Por Mariano Abrevaya Dios (@matupandeiro)

Ajenos al colapso de tráfico, ruido y smog de la zona de Retiro, Facundo y Renata discuten a los gritos en una de las plazas que están frente a la terminal de ómnibus. De pie, frente a frente, sobre el pasto y bajo el sol. Él tiene entre los dedos un porro.

Ariel Martínez, un joven agente de la Policía Federal, camina por la vereda como si fuese el dueño de la plaza, con los pulgares enganchados en el chaleco antibalas a la altura de los pectorales. Tiene el pelo negro cortado al ras y por debajo de las cejas frondosas, desde el fondo de sus ojos pardos, no se pierde un solo detalle de los movimientos de las decenas de trabajadores que se amontonan en las paradas de los colectivos a esa hora pico de la tarde. Hace poco tiempo que está afectado a esa zona pero ya conoce a la mayoría de los rastreritos que duermen contra las cortinas metálicas de la estación de tren. También tomó nota del arreglo que el comisario de la 46 tiene con el chueco que administra la feria de ropa y electrónicos. “Con eso no hay vuelta”, le avisó el tío, un oficial de carrera ya retirado, en relación al derecho de piso que debe pagar en la comisaría. “Si no te metés donde no te corresponde no vas a tener problemas”, lo aconsejó.

El suboficial repasa con la mente las palabras de su consejero, cuando de repente visualiza, a unos veinte metros, en diagonal, al masculino de la parejita, al costado de unas ligustrinas. Está haciendo el típico gesto del que fuma marihuana: el pulgar y el índice apretando la cola del cigarrillo contra los labios, la inhalación, y por último la nube de humo. Piensa: ley 23737. Pero enseguida recuerda que no hace mucho un compañero le avisó que de arriba habían ordenado que aflojasen con los perejiles. Vuelve a espiar al flaco. Uno con ochenta, pelado, arito en la fosa nasal derecha de la nariz. Tiene una musculosa verde con bastones negros y usa zapatillas de lona blancas. Le está recriminando algo a la rubia, que es menuda, tiene unos papeles en la mano derecha, lleva puesto un ajustado pantaloncito de jeans y también calza zapatillas de lona blancas.

– Sos cualquiera, nene. No puede ser que no pueda sentarme en un bar con un compañero de la facultad a repasar un apunte.

– Justo con ese salame, ¿no? Ese mogólico que la semana pasada te mandó un mensaje de texto a las doce de la noche –retruca Facundo, y le vuelve a dar una pitada al porro.

– Estás enfermo, pibe –insiste Renata, y se puntea la sien con el dedo índice.

– Estoy de enfermo, sí, pero porque vos –y ahora el que apunta con el índice es él- te hacés la linda.

– ¡Dejame, tarado! Me tenés podrido –cierra ella. Y se aleja unos centímetros.

El agente frena el paso. Los zapatos le quedan demasiado justos y para colmo tiene puestas medias de toalla. Duda. Como le sucede desde que era un adolescente, las vacilaciones lo tensan. Pero confiado en que quizás la pareja tenga cien gramos de marihuana, e impulsado por el resorte del deber y la ambición que cultivó en la Escuela de Cadetes Coronel Ramón Lorenzo Falcón, enfila con paso decidido hacia su objetivo.

Un pibe con la remera de Huracán que está esperando el colectivo en una de las paradas se aviva de lo que está por suceder. Le pega un chiflido a Facundo sin usar las manos. Pero Facundo ahora está aguantando con las manos en la cintura una nueva ofensiva de Renata que, por ser bastante más baja, gana unos centímetros de altura alzándose sobre las puntas de sus zapatillas Topper. Cuando escucha el segundo chiflido Facundo da vuelta la cabeza, individualiza al pibe que ahora le marca con la mano hacia un costado, y ve venir al policía de uniforme.

El novio abre sus brazos y abraza a su chica, que primero se resiste, pero cuando él la da vuelta, y le susurra al oído lo que está pasando, afloja los músculos, y se deja llevar. Facundo apoya la pera en el hombro izquierdo de su novia y desparrama un salivazo sobre la unión del pulgar y el índice para apagar la braza rojiza del cigarro en el primer y único intento.

