada. En ese momento las copas de los árboles de Villa Epecuén todavía se balanceaban debajo de las aguas. La entelequia “pueblo argentino”, de grandeza popu-municipal, se convertía en un manojo de especuladores dispuestos a vender el alma por un bolso de Prada. Solo algunos tozudos investigadores, y todos los excluidos de ese circuito mental, mantenían la fe en aquel otro relato y añoraban lo que las aguas se llevaban y que, todavía una década más tarde, devolverían. ¿Y qué devolvieron las aguas de Epecuén?
El filo que divide el presente del pasado suele ser el que divide lo real y palpable de lo rehecho en la memoria con la inflación de la añoranza por los días ya perdidos. La melancolía es siempre el lamento por el tiempo ido más que por el espacio pulverizado y, en muchos casos, el turismo de la ruina trabaja con el fetiche de la nostalgia y lo encarna en objetos específicos que se compran y venden en los museos de lo vintage. Pero Villa Epecuén producía apenas veranos alegres, el Matadero Modelo era un lugar de faena industriosa, no había un discurso de ideales más que el del solaz del verano. Se trataba de un pasado imposible de aquilatar que se había montado sobre otro pasado que parecía llegado para cobrarse deudas. Aquel pasado, el verdadero, el que reclamaba para sí la vida en la superficie y que, ya arrebatada, la devolvió desalmada por el agua y disecada por el salitre, puede descubrirse en las salas del Museo Doctor Adolfo Alsina, en Carhué.
Como en toda recomposición de una historia de provincias, los nombres se superponen y las idas y vueltas de cada época se arremolinan en un irreparable halo de confusión. De todos modos, hay un evento histórico y geográfico innegable: las Lagunas Encadenadas del Oeste, antes de transformarse en un archipiélago de pueblos y ciudades atadas a la moderna producción agropecuaria, fueron el teatro de operaciones de una abigarrada línea de fortines, separados cada veinte leguas y equipados con telégrafo, que se enfrentó a los malones mapuches del cacique Calfucurá (“Piedra azul”, en su lengua, o “Napoleón de las Pampas”, según sus adversarios) durante todo el siglo XIX. En ese espacio, que los “indios salineros” y los soldados llamaron Salinas Grandes, creció y se multiplicó lo que hoy cualquiera podría llamar, sin error ni exageración, un gigantesco “cementerio indio”.
En América del Norte o del Sur, la figura del “cementerio indio” sintetiza bien lo que tal siniestro tendal de cadáveres pisoteados por el espíritu de la historia representa en términos anímicos y energéticos. Hablamos de esa clase de lugar que inquieta, incluso, a los más convencidos acerca de la importancia de la civilización sobre la barbarie; la clase de zona donde, en lo posible, no se debe caminar o construir una casa ni, como advierte Stephen King, enterrar otro tipo de muertos. De vuelta en una sala del Museo Doctor Adolfo Alsina, entre las túnicas masónicas del Teniente General Nicolás Levalle, héroe local y cabecilla del exterminio, un mapa de la época ubica, a primera vista, medio centenar de “batallas” alrededor de las olvidadas líneas de frontera y sus zanjas. Es fácil adivinar el hilo de las sucesivas masacres y el riego continuo de sangre india sobre cada punto del terreno al alcance de la vista. “Defenderemos Carhué hasta la última lanza”, dijo Calfucurá en su última batalla. Pues bien, algo de eso hay, sin duda, en el aire sobre las ruinas momificadas de Villa Epecuén y en su sombra subterránea de sacrificios humanos.
