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I
John Maloof nunca pensó al comprar los remanentes de un depósito en subasta que se encontraría con una obra que escapó a los radares de una industria dispuesta a captar hasta las representaciones más periféricas. Si uno mira las fotos de Vivian Maier, es imposible no preguntarse cómo una fotógrafa con esas características pasó desapercibida tanto para los mecanismos de consagración más altos como también los del indie. El rescate que comenzó en 2007 con algunas cajas terminó con una búsqueda que alcanzó a eBay, colecciones privadas y remates. A lo largo de tres años, las ondas expansivas del descubrimiento despertaron a todo un colectivo de aficionados y expertos cazarrecompensas. Maier, que sólo fue conocida en vida como una niñera que aparentemente nació en la periferia del Bronx en 1926, podía estar en cualquier lado y nadie entendía cómo era posible que semejante ojo haya seguido de largo, como si nada, ante la maquinaria cultural estadounidense.
La búsqueda adquirió tanta magnitud que una de las biógrafas de Maier, Laura Lippman, cuenta que su primer encuentro con la obra fue en Facebook, en un grupo de Garage Sales de su ciudad. Este último dato da cuenta del grado de dispersión y de la sospechosa discreción de su obra. De hecho, las entrevistas con las personas que fueron cuidadas por Maier (en su mayoría niños que ahora son adultos) dan cuenta del mismo patrón: extravagante, anómala y siempre con una cámara en sus manos. Como inquilina, los propietarios de los espacios en los que vivió recuerdan cómo impedía expeditivamente el ingreso de cualquier persona a habitaciones específicas, y quienes por alguna u otra lograron entrar a esas habitaciones, encontraron pilas y pilas de papeles amontonados en el piso o pegados en las paredes entre fotografías de todo tipo.
Al final, el rescate concluyó en 2009 con un total de 150.000 fotografías en diversos formatos (negativos, rollos, fotogramas impresos), además cámaras, textos y recortes de diarios que abarcan las décadas de 1950 y 1960 en su mayor parte. Lo que se ve son fotos que pretenden acercarse a la fotografía urbana pero esconden un misterio que las saca inmediatamente del factor documental. Nadie se preguntó cómo una niñera podía haber sacado esas fotos de una Nueva York de posguerra y por qué se tardó tanto en encontrarla. Como Van Gogh, como cualquier otro artista cuya relevancia se descubre de forma póstuma, en Maier la sensación de llegar tarde funciona como una lamentación eterna para la crítica. Pero, ¿se puede llegar tarde a una obra cuya característica más vital se fundamenta en su anacronismo, en su estar “fuera de tiempo” y pasar “desapercibida” a las miradas?
II
El kyudo es más que una forma de utilizar un arco: es un modo de tomar dimensión del tiempo y el espacio. Como uno de los muchos ingresos al mundo zen, esta técnica de origen japonés se concibe como el camino al arco: un recorrido que no termina con el disparo al objetivo y ni siquiera comienza con el acto de apuntar. Frente a las lógicas causales propias de una visión de mundo que piensa sólo en fines utilitarios, esto pone en cuestión la finalidad misma sobre la práctica de disparar a un blanco. Al fin y al cabo, ¿qué puede haber de importante en usar un arma de otra forma que no sea para hacer la mayor cantidad de daño posible?
Estas preguntas aparecen en la primera importación de la filosofía zen realizada en 1940 por Eugen Herrigel. Con todos los lugares comunes de un académico portador de armas, Herrigel mostró cuántos obstáculos epistémicos se presentan en una práctica que en otros territorios consiste en cargar el arma al hombro y disparar lo más al centro posible del blanco. “Asumí erróneamente que mis experiencias con rifles y pistolas iban a funcionar como ventaja”, comenta Herrigel al inicio de Zen in the Art of Archery, “y por ese motivo mis maestros no creían que un europeo pudiera asimilar el zen como forma de aprendizaje”. El derrotero del filósofo europeo está repleto de anécdotas donde ni la mimesis ni la repetición gestual a sus maestros pueden hacer que su arco, antes que una herramienta, sea un cuerpo con respiración y ritmos propios. Esto se debe a que, desde la lógica zen, el arquero no porta el arco sino que este es portado por el tirador, y el momento del encuentro entre un elemento y el otro está dado por otra temporalidad, otro timing.
