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La pregunta a la administración de Mauricio Macri sobre el paradero de Santiago Maldonado se volvió una incógnita omnipresente en los medios de comunicación y en las redes sociales. Al igual que pasó en 2006 con Julio López, el albañil que testimonió en un juicio contra represores, la desaparición de Maldonado tomó estado público con fuerza pero, a diferencia de aquel caso, y con las redes sociales funcionando a pleno, con mucha más visibilidad. Y a diferencia de aquel entonces, llega al ámbito que los estrategas comunicacionales del oficialismo dicen dominar como verdaderos millennials, lo cual demuestra que es imposible manipular las redes contra un interés masivo de los usuarios. La mesa de Mirtha Legrand del sábado a la noche fue el punto focal para que Twitter y Facebook se conviertan en el verdadero prime time de detractores y aduladores del desconcertado y giratorio discurso de la ministra de Seguridad Patricia Bullrich, quien con total desconocimiento de cualquier tipo de protocolo de respuesta balbuceó algunas excusas sobre el tema, defendió sin argumentos a la Gendarmería, no mostró un solo dato ni prueba y finalizó con una serie de declaraciones sobre política e historia que exponen su total ignorancia sobre ciertos asuntos básicos. Inmediatamente después disfrutó la comida como si nada hubiera pasado, dejando a la claque que la producción de Legrand había preparado reafirmando esa remake de “La carta robada”: exhibir para esconder, dejar a plena vista para encubrir. ¿Y qué se encubre? La torpeza de sus operativos, el desconocimiento del funcionamiento de sus fuerzas represivas y, finalmente, la certeza de que Gendarmería tiene íntima relación con la desaparición de Santiago Maldonado. En ese sentido, Legrand es especialista en cartarobear la política argentina, sus preguntas supuestamente inquisidoras se contestan con monosílabos negativos que exculpan al cuestionado y, por lo tanto, ayudan a limpiar su imagen ante una audiencia que, como se sabe, es la opinión pública misma.
El tema de la desaparición del militante por la defensa de los mapuches es político. Sólo le interesa a quienes les importan los asuntos políticos. Por lo tanto, en principio, es imposible despolitizarlo.
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El tema de la desaparición del militante por la defensa de los mapuches es político. Sólo le interesa a quienes les importan los asuntos políticos. Por lo tanto, en principio, es imposible despolitizarlo: su ausencia está tan presente como el debate político en Argentina. ¿Dónde no está Santiago Maldonado? En la mayoría de los hogares argentinos. Si bien el tema tuvo más difusión que otros -probablemente hoy es el principal en la agenda-, lo cierto es que, al igual que con Julio López, nos acostumbraremos a su ausencia como lo hicimos con cada desaparecido en democracia, cifra que según un informe de la Procuraduría General de la Nación citado por LMNeuquén, hasta 2015 contabilizaba unas 3231 mujeres, 2801 varones y 8 casos que no cuentan con la referencia de género. ¿Cuál es la diferencia con Maldonado? Es precisamente su carácter político lo que lo pone en el centro de las preguntas. El tema entonces está ligado al rol del Estado en relación a sus fuerzas de seguridad, las principales sospechosas de generar la desaparición durante la represión de una protesta. Ya se sabe que el gobierno de Cambiemos -y el macrismo en general desde sus inicios en la intendencia de CABA- hace campaña con su impronta represora. Los votantes más duros concuerdan en la necesidad de reprimir las protestas sociales, y es una de las probables causas por las cuales Patricia Bullrich -abanderada de la represión en democracia- se mantiene en el cargo. No por su efectividad, claro está (todos recordamos la estrepitosa falla de su primera medida de gobierno, el protocolo anti-piquetes) sino por su decisión implacable de continuar llevando adelante una política esencialmente represora. Su discurso evanescente y deshilachado es ideal para desviar la atención de su incapacidad para controlar sus propias fuerzas, que se entusiasman con escándalos que el gobierno no puede (ni quiere) evitar. Probablemente la novedad en todo esto sea la contradicción entre hacer campaña con la represión y al mismo tiempo tratar de seducir a un progresismo que claramente es minoría y que no tiene la vocación de credibilidad de los adherentes a Cambiemos. Tal vez todo sería más simple de entender si en este laissez faire represivo existiese una profunda convicción discursiva que justifique las políticas de seguridad.