Con el suboficial Martínez a unos diez metros de distancia Facundo descarta el porro entre las ligustrinas.

– Quedate quieto, flaco. Abrí las piernas y poné las manos detrás de la cabeza.

– ¿Qué pasa, suboficial?

– Te dije que te quedes quieto –le pone una mano en el pecho-, las manos detrás de la cabeza, dale –y le da un par de patadas en los pies para que abra las piernas.

Facundo obedece. Se lleva las manos a la cabeza. Renata se queda dura, con los brazos pegados al cuerpo.

– Estaban fumando. ¿Dónde está? –Martínez, sin sacarle la vista de encima, se agacha y le revisa al masculino los tobillos, las piernas, la cintura y las axilas -, ¿vos también fumas porrito? –le dice a ella.

– No estábamos haciendo nada, suboficial –dice él.

– Callate la boca y dame tus documentos.

Facundo saca el documento del bolsillo de atrás del pantalón. Se lo alcanza con la mano. Ella también, sin que se lo pida. El agente mira las fotos y después los observa a ellos. Ella le baja la mirada enseguida. Facundo tarda un poquito más.

– Vaciá los bolsillos ahí -le marca una zona de pasto que tienen al lado-, y sacate las zapatillas.

– Pero suboficial…

– Callate la boca.

Facundo saca un par de monedas. Una arandela con dos llaves. Un paquete de cigarrillos. Un par de boletos de colectivo. Dos billetes de diez pesos y un celular. Martínez le marca el césped con la mano, mientras sigue hojeando los documentos.

– No tengo nada, señor. Ya nos íbamos.

– Las Topper.

Facundo se sienta, se saca la zapatilla derecha, después la izquierda, y con las dos manos las hace bailar en el aire. El policía le ordena que separe las plantillas de las suelas. Facundo obedece, sacude las plantillas en el aire y después hace bailar de nuevo las zapatillas.

– ¿Vos tampoco tenés nada? -le pregunta a Renata.

Ella niega con la cabeza.

– Segura, ¿no? – el tono de voz de Martínez delata una absoluta seguridad de sus actos -. Después que no me entere que lo tenías guardado entre tus ropas.

– No tengo nada, señor.

Facundo se pone de pié. El agente le dice que levante las manos y las vuelva a poner sobre su cabeza. Sin sacarle la vista de encima se acerca hasta las ligustrinas. Manotea entre las ramas de las ligustrinas. Busca el cigarrillo de marihuana. Y lo encuentra enseguida, al costado de una lata de oxidada de cerveza Quilmes de medio litro. Se incorpora, se lo muestra a los chicos y lo mete en el Philip Morris Diez de Facundo.

– ¿Qué están haciendo acá? – ahora hojea las fotocopias anilladas de Renata.

– Nada, suboficial. Paramos un ratito a tomar sol.

– A drogarse –corrige el agente, clavando la mirada en los ojos de Facundo que, ahora sí, baja la vista.

– Disculpe, suboficial, pero nos tenemos que ir a la facultad –dice ella, trabada por los nervios.

– ¿Qué estudian?

– Sociología -contesta él, mientras que por lo bajo, y con mucho disimulo, roza la zapatilla izquierda de ella con su pie derecho.

El agente tira los apuntes al pasto y le pide a ella que se descuelgue la mochila. Ella acata la orden, y se la pasa. Martínez da vuelta la mochila y todo lo que está adentro cae sobre el césped. Más papeles, el teléfono, una cartuchera de lápices y marcadores fosforescentes, llaves, una cámara de fotos y unas toallas íntimas. Separa los objetos con los zapatos negros que le quedan chicos. Revisa los bolsillos de la mochila.

A unos veinte metros, en las paradas, algunas personas se entretienen con la escena. El hincha de Huracán sigue ahí, firme, camuflado por la gorra negra Nike con visera.

– ¿Dónde tienen el resto de la droga?

– No tenemos nada más. Sólo ese medio cigarrillo–dice Facundo, que intenta mostrarse tranquilo.

– No me camines, flaco. Decime dónde lo tiraste.

– No tenemos nada. En serio –dice ella.

– Vos callate.

