Si Cualquiera le preguntara a Cualquiera por la palabra “empaste”, es probable que este último, cualquiera de los cualquiera, pensase en un cúmulo de pastillas, o en un empastado, no alguien con mucho pasto, sino alguien con muchas pastas, no de las de harina, sino de las que vienen, en general, en blísteres brillantes y metalizados. Nada que ver con la pasta del campeón. Pero no es de ese empaste sobre el que hoy quiero hablar, sino de ese otro que se utiliza en las artes visuales, sobre todo en el rubro de la pintura. ¿Rubro? Hoy todo se convirtió en un rubro o en un nicho. Con rúbricas o sin ellas, con lúbricos o sin ellos, todos estamos en un rubro, o en un segmento, envaselinados y sin cadenas, libres en el espacio dado por los dados del azar del juego y las apuestas, el gran bazar americano de la democracia. Por eso la motosierra de la última campaña presidencial no sólo aludía a los recortes —el (supuesto) ajuste necesario que todas las fuerzas políticas realmente existentes coincidían en hacer— o a una bestial fuerza fálica, sino también, quizás, al trasvasamiento de los segmentos. Sí, el Javo cortó profundo, perforó, llegó a donde otros ya no llegaban en su segmento, en su nicho, en su rubro. El Javo abrió su propio polirubro, y le fue bien: ganó las elecciones. Y no importa si el inventor de la motosierra fue miembro del partido nazi, eso es una idiotez irrelevante en este caso, no todas las coincidencias o puntos comunes quieren indicar una lectura lineal, lo siento por las bellas almas que quieren ver hordas fascistas por todas partes mientras proclaman ahorcamientos públicos en nombre del amor.

Pero el empaste, qué fue del empaste. En pintura el empaste se refiere a un cúmulo de material sobre el soporte. Por lo general el empaste precisa de materiales oleosos, es más difícil lograrlo con acrílico, que tiende a lo planimétrico. El empaste es materia pura cargada de significado impenetrable y sensorial, el empaste se toca, se siente. En estos pagos quienes lo utilizaron como recurso principal fueron los pintores de la década del 60 englobados bajo el nombre de Nueva Figuración: Noé, Macció, De la Vega, Deira, pero también Alberto Greco. El empaste es acumulación y superposición. Es táctil, por eso dan ganas de tocarlo, aunque el guardia, la cámara, el sensor del museo o la galería lo impidan. El empaste es fuerza expresionista que viaja en el tiempo. Mientras más autonomía gana en el soporte más empaste es. También puede aparecer en sectores del cuadro, en detalles que realzan la fuerza matérica. Segmentos de empaste.

También hay empaste en literatura. Tal vez Osvaldo Lamborghini sea el mayor exponente del empaste, o el más conocido al menos, no sólo por los solventes de alcohol y codeína que vertía en sus materiales, o por sus violentos y a veces infantiles collages, sino por su escritura superpuesta, fragmentaria. Nada de cut-up, empaste puro y duro, materia superpuesta de capas palabrísticas sumergidas, remojadas y vueltas a secar en el papel. Frases recortadas, puestas en un lugar y vueltas a poner en otro. Escrituras y reescrituras. Materia verbal condesada. El propio mito de Osvaldo, contado por él mismo, dice que de chico fue pintor. Y es cierto, porque tanto en sus collages, que son mucho más pictóricos que gráficos, como en sus textos, el elemento plástico aparece, aunque sea, por supuesto, bajo la ejecución de la palabra. La fuerza perturbadora que tienen sus textos no se produce tanto por lo que cuenta (violaciones incesantes, escenografías podridas, matanzas a mansalva) como por el fragmento empastado que se erige como forma unívoca de su producción.

Me vale verga el saber becado de los lamborghinófilos ilustrados en la academia del real mierdra. No tienen empaste, no tienen pasta. Quieren tener un club, y ningún club acepta el empaste verdadero. Quieren tener libros únicos. Pueden guardarlos, o compartirlos en el club.