Tal vez todo sería más simple de entender si en este laissez faire represivo existiese una profunda convicción discursiva que justifique las políticas de seguridad.
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El despliegue de medios de comunicación ametrallando las agendas con artículos y reportajes que buscan ensuciar la imagen del desaparecido o desviar la atención de los presuntos responsables de su desaparición demuestra también que el mapa mediático argentino sigue pintado de amarillo. Al parecer el gobierno y los medios intentan instalar que: a) Maldonado no debe ser buscado porque era un “falso” mapuche, un agitador que se buscó lo que haya pasado, b) Maldonado era un delincuente que se escapó a Chile, c) Maldonado sólo es nombrado por los kirchneristas que buscan desestabilizar al país, y d) los mapuches son terroristas. Los mensajes en medios y entre usuarios de redes adictos al gobierno oscilan entre estas cuatro premisas según las horas, el clima y el ánimo, con Infobae brindando información falsa sobre su paradero hasta Jorge Lanata entrevistando a un cachivache mapuche como si fuera un miembro dirigencial de ISIS. Este carnaval de defensa del gobierno reafirma el compromiso mediático con la administración Macri, y demuestra que permanece firme el muro de contención que legitima a una administración que, en lo electoral, no tiene muy buenas noticias. El tema, entonces, quedó atrapado en la espiral de asuntos del progresismo, y como sucede invariablemente en los últimos años, copta la agenda mediática con la dialéctica oficialismo-oposición: la desaparición de López fue fogoneada por la oposición al kirchnerismo, mientras hoy el filo-kirchnerismo fogonea el caso Maldonado. En la tercera posición, en «la ancha avenida del medio» -que en realidad es una humilde cortadita- quedan los que reclamaron por ambos, sin muchas energías, y silenciados por el ruido perpetuo de la discusión. Lo cierto es que los temas progresistas tienen la capacidad de acaparar la agenda de los medios y la política, pero poco tienen de impacto real, y generalmente sirven para esconder otros asuntos. Como pasó muchas veces con los movimientos vinculados al Ni Una Menos, como pasó con las marchas por la decisión de la Corte Suprema de darle el beneficio 2×1 a los represores encarcelados, se convierten en un teatro de operaciones para esconder los asuntos que realmente molestan al gobierno.
Mientras tanto, Cristina Fernández de Kirchner ganó las PASO en la provincia de Buenos Aires por 20 mil votos. Después del festejo apuradísimo de la gobernadora María Eugenia Vidal y el presidente Mauricio Macri.
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Las últimas elecciones primarias dejaron un saldo curioso. El recuento definitivo trajo una sorpresa crucial: Cristina Fernández de Kirchner ganó las PASO en la provincia de Buenos Aires por 20 mil votos. Después del festejo apuradísimo de la gobernadora María Eugenia Vidal y el presidente Mauricio Macri, después de la calesita alocada de informes y columnas periodísticas asegurando que el oficialismo le había ganado a CFK en la provincia más grande del país y que esto marcaba un nuevo comienzo en la gestión, y que nacía incluso un «nuevo Macri» decidido a gobernar con mano firme ya que el plebiscito había dado positivo para el cambio, el resultado electoral verdadero le da ventaja a Unidad Ciudadana. ¿Deberían entonces cambiar las lecturas sobre las PASO? Probablemente, aunque no cambiaron nada. Nadie habla de la derrota del equipo de Vidal, nadie dice que la gobernadora que llegó con el apoyo masivo de los bonaerenses, la gran esperanza blanca del antiperonismo, el ángel de ojos simples y sonrisa imborrable, fue rechazada 18 meses después por quienes le dieron la ventaja. Y tampoco nadie dijo que nacía una nueva CFK, que el resultado revela una administración débil que no puede llegar al 40% de los votos en el país, que pierde en los principales distritos (Buenos Aires y Santa Fe), que gana en la histórica CABA acudiendo a la electrizante, imprevisible y ajena Elisa Carrió, y que finalmente quedó en evidencia la maniobra denunciada por el kirchnerismo de retener el conteo de votos para conseguir el triunfo mediático. Nadie, salvo, por supuesto, algún que otro personaje del PJ o del kirchnerismo más duro en algún video de YouTube. El oficialismo, ante las pocos comentarios mediáticos, se encargó de instalar que “de todos modos, Cristina perdió porque ganó por poco”, y la desatención de la oposición -y de la propia Cristina inclusive- generó que por única respuesta hubiera un vacío, una nueva desaparición de la política. Todo esto quedó sepultado bajo la pregunta “¿Dónde está Santiago Maldonado?”. Ni siquiera los adherentes, entusiastas y militantes kirchneristas salen a festejar y enrostrar la victoria al macrismo, ocupados en repetir insistentemente la misma frase, como un señor Burns acosado por el trauma de ser abatido por una bebé. Los medios tomaron este entusiasmo y respondieron seteando la agenda con volumen altísimo a favor de una cobertura imponiendo la carta robada. Las elecciones pasaron hace dos semanas, sin embargo parece que fueron hace un año, y a la vez parece que Santiago Maldonado siempre estuvo desaparecido.