Martinez vuelve a revisar entre las ligustrinas. Les da una vuelta entera, posibilitando que los chicos se crucen una mirada cargada de abatimiento.

– ¿Saben lo que vamos a hacer? –dice Martinez cuando vuelve a pararse frente a ellos.

Facundo sigue con las manos en la nuca y las piernas abiertas.

– Voy a llamar al comando y los voy a llevar presos.

– Por favor, suboficial -dice él-. Ella es menor de edad. El padre le prohibió andar conmigo. Se le va a armar flor de quilombo.

– Es problema de ustedes, lo hubieran pensado antes – es tal la seguridad de Martinez que ahora usa un tono sobrador.

– No somos delincuentes, señor, ¿por qué nos va a llevar presos? –dice ella.

– Porque están cometiendo un delito. Si choreas un auto, o te fumas un cigarrillo de marihuana, para mi es lo mismo.

Facundo se toma el permiso de tocarle el brazo al agente. Está por balbucear un último ruego. Pero el suboficial de la 46 se lo saca de encima con un brusco movimiento:

– Quedate quieto, flaco. No me toques.

Algunos de los colectiveros que pasan por la avenida aminoran el paso para poder observar la situación. Del otro lado de la plaza decenas de camiones y micros enfilan hacia la avenida Huergo.

El agente saca la radio de la cartuchera que lleva agarrada al cinto de cuero. Se pone el aparato en la oreja. Aprieta un botón colorado y entabla contacto con el comando. Se saca la gorra de la cabeza y se limpia la transpiración de la frente con el antebrazo. Del otro lado de la línea le preguntan cuál es la situación. Cuenta que enganchó a dos personas con droga. Masculino o femenino. Uno y uno. Qué sustancia. Marihuana. Cuánto. Medio cigarrillo. La comunicación se silencia. En el aire queda flotando una fritura. A los pocos segundos el que está del otro lado, dice: «Martínez, pichón, no nos rompas las pelotas con huevadas». Risas del operador junto a otro que está con él. Fin de la comunicación.

La duda. La tensión. El tío. El Comisario. La obediencia. El pifie. El gaste. Todo ese cóctel erosiona el sistema nervioso de Ariel Martínez. De manera inmediata una oleada de calor le gana todo el cuerpo, en especial alrededor de los dedos húmedos de los pies, asfixiados por las medias de toalla que compró por diez pesos en la feria del Chueco. Le cambia el ritmo de la respiración. Aprieta con fuerza la radio.

Los chicos no mueven un sólo músculo de su cuerpo. El policía guarda la radio en la cartuchera. Se pone la gorra. Se pasa las palmas de las manos por las mejillas. Respira hondo. Vuelve a mirar hacia los costados.

– Puto. Eso es lo que sos -le dice a Facundo cuando le encuentra la mirada. Se lo dice a muy corta distancia y con los dientes apretados.

– ¿De qué te reís, puto, con ese arito de homosexual culo roto? –Facundo no hace ni dice nada, y le esquiva la mirada-, ¿te parece divertido que me deliren?

Facundo niega con la cabeza.

Martínez mira de nuevo hacia los costados, por encima de la cabeza de los dos chicos:

– Aparte de puto y drogon, ¿también sos rocho?

El Pelado vuelve a negar con un movimiento de cabeza, siempre mirando el suelo.

– Tenés cara de rocho. Andan choreando en esta plaza –marca con el índice la zona -, no serás vos con algunos amigos de Chicago, ¿no? –le pasa el índice por el pómulo derecho, primero, y después le presiona la frente.

Con muchísimo cuidado, es Renata quien ahora roza con su pie derecho el izquierdo del novio.

Facundo baja aún más la cabeza y pega el mentón contra su pecho. Se le infla y desinflan los pectorales. Abre y cierra las manos que tiene sobre su propia cabeza.

– Qué putos son los de Chicago, eh. Se la aguantan sólo en banda, ¿no? Como el día que mataron al hincha de Tigre a dos cuadras de la cancha.

Renata mira hacia las paradas de colectivos y sus ojos aterrorizados imploran ayuda. Pestañea una y otra vez como si le hubiesen tirado arena en la cara.