Estos hechos no son desconocidos ni deberían indignar. Y si causan algún revuelo, su naturaleza no se propaga entre los recicladores contemporáneos de identidades “originarias”, sino en los azares del catastro. ¿Cuáles son los nombres de las ciudades y los pueblos que la civilización logró fundar sobre los huesos anónimos de la barbarie? Al caminar dos cuadras en cualquier sentido por Carhué, el asunto toponímico se vuelve delicado. “Cabecera” del partido de Adolfo Alsina, la mente militar detrás de la famosa Zanja de Alsina, Carhué es el nombre ancestral (“lugar verde”, en mapuche) de lo que se fundó en 1877 como pueblo bajo el nombre Adolfo Alsina. Esta es la razón de que, ya sea por las reminiscencias del viejo pueblo o las jerarquías del partido bonaerense que encabeza, buena parte de la infraestructura pública de la ciudad remita al nombre Adolfo Alsina y no a Carhué. ¿A quién pertenece verdaderamente este espacio, entonces? En el plano espectral, es significativo apuntar que Adolfo Alsina, el hombre, durante una inspección a los fortines de la zona en 1876, se intoxicó en Carhué y perdió parte de sus funciones renales, por lo que en diciembre del año siguiente murió. El pueblo Villa Epecuén, por su lado, fue fundado en 1921. Pero el significado de su nombre ancestral, tomado del mismo lago que la devoró en 1985 y la vomitó en las décadas siguientes, se debate entre quienes interpretan lo que podría traducirse, también, como “casi asado”, por el efecto deshidratante de la sal. Malas para ser habitadas, malas para cualquier observador sensible de la historia del desierto argentino, malas para reducirse a un nombre unívoco en el mapa, el complejo Carhué-Villa Epecuén es malo, también, para la voracidad, en general diestra para reducirlo todo a un objeto comercial, de la industria del turismo.
No hay manera de evitar lo que acecha en el camino “De los balnearios”, que une entre el ripio y el salitre a Carhué y Villa Epecuén, un sendero coronado por las ruinas en demolición infinita de uno de los mataderos del arquitecto Francisco Salamone y por las ruinas de un derruido cementerio cristiano. Los árboles, momificados poco después de su última poda de rutina antes de la inundación, tan erguidos y a la vez apagados, saturados al unísono por la blancura rígida de la sal que los envuelve hasta la desnudez de sus raíces, proponen a lo largo de la laguna un desfile de fantasmas congelados en cualquier estación del año. Tampoco hay manera de evitar lo que este paisaje provoca en el alma del caminante. La ciudad de Carhué, en la entrada al sendero, parece cerrada. Incluso sus habitantes, en muchos casos, vienen de pueblos aledaños o de la sumergida Villa Epecuén, detalle que remarcan como si se tratara de una vanidad en la aristocracia de los destinos humanos torcidos. La parsimonia de Carhué sería como la de cualquier otra de las muchas ciudades semejantes a lo largo de las rutas argentinas si no fuera porque, además de las huellas de la arquitectura de Salamone, hay una ausencia casi total de seres humanos en sus calles, una ausencia casi total de bares donde pasar el rato, una ausencia casi total de restaurantes donde se pueda desplegar una vida social. Mientras tanto, en el otro extremo del sendero, en el esqueleto desnudado del pueblo sumergido, el paisaje de lo masticado y regurgitado por la laguna se parece a los cientos de espacios urbanos arrasados por guerras, catástrofes naturales o atacantes espaciales que suelen retratar las películas, con la diferencia de que, en este caso, es real.
Ladrillo, cemento, loza y hierro se disecan a lo largo de una cuadrícula modélica que, medio siglo antes de la inundación, también quiso llamarse Epecuén Ville, pero no pudo ser. Todo en Villa Epecuén es el recuerdo espectacular de lo que pudo haber sido y dejó de ser, y entonces volvió a ser, pero en versión zombi. Sin embargo, entre las postales sucesivas de la destrucción, que tienen su centro más siniestro en los simpáticos despojos del Balneario Epecuén, el asunto se revela malo para el turismo. Hay visitantes, por supuesto. Y para convertirse en visitante del pueblo sumergido de Villa Epecuén, hay que pagar. Pero, ¿acaso la afluencia de curiosos y exploradores no debería ser mucho mayor? ¿En qué otro punto del mundo se puede deambular entre los restos auténticos de un pueblo sumergido? ¿Por qué el fantástico potencial turístico de Villa Epecuén permanece corroído? En Chernobyl, por ejemplo, sí existe el turismo del apocalipsis nuclear, y los viajeros llegan desde los puntos más exóticos. En ese rubro turístico, Chernobyl compite con otros colosos como Hiroshima y Nagasaki, y con otro tipo de espacios de la muerte. Villa Epecuén, en cambio, no tiene competidores. No hay otros pueblos sumergidos por los cuales caminar. Por otro lado, hasta en Chernobyl la vida bulle, deformada y monstruosa, aunque presente. En las ruinas de Villa Epecuén, en cambio, no bulle nada, ni los infaltables arbustos, que no crecen porque acá no crece nada/////////PACO