“Guarda ahí que se te está empastando la cosa”, me decía Eduardo Tejón, el mejor profesor de dibujo que tuve. Se refería a sectores en donde (por ejemplo) se está utilizando un lápiz de grafito 5B, o algo por el estilo, y la carga de materia llega a un punto de saturación en el que se forma una mancha brillante y resbaladiza bastante horrible. El empaste no puede ser resbaladizo, tiene que ser de una textura áspera, rasposa. También se puede hacer empaste con una birome de tinta azul corriente. Será un empaste hundido, es cierto, que sature el papel con su humedad, es cierto, pero será, aun en su aparente superficialidad, un verdadero empaste. Lo mismo puede suceder con la escritura. Hay escrituras empastadas que se entorpecen, se transforman en un engranaje trabado. Esto no es necesariamente algo malo, pero hay que ver, hay que detectar la intencionalidad. 

No sé si el empaste literario tuvo alguna vez un éxito comercial. Hay quienes se regodean diciendo que Lamborghini es publicado por una editorial multinacional entonces bla, bla, bla, esto significa que ya no hay allí nada que sea disruptivo porque bla, bla, bla. Hoy Lamborghini es una marca. Su obra visual, que dudo mucho haya sido concebida como tal por él, se exhibe (o se exhibió) en el museo Reina Sofía y Arteba. Esto, por supuesto, afecta a la obra, porque las condiciones de circulación afectan las lecturas, afectan a las condiciones de recepción. Sin embargo, cuando se “agarra” uno de esos collages horriblemente escaneados se percibe una potencia. Lo mismo cuando se lee cualquiera de sus novelas, cuentos y poemas. Pero esto no es ninguna clase de abdicación ni vindicación de la obra de Osvaldo, que no precisa nada de esto, esto es sobre el empaste.

El empaste se parece a la mierda. Es más, la mierda es un tipo de empaste que se expulsa del cuerpo. Y nuestro mundo actual está empastado. Vivimos en un empaste de voces proliferantes. Las voces son mecanismos discursivos en circulación, no necesariamente humanos sino también maquínicos. Flujos de impulsos digitales que capturan la imaginación pública y la retransmiten. El presidente es un empastado total. El presidente gobierna en el empaste. El modo en que hace política es empaste puro. El presidente es humano pero nada de lo que representa lo es. Cuando digo “representa” no me refiero a sus representados por abajo, sino por arriba. El presidente es un intermediario. Un intermediario del capitalismo empastado en el que vivimos.

Ficciones de probada eficacia

Se dice “es literatura” para desacreditar algo, una forma de decir “es mentira”.  “Aquello que dice X es pura literatura”, exclama Y mientras X recoge su hígado en un rincón. Después vienen los complacientes leitmotiv del tipo “la literatura trabaja con la mentira para dar cuenta de la verdad”. No faltan los que proclaman “literatura y verdad asuntos separados”. Son los defensores de la ficción y la autonomía literaria. Los que piden ficción a toda costa son unos llorones. ¡Todo es ficción! Tampoco faltan los que aclaran “vasado en hechos reales” o “cualquier coincidencia con la realidad es pura coincidencia”. La verdad que interesa es menos una categoría moral que una búsqueda ontológica.

Sin embargo, asistimos a la época de las ficciones de probada eficacia. No me refiero a las leyes que rigen, a las instituciones que ordenan, a los discursos expedidos por periodistas ojerosos en canales de televisión o transmisiones que alquilan plataformas para exhibir a sus histriónicos mensajeros, sino a lo que se ofrece como material literario de éxito. ¿Es ese el problema, “el éxito”? Se dice por lo bajo y no tan por lo bajo: “Todo aquel que tenga éxito en el régimen literario actual será acusado de traición. Solo importan los perdedores.” 

