Tal aislamiento le resulta insoportable,
y la alternativa que se le ofrece es la de
rehuir la responsabilidad de esta
libertad positiva.
(Erich Fromm)
Suena Blackbird y mi voz se nubla. Mis ojos asoman a través de las manos que sostienen mi cabeza inclinada. En frente está mi mejor amigo. Me acaba de contar que se enamoró por primera vez de una chica, a la cual le dijo que con ella no quería noviar. Yo misma me separé esta semana de un tipo que me dejó por una mujer mucho más inestable que yo (sí, más). Una amiga me contó que el amor de su vida es un hombre con el que es imposible que cualquier relación prospere. ¿Qué nos está pasando? Mi amigo no dice nada, sólo levanta los hombros y arquea las cejas con un desconcierto angustiado disfrazado de resignación. ¿Y si vamos a dar una vuelta manzana? Necesito airearme. Sí, mejor, caminemos.
Avanzamos contentos por nuestra amistad y dudosos por todo lo demás. Bajo nuestras risas amargas van reapareciendo las ideas de dos notas que se publicaron hace unos días en esta misma revista. Desde que las leí me llamaron la atención y todavía me cuesta entender por qué. Me despido de mi amigo después de dar una vuelta de quince cuadras y vuelvo a la compu a releer esos textos.
Uno de ellos es Fertilización para todos, donde se abordan algunos interrogantes a partir de la aprobación de la nueva ley de fertilización asistida. Sus líneas aparecen impregnadas de un temor a la creciente tendencia a pensarnos como especie y a soslayar nuestra condición en tanto seres sociales. El texto subraya: que todos podamos tener hijos es una cosa, otra muy distinta es conformarnos creyendo que eso significa poder tener relaciones sexuales o, más aún, amor. Pero, digo yo, amor y sexo no son lo mismo. Está de moda tener sexo y decir “yo no cojo”, así como no está de moda amar. Por otro lado, no hay que olvidar quiénes serían los mayores beneficiarios de la cobertura médica que reconoce la ley: a grandes rasgos, no sólo se trata de quienes ansían ser padres o madres en soltería y de las parejas homosexuales sino también de aquellas heterosexuales que quieren tener hijos y por alguna razón no pueden. En este sentido, la intervención estatal nada tiene que hacer con respecto a los vínculos amorosos o conyugales. Pero percibo que, más allá de las discusiones en torno a la -en mi opnión, acertada- aprobación de la ley, @dolarparty nos está queriendo decir algo más: cuestionemos los marcos institucionales (como el legal) que nos uniforman y sobre los que descansa -descansa- nuestra conciencia. Lo central es, entonces, problematizar la representación social de la Igualdad, una noción desplegada y reproducida a partir de todo un aparato simbólico (“el volátil kiosco de los símbolos”) en manos de los agentes de poder. Una noción que es resignificada en la nueva cultura del cultivo propio -en palabras de Sloterdijk-. En este marco, el artículo deja en claro que la creciente libertad para tomar decisiones y para exigir los derechos que nos corresponde no implican necesariamente igualdad.
El segundo texto es Histeria. No voy a negar que me sentí personalmente interpelada por ese título. No sólo a razón de mi propia neurosis sino por esta omnipresencia de la indiferencia que viene dando vueltas en las conversaciones cotidianas. También por el triunfante carácter fugaz de los amantes que no se aman, los amistades que no son sino ‘amigos’ o ‘siguiendos’, los quiero pero no puedo, los puedo pero no quiero y los quiero pero no quiero. Como explica María Victoria Moreno, la histeria es una manifestación neurótica que niega el deseo propio en beneficio del goce ajeno. La aprobación del Otro es la meta perseguida por quienes prefieren no pensar en la relevancia que sí tiene el amor. Pero Moreno posa su mirada en el rol de la mujer: pretendidamente reivindicativo pero no lo suficientemente renovado como para operar una modificación en las relaciones de poder que rigen nuestra sociedad. Los lazos amorosos, de este modo, se basarían en satisfacer los deseos del hombre olvidando que el placer debe ser recíproco. Personalmente, y desde mi ignorancia en lo que a estudios de género refiere, considero que en nuestros días la histeria no es sólo femenina. Hombres y mujeres se hacen eco del ostentoso no-deseo. La histeria reciamente tuya y mía obstruye el acceso al “bien mayor: el regocijo mutuo”.
Entiendo ahora qué me convocó a esta relectura. Para empezar, la sensación de que mi malestar no es sólo mío. Para seguir, el coincidente cuestionamiento para con las normas que rigen nuestras relaciones sociales. No me refiero a aquellas normas que están escritas, avaladas por instituciones y con las cuales es sencillo acordar. Pienso en las otras reglas, las que empapan las calles, los departamentos, los supermercados chinos, los labios, las bicisendas, las manos, los libros, los, las. Leyes que rigen nuestro “ser-en-el-mundo”, que no están en ningún papel pero que son -quizás por eso mismo- más vigentes y más respetadas. Pautas de conducta que conocemos mejor que cualquier otra regla y que no nos animamos a enunciar porque construyen un reflejo que lejos de alimentar nuestro narcisismo lo ponen en peligro.
-Qué lástima que ya no existen los emos. -Bueno, ahora están los hipsters. -¿Y qué tiene que ver? -Están de moda. -Sí, porque son insulsos, los emos al menos querían algo. Querían morir, ok, pero querían.
Si el amor es una mercancía, como dicen las dos notas referidas, entonces ¿por qué no decimos junto con el líder viejaloquense que “la bolsa del amor es el único negocio en el que invierto yo”? Será que todo vale y entonces nada vale. Es igual, entonces da igual. Emergen, ganan, se imponen esas normas-otras, aquellas que sí cumplimos con el objetivo de ser o parecer iguales, de no mostrar ni exponer nuestro propio deseo. Y nos enceguecemos con la ilusión de que igualdad implica homogeneidad. Nos tranquilizamos con esa igualdad conformista que nos lleva a borrar las diferencias a costa de perder lo que nos hace auténticos. Una igualdad temerosa que dice sí pero sin saber a quién y por qué. Una igualdad que se hunde en las arenas movedizas de la lógica del “da igual”. Pero pensemos un poco y arriesguemos otro poco. No se trata de que no haya divergencias, se trata de que las haya y de que las aceptemos. La igualdad real es esa que adopta las diferencias, se vale de ellas y se enriquece con ellas.
El deliberado gris donde nos situamos para salvarnos de todas las frustraciones nos termina proporcionando una sola frustración más larga, duradera y subyacente. Aunque la miremos de soslayo, la angustia se sale por los poros de las consignas igualitarias y los brindis partidarios o amistosamente correctos. Y así estamos, egocéntricamente aislados dándonos el lujo de no hacer uso de nuestra capacidad de acción.