En sus memorias Herrigel saca una primera conclusión: “To become purposeless on purpose” es una máxima que permite desafectarse del camino al arco, aunque luego le lleve más de seis años transformarse apenas en un entusiasta del kyudo, una doctrina que supone que los blancos y las flechas están puestos como piezas con su propio tiempo.
III
Entre los negativos y las fotografías de Maier se encuentran también diversos objetos personales, entre ellos, las cámaras que utilizó a lo largo de su vida. Lo más llamativo en la mirada de los críticos tiene que ver con la cantidad de cámaras fotográficas y con un modelo específico recurrente: la Rolleiflex automática, conocida también como New Standard. Compacta, fácil de trasladar y resistente, los modelos generales de la Rolleiflex tienen una característica que las sitúa en la frontera de la modernización: su visor se encuentra en la parte superior y no detrás del lente, lo que la convierte en una suerte de periscopio invertido. Con esa cualidad, Maier paseaba por las zonas urbanas de la ciudad con su Rolleiflex colgada al cuello y tomaba fotos a la altura de la cintura, sin demasiadas precisiones. Eso permitió que las personas que entraban en el lente no alteraran su conducta ni se sintiesen intimidadas, pero además, y esto es clave, la dimensión de captura, al estar a una altura distinta de una persona adulta, alteraba los tamaños para mostrarlos tal como las vería un chico: adultos gigantescos en un mundo de edificios inmensos. El lente por defecto de las Rolleiflex, de 7.5 mm potenciaba esa distorsión para otorgar grandes angulares.
IV
En el kyudo, como en el Kendo, el arco es una extensión del cuerpo y, como tal, el equilibrio y la coordinación son esenciales para un manejo preciso. A diferencia de los arcos comunes, la altura de estos objetos suele traspasar a los tiradores y su material varía entre fibra de carbón y maderas refinadas para garantizar flexibilidad prolongada. Pero lo más sorprendente de esta técnica está en el modo de disparo, el cual no es directamente perpendicular a los hombros y a la mirada del arquero, sino que comienza en la cintura, sube hasta encima de los brazos, donde alcanza su mayor tensión, y finaliza con el acto de disparar. A veces los disparos varían de altura de acuerdo con la situación: si se trata de una búsqueda por la puntería y la rapidez o si, por el contrario, se utiliza el momento de disparo como una instancia de reflexión. En la mano derecha, encargada de realizar el agarre de la flecha y la cuerda, se lleva un guante de cuero que facilita el sostenimiento en el momento de mayor tensión. La distribución en ambas manos entre arco y flecha es necesaria para evitar el solapamiento de cada componente. Después del disparo, no se baja bruscamente la guardia ni se repite el tiro, sino que se retorna a la posición de descanso.
“Describiste el procedimiento demasiado bien”, le contesta uno de sus maestros a Herrigel cuando le pide que mencione las partes más importantes del ritual, solamente para señalarle que conocer demasiado bien las partes de esa acción conduce a otro problema: la automatización.
V
Incomprensible, independiente, rara y hasta loca son algunos de los adjetivos que salen de quienes fueron niños al cuidado de Maier durante el documental Finding Vivian Maier. En sus relatos, y en la percepción de ellos, la fotógrafa distaba de ser una nanny protocolar y su rutina a veces parecía arbitraria: caminatas por parques, recorridos por zonas repletas de gente, paseos céntricos que hacían sospechar y a veces sentir miedo por el grado de imprevisibilidad de la cuidadora. Las fotos del portfolio digital donde se concentra la mayor parte de su obra insisten en lo mismo: museos, cruces de calle y a veces accidentes o episodios policiales. Por supuesto, también a chicos jugando en la calle, retados por sus padres o lustrando zapatos.
