En su número de septiembre de 2015, The Economist publicó un sugerente artículo cuyo título cita a Strauss o a Martínez Estrada. «Death and Transfiguration» anuncia el fin de la Western Corporation. Como todo proceso de clausura, este decline and fall promete ser especialmente espectacular, lento y decadente. No está de más decirlo, lo que el artículo llama “corporación occidental” es a la vez la unidad de gestión y asignación de recursos materiales y producción y organización de bienes y servicios por excelencia en nuestras sociedades avanzadas. A lo largo de sus diferentes fases, a través de sus múltiples metamorfosis, el capitalismo fluyó, maduró y dominó el mundo en los 400 años que van desde la fundación de la East India Company, el 31 de diciembre de 1600 hasta la actualidad (un excelente libro sobre esto es The Corporation that Changed the World, de Nick Robins).
Este modelo de producción, gestión y comercio alcanzó su pico de desarrollo durante el siglo XX –más precisamente, después de la segunda guerra mundial y, más precisamente, después de la crisis del petróleo del ‘73– cuando impulsó y dominó el proceso de trasnacionalización de los mercados, liberalización del comercio y destangibilización de los productos, su transformación en ideas, experiencias y promesas. El período más crítico, el que cristaliza a la vez el auge y la crisis, es el más reciente. Entre 1980 y 2013 se calcula que la ganancia de las principales 30 mil compañías en el mundo pasaron del 7,6% del PBI global al 10% del PBI global, lo que implica un crecimiento de más del triple en términos de guita neta. Sin embargo, el mismo informe de MGI (Global Alliance of Tax, Auditing & Accounting Firms) que hizo ese cálculo, predice que esos mismos profits caerían del 10% al 8% del PBI global dentro de los próximos 10 años.
Al Jazeera y el complejo de telecomunicaciones árabe con el cual Frederic Martel vende humo, o el grupo peruano Ajé que domina el mercado de bebidas carbonatadas, néctares y agua embotellada en Perú y se está expandiendo hacia el sudeste asiático.
Las condiciones de posibilidad del ascenso y del inmediato descenso son las mismas; la aceleración del propio megaarchihipercapitalismo, el abaratamiento de las tecnologías, los flujos de inmigrantes a escala planetaria, las guerras en medio oriente, el ascenso de China, etcétera. Según The Economist hay dos factores fundamentales que ponen en crisis el comfortable world of the old imperial multinationals. El primero es el surgimiento de competidores provenientes de los mercados emergentes, un chamuyo que está muy de moda en el periodismo de economía & negocios y que contempla ejemplos tan dispares, ridículos y prepotentes como Xiaomi, la compañía de celulares china que teóricamente va a destruir el mundo con sus smartphones plásticos que vende únicamente a través de internet; Al Jazeera y el complejo de telecomunicaciones árabe con el cual Frederic Martel vende humo en su libro Cultura Mainstream, o el grupo peruano Ajé que domina el mercado de bebidas carbonatadas, néctares y agua embotellada en Perú y se está expandiendo hacia el sudeste asiático.
El segundo factor son las redes de tecnología blanda y plataformas de e-commerce disponibles a nivel global y las estrategias de análisis e inteligencia comercial que habilita la enorme capacidad de procesamiento disponible a un costo ínfimo en la actualidad en cualquier lado del mundo. Un tercer factor, mencionado pero no reconocido, es la consolidación de nuevos movimientos de la derecha popular en muchas zonas del mundo (desde el kirchnerismo en Argentina hasta el ascenso de Jacob Zuma en Sudáfrica) que generaron una ola de hostilidad política hacia la clásica codicia corporativa.
Hoy fuera de discusión que son las grandes multinacionales norteamericanas y, en menor medida, europeas, las que nos proveen las matrices de sentido a partir de las cuales procesamos la experiencia sensible.
