Sexo


El sexting y la nueva corporeidad

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Para evitar el contacto social, a mediados de abril el Ministerio de Salud de la Nación recomendó practicar sexo virtual. “Sexo virtual o sexting”, dijo el infectólogo José Barletta en una conferencia desgarrada entre la comicidad teenager y la solemnidad prescriptiva. “Es importante desinfectar teclados, teléfonos, juguetes sexuales y cualquier otro objeto que hayan usado incluso aunque no haya sido compartido con otras personas”, decía mirando de reojo su notebook.

El jolgorio en redes sociales era predecible. Hubieron memes y Verónica Llinás subió un sketch teniendo sexo con una suerte de muppet hecho con una peluca y un morrón. En la sumatoria de chistes se deducía que el sexo a distancia era ridículo. ¿Escudo mojigato o superación ninfómana?

Olvidémonos de la masturbación (en esencia solitaria) y pensemos en la retroalimentación sexual entre dos sujetos a distancia. ¿Tan descabellado es? La estimulación erótica diferida existe desde la existencia del manuscrito o ni siquiera, porque con un mensajero bastaría.

Sí podríamos intentar una genealogía del “erotismo telemático” ateniéndonos a la historia reciente de la técnica. Un punto de partida sería la invención del correo postal en el siglo XIX. A través de un sello adhesivo, una carta recorría grandes distancias con la posibilidad (o la amenaza) de ser rastreada. Llegada a destino, no es difícil imaginar a una mujer en bragas frotándose el clítoris con una mano mientras con la otra sostiene un escrito.

La telefonía en la sociedad civil posibilita las líneas eróticas. Esos call center en donde una prostituta finge mientras el cliente se masturba sosteniendo el auricular del teléfono con su cuello son parte del folklore ochentoso. La llegada de internet a finales de los 90 nos sitúa en una coordenada familiar; las salas de chat porno son la principal fuerza motora para activar un módem dial-up a medianoche. El salto evolutivo lo tenemos con la instalación de cámaras webs a principios del 2000 en computadoras de escritorio. Una sesión de Messenger ya puede complementarse con una transmisión audiovisual. Skype en las notebooks termina de perfeccionar esta idea y el sexo “virtual” deviene en práctica más o menos común.

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¿Pero por qué el empecinamiento de llamarlo sexting? Si el neologismo viene a reemplazar nuestro consenso de sexo virtual, es porque el smartphone, a su vez, reemplaza la aparatosidad estática de una PC de escritorio, e inclusive de una notebook, insoportablemente voluminosa para los estándares actuales de miniaturización tecnológica. Aquellos viejos objetos ahora limitan la movilidad del propio cuerpo para ser representado por una cámara. Una PC o una notebook no saben ver dinámicamente, no saben buscar nuestro mejor ángulo ni acomodarse sobre un fondo engañoso. El smartphone, en cambio, ofrece ligereza y continuidad; su cámara acrobática se ajusta a nuestro capricho reticular. Es espejo y cámara en simultáneo.

Su pequeñez, más que acompañarnos a lugares privados, crea privacidad desplegando un ciberespacio exclusivo, siempre disponible si tenemos conectividad. Es decir que todo lugar será virtualmente privado si el celular se adhiere como prótesis capaz de contemplarnos desde ángulos insólitos y estéticos. Se obtiene privacidad abultando al máximo un par de tetas en un subte o dándole al pene un inconmensurable punto de fuga en el box de una oficina.

Ligereza y conectividad, características del smartphone claves para el reacomodamiento léxico: se practica sexting y no sexo virtual porque hay una interacción novedosa con el artefacto. El sexting se abre sin restricciones en nuestro tiempo y espacio como un perfume salvaje. Este continuum ya es una desestabilización conceptual.

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Por supuesto que aun llamándose sexting y no sexo virtual, la necesidad de un otro se mantiene. Sin receptor no hay acceso al goce de observar o exhibir. Aquí parece incorporarse una regla excluyente: la orden. “Mostrame un pezón”, “a ver qué tan dura tenés la pija”, “ponete en cuatro”, etcétera. La velocidad de una oferta y demanda en multiespacios supera a cualquier otro tipo de sexo en diferido. Este intercambio instantáneo crea la sensación de una co-presencia radicalizada pero manejable. Es un estado intermedio entre suponer que el otro está conmigo pero también sin mí para que yo pueda editarme eróticamente. De pronto soy un cuerpo contemplado bajo perspectivas que jamás escapan a mi cálculo.

El sexting te empodera disminuyendo al otro: nunca recibimos violencia física. O para decirlo en términos más amables: comunicarse epidérmicamente es contrafáctico, el intercambio será siempre mental, desentendiendo lo corpóreo. El otro queda compartimentado en dos dimensiones ontológicas.

Cuando se tiene sexting nada escapa al consenso: rige la obsesión parlamentaria, el reparo delirante, la expectativa ludópata. Para obtener una nude se necesita convencer lógicamente sin seducir orgánicamente. Se negocia, se ofrece algo a cambio (otra nude), se promete confidencialidad. El sexting necesita a alguien del otro lado para cerrar la transacción de nuestra creación pictórica.

