La primera vez que fui al urólogo tenía 12 años. El urólogo viene a ser el ginecólogo para hombres. Pero no es lo mismo. Las mujeres tienen una relación con su especialista que comienza en la adolescencia y transita entre el amor, el odio, la vergüenza y el síndrome de Estocolmo. El urólogo, en cambio, te hace acostar, te manosea el pito y listo, ponete esta pomada. Si tenés suerte, vas a tener que ver al urólogo una o dos veces en tu vida, de grande, por alguna infección urinaria o, en el peor de los casos, impotencia. Pero yo tenía 12 años y el doctor estaba manoseándome el pito.
Mi viejo me llevó al urólogo para asegurarse de que me estaba desarrollando en forma «normal». No sé qué tan normal era que un señor me tocara el pene a los doce años y que no fuera un cura. Yo ni siquiera me masturbaba todavía. El urólogo me hizo acostar, agarró un aparato de madera que tenía modelos de madera con los diversos tamaños que podía tener un testiculo, y los comparó con los míos. Después me manoseó el pito, decretó que todo era normal, y me despachó.
Volví nueve años después, a los 21. Mi novia de entonces tenía hongos que, según su ginecólogo, eran provocados «porque tu novio es promiscuo». El urólogo me hizo acostar, me manoseó el pito e informó que los hongos en realidad eran originarios (y normales) en el flujo vaginal de ella, que yo no tenía nada que ver, que ella me había contagiado a mí. Me dio Macril, una crema que sirve para toda infección, inflamación o micosis en el pene, y me despachó.
Volví al año siguiente. Estaba preocupado porque, tras terminar mi relación, no lograba alcanzar el orgasmo con preservativo de ninguna forma posible. El urólogo me hizo acostar, me manoseó el pito, decretó que todo era normal, y me dijo que lo hable en terapia.
Volví al año siguiente. Tenía inflamada la zona en la que termina el glande y comienza el tronco, como una especie de «bufanda». El urólogo me hizo acostar, me manoseó el pito y decretó que era una simple inflamación, que no había llegado a trombosis, y me recetó pomada otra vez. En ese momento entró otro doctor al consultario. «Vení, mirá, Jorge, mirá», invitó mi especialista. «Uy, a ver. Ah, pero esa es de las lesiones más dulces, hermano, eso es por tanto darle a la matraca, aflojá», recomendó el compañero. Yo, recostado, con el pito en la mano de un extraño, no tuve los huevos para decir que en realidad la inflamación era por masturbarme cuatro veces diarias, y que no tenía relaciones hacía más de medio año. No fui más al urólogo.///PACO