Como para casi todos los nacidos en los 70s y 80s, la televisión fue una compañera fiel e indispensable de mi infancia. Pasé del televisor en blanco y negro al color y de los pocos canales de aire, cuya transmisión empezaba al mediodía, a la extendida oferta de contenido y horarios del cable. Mi madre no solo trabajaba sino que no en su casa no hubo televisor hasta sus 15 años, por lo cual mi hermano y yo tuvimos tele libre desde que supimos manejarla. Y como para colmo salíamos a las doce y cuarto de la escuela, la cantidad de horas que estuvimos frente al aparato puede considerarse obscena. Así mi educación –de todo tipo- estuvo mayormente signada por novelas de Andrea Del Boca, Luisa Kuliok, Arnaldo André, Natalia Oreiro y las mega trash del viejo Canal Nueve (entre las que se cuentan joyas como Cárcel de mujeres, Las vendedoras de Lafayette, Una voz en el teléfono o 90-60-90); por dibujos japoneses tristes y violentos; por programas para mujeres desocupadas tipo Utilísima; programas de chimentos y, obvia y especialmente, por los clásicos de Mirtha y Susana.
La realidad es que desde entonces mi deseo íntimo y (no) tan oculto es trabajar en televisión. Conducir. Y durante años estuve convencida de que alguien me iba a descubrir. Porque sí. Porque era mi destino.
Pero no pasó.
Fast Foward
Año 2014. Estudié Letras, a los 23 me casé con un productor, tuve 3 hijos, vivo en México hace 10 años y trabajo en una fundación. No miro televisión hace años porque me aburre.
Hay que ir a promocionar un evento con monjes tibetanos y aunque yo no participo directamente me convocan porque nadie puede ir, así que fungiré como la cara institucional en la entrevista. Acepto convencida de que es en radio pero unas horas antes la encargada de prensa me dice que es en un canal de aire, no muy popular pero de aire al fin y dada la confusión pienso en desistir. Porque tele no es radio, porque tenés que pensar no solo qué vas a decir sino también qué te vas a poner, porque tenía que faltar a mi clase de yoga y porque a quién no le da fobia exponerse.
Pero voy.
Llego antes de lo acordado. El canal es un edificio lindo pero venido a menos y la recepción está en una escalera. Anoto mi nombre y me dicen que ya me vienen a buscar. Subo con una señorita desarreglada, con muy poco aspecto de productora televisiva. Es una recepción llena de gente. No hay camarines, parece la antesala de una oficina cualquiera, con sillones viejos y varios televisores adosados a las paredes. Digo un hola general y me siento. Un tipo joven, muy bronceado me saluda especialmente, respondo el saludo y me interno en mi teléfono. Twitter como respuesta a cualquier fobia. Sin embargo, escucho la conversación entre el tipo joven bronceado que tiene un acento caribeño que deduzco es cubano y uno de los conductores, más bronceado aún, a quién reconozco por tener micrófono y cucaracha en la oreja. Hablan de dietas. El tema me convoca y están muy cerca así que presto atención: dejar las harinas, subir y bajar, la dieta paleo. Participaría encantada pero sigo en mi mundo virtual porque conectar con desconocidos nunca fue mi fuerte. El cubano resulta ser médico y el conductor le cuenta que vivió diez años en Los Ángeles y que siguen pasando un comercial para la caída del pelo que hizo hace una década. También tiene un acento raro pero no desculo de dónde. Pienso en Las venas abiertas de América Latina.
Finalmente llega la encargada de prensa con los monjes. Llevan sus trajes rojos. Uno es mexicano, el primer Gueshe de habla hispana y otro viene directo del Tibet y solo habla tibetano e inglés. Nos presentan a la conductora mientras una maquilladora me revoca con base y decide que mis labios rojos van mejor con brillo rosa y que me falta un poco de color. Aunque no me veo sé que parezco un payaso, a nadie le queda bien esa combinación. Los monjes también se dejan maquillar. La conductora, una rubia teñida, con plataformas inhumanas insiste con que el monje latino le haga las preguntas al tibetano. Le pone buena onda pero se nota que no entiende nada. Le mostramos un afiche con el mandala que se está construyendo con polvo de mármol. Asiente y sonríe como respuesta a todo.
Unos minutos después pasamos al estudio a través de una puerta de vidrio. Hay varias cámaras y mucha gente detrás. Están en un corte. Una cocinera acaba de terminar un plato con chorizo color radioactivo. Un productor me pone el micrófono y le da micrófonos de mano a los monjes. Nos sientan en el “living”: los monjes de un lado, las dos conductoras del otro y yo en el medio, con un look secretaria ejecutiva que no condice con nada. Mientras esperamos una de las conductoras le dice a la otra que el plato que hicieron recién es el que más le gustó de todos los que ha probado en el programa. Después miramos en el monitor a una chica que da un mensaje sobre la aceptación de “ser gordita” y algo así como “me quiero como soy”. La conductora que no es la rubia tira un “ojalá fuera tan fácil”, yo repito un “ojalá” y la idea de que lo que dicen es una pavada atómica queda flotando.
Uno, dos, tres, aire. Adrenalina. Por más que sea suelta y me guste la cámara el vivo es el vivo. La conductora rubia nos presenta confundiendo el nombre de la fundación y del lugar del evento, me da la palabra y en lugar de explayarme, le cedo la palabra al monje. Cuenta un poco del mandala, le traduce una pregunta que las conductoras le hacen al monje tibetano, yo digo la dirección de la página de Internet pero olvido lo central y el monje me salva acotándolo él. Uno, dos, tres, se terminó. Demasiado rápido. Al aire ya está un psicólogo infantil con el conductor bronceado hablando sobre qué hacer si tu hijo tiene problemas de pronunciación. Dejamos el living, las conductoras ni siquiera nos despiden. Me sacan el micrófono y cuando volteo, veo que el médico cubano ya está sentado en mi lugar, simpático y desenvuelto, hablando sobre hipotiroidismo.
En televisión se actualiza el “no somos nada”.
La encargada de prensa me pasa las fotos que sacó y me dice “estuviste muy bien”. Ya está pensando en la próxima entrevista. En el ascensor miro los zapatos rojos y cancheros del monje. Y su reloj de plástico al tono. Me genera una leve ternura y dudas sobre el desapego y la trascendencia. Se ve que es más difícil de lo que parece. Salgo al aire frío de la primavera del DF y mientras camino las dos cuadras hasta mi coche concluyo que cualquiera puede conducir y que es mi próximo objetivo. Porque nunca es tarde////PACO