– ¿Qué pasa? ¿Me querés manotear la cuarenta y cinco? – el agente le habla a Facundo, mientras posa la mano sobre la cartuchera de la pistola. Vuelve a mirar hacia sus costados. Algunas de las personas que esperan el colectivo, cuando se ven observadas por el agente dan vuelta la cara. Otros directamente se van.

– Sos un cagón -le dice -, puto y cagón. Los pendejos como vos son un cáncer. Te rompería todo –al agente le tiembla la mandíbula y se le escapan gotas saliva cuando habla.

– Bajá los brazos –le ordena

Nada.

– ¡Bajá los brazos!, te dije –y con su propio brazo hace fuerza hasta que Facundo los baja y los deja pegados al cuerpo.

– Dejanos ir, por favor -irrumpe ella con un hilo de voz.

– Callate la boca, putita -el suboficial le clava los ojos y ella retrocede unos centímetros.

– ¿Qué pasa? –le escupe al novio-, ¿ahora sí me querés arrebatar el arma? –y le ofrece sin sutilezas el costado derecho de la cintura.

-…

Ella solloza. Traga saliva y lágrimas, haciendo un esfuerzo descomunal para que no se note. Facundo, estoico, se mantiene firme, pero la respiración le delata el odio que le infecta la sangre.

Del grupo de gente que se juntó a unos pocos metros se desprende otro agente de la Policía Federal que avanza hacia ellos.

Martínez lo ve venir. Duda otra vez, uno, dos segundos, y retrocede medio metro. Se acomoda la ropa, se limpia la transpiración de la frente y retoma la compostura. Mira de nuevo hacia la gente que observa con una mezcla de morbo y curiosidad. Se acerca al novio y, al oído, casi sin abrir la boca, le dice:

– Tómenselas.

Facundo levanta la cabeza y lo mira con desconfianza.

Ella le tira de la mano y lo arrastra hasta el pasto. Él agarra sus pertenencias. Las guarda en los bolsillos. También levanta las plantillas y las zapatillas. Ella toma sus cosas y las deposita dentro de la mochila.

Sin darse vuelta, y en silencio, avanzan en dirección a la Torre de los Ingleses.

– ¿Algún problema, suboficial? –dice el recién llegado, morocho, de unos cincuenta años, con la gorra en la mano.

– No, los chicos ya se iban.

Facundo cruza con imprudencia la curva por la que doblan decenas de colectivos. Recorre unos treinta metros, siempre con Renata a sus espaldas, y se sienta en una lomada, debajo de uno de los árboles que riegan de sombra la plaza. Mientras pone las plantillas dentro de las Topper, ella lo mira con los brazos cruzados.

– Qué te la agarrás conmigo –dice ella.

– …

– ¡Ey!

– ¡Qué!

– ¡Abrázame, loco! ¡Hace algo!

Facundo la mira durante un par de segundos. Un gesto duro le gana la cara. Apoya las manos detrás de su espalda, sobre el pasto seco, y estira las piernas. Sus ojos brillosos se posan sobre el enorme edificio del ferrocarril Mitre que está del otro lado de la avenida.

Ella se arrodilla sobre sus piernas. Le toma la cara con las dos manos, y con la suavidad y comprensión de una madre, le dice:

– Ya pasó, gordo –y le da un beso.

– ¡Qué gil hijo de puta! –escupe él, y le pega un manotazo a la tierra.

– Ya fue, gordo, vámonos –insiste ella.

Y lo abraza.

Pero él no se afloja. Tiene los brazos rígidos como postes. Y los abdominales del estómago tensos.

Por el caminito de piedras anaranjadas de la plaza aparece el pibe de la remera de Huracán. No se había perdido ni un solo detalle de la secuencia con Martínez. Se disculpa, se presenta, y les ofrece un trago de la Fanta de litro que lleva en la mano.

Justo en ese momento le llega un mensaje de texto a Renata. La canción de Manu Chao suena clara desde el interior de su mochila.

Facundo se saca de encima a su novia y se pone de pie. Le da la mano al flaco y acepta la bebida. Le agradece de corazón la onda que le tiró hace un rato y toma un largo trago de la bebida. Tan largo que no deja ni una gota.

– Disculpá, loco –le dice al de Huracán-, no podía más de la sed.

– Todo bien, pá.