El tema es que si el artículo de The Economist está en lo cierto (y probablemente no lo esté) deberemos empezar a pensar en cómo será el aftermath de la crisis de los grandes relatos corporativos. Efectivamente está hoy fuera de discusión que son las grandes multinacionales norteamericanas y, en menor medida, europeas, las que nos proveen las matrices de sentido básicas a partir de las cuales procesamos la experiencia sensible de vivir en nuestras sociedades avanzadas, rol que alguna vez ocuparon, con mayor o menor éxito, la Iglesia o ciertas instituciones laicas del gobierno –éstas últimas más bien en un período transicional de la historia europea–, espacios que eventualmente también entraron en crisis para sumarse satelitalmente al nuevo orden simbólico instaurado por las nociones hegemónicas de amor, intensidad, nutrición, pasión, novedad, vanguardia, excepción, expectativa o feminidad que nos proveyeron McDonalds, Anheuser-Busch, Unilever, Electronic Arts, Mondelez, Nestlé, Bayer, Procter, Pfizer, Ford, Disney, IBM, Pepsico, BBVA, L’Oreal, Dior, Philip Morris, Carrefour, etcétera.
¿Cómo sabremos si somos felices en un mundo donde Coca-Cola ha sido reemplazado por un equilibrio volátil y multipolar de organizaciones yihadistas, redes sociales y bancos de células madres? ¿Cómo reconoceremos que estamos progresando profesionalmente, amando a nuestros hijos o respetando a nuestras parejas en un mercado donde los productos de Pampers, Dove, Skip y Axe sean distribuidos con un packaging neutro y a través de drones cuyo dueño es una firma impronunciable con HQ en Xian o Shenzhen?
El tema es que si el artículo de The Economist está en lo cierto deberemos empezar a pensar en cómo será el aftermath de la crisis de los grandes relatos corporativos.
Naturalmente, la resistencia es tan inútil como inevitable el advenimiento de una nostalgia agria para quienes eventualmente vayamos quedando fuera de las estructuras culturales hegemónicas (y por eso en lo personal a veces estoy a favor y a veces estoy en contra de que Boca construya un nuevo estadio Emirates). Este tipo de preguntas, sin embargo, podrían abrir sin lugar a dudas un debate sobre el status de la imaginación colectiva en los umbrales de la nueva subfase de ordenamiento del capitalismo global y la necesidad real de fundar una especie de crítica literaria que sea capaz de ponerse al servicio no ya de textos literarios que a su condición histórica de objetos perimidos, frívolos e inútiles (como ya dijera Herbert Marcuse, probablemente uno de los críticos más preocupados por la utopía e influyentes de su época) suman su condición de haber perdido el contexto cultural que en otras décadas los sostenía como constructos eventualmente valiosos, sino de la discusión de los discursos corporativos, las marcas y las formas en que las mismos habilitan la realidad.
Un equívoco que merodea estas cuestiones es el que se encuentra, por ejemplo, en la base de cierto discurso típico identificable dentro de esas zonas de la producción intelectual que, como ya señalé, se hayan hoy sin el sustento cultural que lo dotó de sentido en otras épocas y, por ende, está condenado a la inutilidad definitiva (como el escritor de novelas o el guionista de series de televisión), que tiende a señalar que el discurso publicitario trivializa la condición femenina reduciéndola a sus aspectos únicamente domésticos (por ejemplo) con una exasperante ignorancia acerca de lo que fueron los procesos reales de emancipación de la mujer que, antes que fenómenos electorales, implicaron la autonomización de la mujer como segmento de consumo y como objeto de la comunicación publicitaria de marcas de jabón en polvo, pastillas de dieta o productos de cosmética. Con esto quiero decir que no es casual que el sufragio femenino y el nacimiento de las soap operas auspiciadas por P&G hayan sido fenómenos simultáneos.
¿Cómo sabremos si somos felices en un mundo donde Coca-Cola ha sido reemplazado por un equilibrio volátil y multipolar de organizaciones yihadistas, redes sociales y bancos de células madres?
Más allá de eso, y para terminar, me parece muy sugestivo e interesante asimilar un pequeño eco proveniente del near future. Hace muy pocos días empezó a circular la noticia de que AB InBev, la empresa productora de alcohol más grande del planeta, la consecuencia de la compra por parte de un holding brasilero-belga de Anheuser-Busch, la compañía que creó la Budweiser, una empresa centenaria, paradigma del capitalismo yanqui y símbolo de la inmigración alemana, la integración cultural y el “crisol de razas” norteamericano, estaría pensando adquirir la segunda empresa productora de cerveza más grande del mundo, SAB Miller, una empresa que surgió del merge de South African Brewers y Miller, otro símbolo de los irlandeses en Norteamérica. La operación es todavía un amague, pero de concretarse nos habilita una intuición de cómo serán las utopías del futuro///////////PACO