El sentido común dictaminaría que el smartphone es el puente entre emisario y receptor. No. Deriva en otra cosa. El smartphone, al permitir diseñarnos eróticamente, se convierte en nuestro tasador, es a él a quien tratamos de vender nuestro cuerpo, a quien tratamos de excitar.

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El sexo del sexting queda escindido entre una inédita tecnofilia narcisista y una especulación financiera. Mientras esta última concierne al cognitivismo puro (entre las partes circulan consignas que se aceptan o rechazan, es la puesta en común de valores de cambio), en la tecnofilia narcisista radica el magnetismo del sexting.

Por momentos parece una parodia lacaniana: el otro que interactúa pasa a ser rehén de una pulsión que tiene como objeto al mismo smartphone. Ya no es el artefacto quien media, sino el espejismo de la otra persona. Con quien tenemos sexo, literalmente, es con el artefacto. ¿Entendido como extensión del yo? Sí y no, porque redescubrimos un narcisismo atípico pero a su vez el smartphone gana autonomía erótica.

Este erotismo es más alegre que el de humanos (aunque dependa de una idea humana): no tiene olor, no es rugoso ni áspero ni piloso, no eyacula ni exige atención cuando se termina la descarga. Es un cuerpo que mágicamente desaparece en su modo offline. Hasta puede hacerlo antes del éxtasis si la histeria nos sorprende. Aquí deriva su rasgo central: al quitar de la ecuación el físico del otro, se suprime todo riesgo físico. ¿Acaso alguien podría ser abusado en una sesión de sexting? Nada escapa a nuestro consentimiento, así seamos severos masoquistas. El sexting le quita al sexo su latencia destructiva, olvida el colapso anatómico. El smartphone como aditamento dócil no se impone como organismo pulsional. Las hormonas contaminantes son propias del humano presente.

Traspasada la negociación o el cortejo, en la puja sexual nada hay de cognitivo: un cuerpo se desmaterializa con otro, con mayor, menor o nula intensidad. Como una batalla o como una danza, las subjetividades vibran, se dislocan, se armonizan, se pierden y se vuelven a encontrar. No es casual que los sentidos mejor ligados a la intimidad y el recuerdo como el tacto, el olfato y el gusto queden relegados del sexting para que prime lo visual y auditivo; sentidos predispuestos a la lógica y subsidiarios del colonialismo pornográfico.

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Pese a todo, hasta la llegada de alguna app que oficie como mediadora entre nosotros y nuestros smartphones, sí existe un riesgo en el sexting. Es un riesgo que con ironía vuelve sobre la obnubilación tecnofílica: la filtración y puesta en circulación de las imágenes.

Empalmado al neologismo “sexting” aparecieron indicaciones del Ministerio de Salud para “sextear seguro”. Algunos de estos peligros consisten en que “la persona conocida comparta tu imagen y comience el efecto de viralización”, o que “pierda su celular y esos datos sean reenviados”. Hasta se menciona la chance de que “alguna persona suplante la identidad de alguien conocido de tu agenda de contactos” para que “los videos e imágenes que compartiste terminen en sitios o foros donde se comparte pornografía”. En cada uno de los ítems del Ministerio de Salud, la traición es la quintaesencia del peligro y su efecto concreto es la expropiación del material creado.

¿Podemos traicionar románticamente sin pruebas? En el relato que le hacemos a nuestros amigos sobre cómo fue coger con tal persona subyace algo intransferible, perteneciente al orden de la experiencia y del enigma de cómo fue esa experiencia para la persona involucrada. En una imagen, en cambio, la codificación es básica y unidireccional. Aquello que interpretamos como lo mejor de nuestro cuerpo se degrada no por la exposición, sino por la nueva condición indiscriminada y anónima del material. Me erotizaba lo que el smartphone hacía conmigo, lo que me devolvía de mí, por ende me humilla la apropiación de ese vínculo que se supone existía sólo entre el artefacto y yo.

¿Por qué el caso de Diego Ramos no resonó como el de Luciano Castro? El primero representaba la escena de una obra teatral o performática, el segundo se representaba a sí mismo. Cuando se filtra una imagen de la que nos creíamos propietarios recelosos, la persona que utilizamos de rehén reclama su potestad con una violencia abrumadora. El pacto íntimo en definitiva siempre estuvo allí, sólo que binariamente anestesiado, aguardando su ruptura para renacer como confianza mutua.

El Ministerio de Salud acierta en su profilaxis pero se equivoca al pensar la traición como un peligro del sexting. La traición es nada menos que la culminación del sexting. Con la traición, gesto humanamente ruin, el smartphone licúa su fascinación, nos decepciona como reactor erótico y deja al descubierto su indiferencia emocional. La sexualidad entonces vuelve a reclamar la tensión anatómica, vuelve a cobijarse en la incomodidad del cuerpo ajeno, en el deseo del deseo del otro. Deja de ser sexting para arrodillarse, otra vez, ante lo grotesco del sexo////PACO

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