Para un gobierno que se asienta en la represión como método de capitalización electoral, los muertos no se hacen esperar. Lo que queda después del tifón es el humus neoliberal.
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La desaparición de Santiago Maldonado puede convertirse rápidamente en un caso más de gatillo fácil o puede quedar en el el limbo de los íconos de la ausencia que los argentinos tan bien conocemos. En el mejor de los casos, el impacto mediático puede ir sensibilizando a la población argentina, preparándonos para un nuevo caso como el de Kosteki y Santillán. Para un gobierno que se asienta en la represión como método de capitalización electoral, los muertos no se hacen esperar. Lo que queda después del tifón es el humus neoliberal con el que se alimenta este gobierno. Un neoliberalismo que ya en 2008 comenzó a agrietarse severamente en el mundo, y que la derecha argentina intenta resucitar casi 10 años después de la explosión de la burbuja en EE.UU., una nación que, a su vez, se vuelve severamente proteccionista y populista. Parte del proyecto es ir minando la confianza de los trabajadores en los sindicatos mediante dos grandes excusas: la conversión de los líderes sindicales en «corruptos» y «acomodados burgueses» y, por el otro, la modernización del trabajo a través de la flexibilización. Con discurso desarrollista y políticas conservadoras, el gobierno y su arsenal mediático apuntan contra las conquistas laborales básicas de los trabajadores en relación de dependencia mientras otorgan leves beneficios a monotributistas y contratados. Si el 40% de los argentinos trabaja en blanco y el 60% en negro, más que procurar que los segundos se incluyan en la categoría de los primeros, el proyecto del macrismo es pauperizar a ese 40% y generar una falsa expectativa de igualdad de condiciones para la competencia. Cambiemos explota así la noble tradición argentina de preferir, por sobre todas las cosas, que el vecino caiga y, si es posible, ruidosamente. Ya sea el vecino kirchnerista, el vecino empleado estatal o el vecino empleado en blanco. La sed de venganza, el revanchismo, provoca una clara sensación de satisfacción indispensable para construir votantes. Este panorama de flexibilización, más constantes amenazas de ajuste por parte del presidente -en nombre de la regularización fiscal- es lo que pasa a segundo plano cuando las causas nobles y necesarias como el pedido por Santiago Maldonado invaden la atención de quienes tienen la capacidad crítica de ver y señalar estos procesos. Mientras tanto, en las fuerzas políticas existe una gran desorientación ante todo lo que no es el estilo Cambiemos. Está claro que el país respalda al peronismo aún cuando se encuentra despedazado en varios e irreconciliables pedazos. Las propuestas de Cristina, Massa, Randazzo y sus candidatos provinciales suman mucho más que el oficialismo en cualquier distrito, pero por separado no pueden lograr casi nada y se pierden tanto electoralmente como en la lucha por la atención. Y en el juego, en el estilo, en la forma, en los discursos, en las propuestas, el color amarillo se impone. Del mismo modo que a comienzos de la década ninguna fuerza se identificaba a sí misma como “no progresista” (hasta el mismo Macri tuvo que respaldar causas progresistas para no quedar mal ante medios y audiencia), hoy ninguna fuerza parece salirse de los cánones instalados por Durán Barba y Marcos Peña. Acuden a las mismas estrategias y callan ante las movidas que los ponen en el centro de la escena. En ese sentido, las elecciones que vienen podrían no traer nada diferente a lo que vimos en las PASO si no se revierten las tendencias unipartidarias del escenario post-primarias, donde el perdedor se reconoce y es reconocido como ganador sólo porque tiene la capacidad de mostrarse más fuerte que el resto//////PACO