Las ficciones de probada eficacia son las que suelen entrar en los rankings de ventas o en las listas de favoritos de fin de año. Por favor, no quiero impugnar a ningún gran vendedor de material literario, que nunca son, al menos en Argentina, “grandes vendedores”. Pero digamos que la obra literaria de éxito precisa un metadiscurso que la justifique para “triunfar” en el mercado. Lo que vende es el tema, lo que da “relevancia” es el tema. El más usado fue y sigue siendo el 76, lo siguen reversiones de la tradición gaucha, realismo mágico trasnochado, expresionismo feminista anti feminista proveniente de la campiña francesa, historias de machitos alfa deconstruidos, diferentes tipos de marginalidades conurbanas, terratenientes que cuentan su encuentro con el campo, todo esto rinde más si se lo presenta en clave de diversidad o de género industrial: terror, ecoterror, ciencia ficción ecologista, literatura extraña. Eso fue así, poco más poco menos, los últimos tiempos. ¿Se podría decir que es la imaginación que pudo darse un espacio en el mercado y la que los lectores de literatura buscan? ¿Efectos residuales de los progresismos ahora en fuga? ¿Cuáles serán las imaginaciones por venir? Aquellas ya parecen viejas, productos de un orden pasado, aburrido, conforme consigo mismo, autocelebratorio, que se habla a sí mismo entre aplausos y fotos en redes sociales, que se reúne en torno al discurso del enemigo para victimizarse, “siempre duelen o huelen mal los poderes del otro. ¿Y el poder de uno?”

Pero no nos olvidemos de algo que suele escucharse a modo de diagnóstico: “hoy la mayoría de la narrativa argentina se escribe en primera persona”. Puede que los médicos (buscan síntomas y hacen diagnósticos después de todo) estén errados, o que no sean del todo sinceros con sus cuestiones, con la enfermedad que buscan detectar; porque no es difícil comprobar que la primera persona en narrativa está presente desde los comienzos. Entonces ¿es la primera persona un síntoma de nuestra época? La preocupación es por la “mayoría”, porque es cierto que en algo que siempre busca diferenciarse (cualquier práctica artística lo intenta) la repetición se vuelve sospechosa, se vuelve síntoma o estadística. Y está bien sospechar, muchas veces es la punta para desentrañar algo. Por eso yo también sospecho, y esto es lo que me conduce a pensar que esa crítica –lanzada a veces en el fragor de una charla casual, el comment digital de turno en la cuenta de tal o cual, o la sesuda reseña instagramera (o de una revista indexada)– busca reponer un viejo orden, apelar a la idea de “alta literatura”, una literatura que no dude de sí, de que está ofreciendo un producto de calidad y, sobre todo, de ficción. Los nostálgicos de la alt-lit (alta literatura), aunque se digan experimentales o posmodernos, tienen algo de los neo peronistas retro que se miran en Moreno, buscan un padre. ¡Allá ellos! Cada cual carga con su cruz (individual o colectiva) como puede. Sin embargo, la pregunta es válida: ¿es cierta la preponderancia de la primera persona en la actual oferta narrativa? Y si así fuera, ¿sería el indicador de alguna clase de problema? 

Tal vez lo que moleste, me animo a esbozar, lo que más se cuestione entre los puristas de la literatura que piden obras que no duden en presentarse como ficción y que, en lo posible, se escriban en tercera, sea lo que se denomina como autoficción o literatura del yo, dos nomenclaturas, convengamos, bastante denigrantes. A esta altura ya no sé cuál es la literatura del yo, ¿alguien la vio? ¿O es sólo otro de los tantos fantasmas en circulación?

Sea como sea, lo cierto es que cada día parecen un poco más tontos los defensores de, abro comillas, “la ficción”. Se vuelven, o envuelven, o transforman en actores de Canal 13 con caras Minujín o Cabré, o “Nico Vázquez el amigo de Messi”, enarbolados en la consigna de “¡Queremos ficción!”, con cartel impreso en hoja A4 blanca, “¡ficción!” gritan mientras se dicen saerianos o piglianos o aireanos, “¡ficción!” exclaman como si eso no fuera una forma de lectura, como si las jurisprudencias literarias que rigen y a casi nadie importan no fueran una ficción. 

¿Y escribir? ¿Quién escribe? ¿O sólo piensan con sueños y frases hechas que redundan en afirmaciones del tipo: “esta obra es genial”? ¿Pero por qué? Si quieren vender, ¡vendan!, pero vendan bien, paren algo, mojen algo, convenzan a alguien, no solo al grito de ¡ficción!////PACO