Pero la parte más llamativa fueron sus autorretratos. Ya sea con espejos o con ventanas de negocios, Maier se vale de cualquier reflejo para las fotos en las que ella sale, a veces, acompañada por los chicos que cuidaba, aunque en la mayor parte de las ocasiones se muestra en soledad. Los autorretratos tomados en comercios o ventanales públicos replican la lógica de la doble exposición: es Maier la que sale en la foto, pero no solamente Maier; es una ciudad con sus rostros desesperados, pero no solamente la ciudad con esos rostros. Algunas fotos también son tomadas desde colectivos, trenes y otros transportes, donde la posibilidad de capturar una imagen se reduce a fracciones de estabilidad de elementos que espejan. El viejo precepto del retrato como “espejo del alma” se difumina entre la gente corriendo y el humo de los autos que salen detrás de la fotógrafa.
VI
El primer malestar que relata Herrigel a lo largo de su viaje por el camino del arco lo persigue también durante su última etapa de aprendizaje, ya que incluso al comprender que el kyudo es una práctica que se sostiene como una finalidad en sí misma, la idea del tiro es la que más lo inquieta. Si lo más importante del kyudo no está en el disparo, ¿por qué se dispara a un objetivo de todas formas? ¿Qué se “evalúa” más allá de la destreza de la posición?
La conversación de bienvenida con su maestro es contradictoria: se le apunta a un objetivo para imaginarse a uno mismo siendo el blanco, es decir, el que corre el riesgo de lastimarse o morir. Esta idea, lejos de servirle para meditar, perturbó al académico al suponer que se trataba de una premisa autoflagelante, pero con los años se convirtió en una visión que adquirió una presencia única. Del mismo modo que uno es utilizado por el arco, presuponerse apuntado por sí mismo produce el desdoblamiento del arquero, pero con una variante: la de entregarse al disparo en los dos sentidos, como propio y alterno.
El viaje de Herrigel termina abruptamente con el mismo tema que había iniciado su aprendizaje sobre el arte zen. “Me temo que ya no entiendo más nada”, recuerda en el último diálogo con su maestro, quien le explicaba que “hasta las cosas más simples se me hicieron inexplicables. Si soy yo el que dispara el arco o el disparado soy yo, si el blanco no es importante o el blanco debo ser yo mismo, todo se mezcló en una sola cosa”.
VII
La muerte de Maier, el 21 de abril de 2009, coincidió con el gran descubrimiento de sus fotografías. El mismo año que Maloof y su equipo daba por finalizada la búsqueda (y comenzaba a circular por Flickr), unos vecinos de Rogers Beach veían a “una señora francesa vestida con ropa masculina, siempre sentada en el mismo banco del parque de Rogers Beach”. Según su biógrafa, Maier sabía que el depósito donde guardaba sus papeles iba a ser embargado por falta de pagos, lo cual se complementa con la sensación de pobreza que los vecinos del último barrio en el que vivió comentan: “¿Quién iba a saber que se iba a convertir en una gran artista, ella, a quien veíamos cada tanto revolviendo la basura?”
Como recuerda Linda Matthews, una de las tantas personas que la contrataron como empleada doméstica, “Viv tenía la certeza de que sus fotografías eran buenas, pero se negaba a mostrar más de seis o siete fotos. Decía que no se quería arriesgar, que si mostraba más iban a robar sus fotos o las iban a usar mal”. Antes que un fenómeno de canonización y antes que una conducta despistada ante los mecanismos de consagración, tal vez habría que leer las imágenes de Maier como una obra a la que decididamente se iba a llegar tarde. Después de todo, las batallas legales por la propiedad de su trabajo funcionan como anticipo a la inquietud de la fotógrafa, pero también trastocan un razonamiento que no corresponde únicamente al acto de tomar una foto. Se trata del gesto de capturar fotos para guardarlas, es decir, fotografiar sin propósitos a propósito////PACO
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