¿Quién discute sobre política?
Las elecciones acaparan la escena. El debate se transforma en deporte nacional. Uno se reencuentra con el nombre de un gobernador de alguna provincia que ya había escuchado cuatro años antes y que durante un tiempo se había perdido. Al mismo tiempo, algunas personas, apáticas, viven su peor semestre en cuatro años al descubrir que “solo se habla de política”. Sin embargo, en estas elecciones, como nunca antes —y para el goce de estas personas asustadas por la politización súbita—, en realidad absolutamente nadie habla de política. Al menos, no en una forma que pueda significar algo. En gran medida, lo que se confunde con el “debate político” se ha edulcorado desde hace mucho para competir con los reality shows del prime time, por lo que tampoco debería sorprender que, durante los últimos veinte años, el poder económico haya sometido considerablemente al poder político. En otras palabras, el poder democrático ni siquiera resulta ya el centro de gravedad de las decisiones políticas, y esto es algo que los programadores de TV a veces intuyen con más precisión que los votantes.
Mientras tanto, la única discusión política valiosa, que es la discusión sobre el alcance del Estado, parece reemplazada por un montón de eslóganes que diseñan las mentes más brillantes de nuestra generación, las mismas que todos los días son contratadas por las más grandes empresas en el mercado para conseguir nuevos clics en el producto o la serie del día. En ese caso, es una lástima que casi ningún contenido en Netflix sirva para empezar a preguntarse cuántos impuestos están pagando los que más y los que menos tienen, cómo se puede evitar la caída del trabajo en un mundo donde los capitales también se mueven con un clic (y a veces ni siquiera es necesario tanto esfuerzo) o cómo evitar la fuga masiva de capitales. Para discutir estos problemas habría que discutir políticas. Y, es cierto, las cuestiones políticas no siempre son tan atractivas como las series de televisión o el nuevo packaging de Coca-Cola. Por ejemplo: el impuesto a las ganancias, que es el que más les saca a los que más cobran y menos les saca a los que menos cobran, ¿es un mal impuesto porque grava el salario? Y el control de precios, ¿cómo se logra sin que haya desabastecimiento en las góndolas? Estos son los debates que sobresalen nada más que esporádicamente y pasan al olvido a la misma velocidad que las promesas de campaña. Y no, no son ni podrán ser nunca tan entretenidos como Netflix.
En Argentina, lo escueto de la discusión política se ve ahora con más claridad. Si el salto “a lo Borotocó” es la constante, no es tanto porque los políticos sean más “vendidos” que antes, sino porque las estructuras de los partidos son más lábiles que nunca y las ideas que los envuelven son tan vacías como una novela de la tarde. En las tres fórmulas presidenciales más importantes hay seis candidatos, cinco de los cuales son peronistas. El restante es Mauricio Macri, que en los noventa quiso ser peronista hasta que la historia le mostró otro camino para llegar a la Casa Rosada. El chiste de que peronistas somos todos pierde un poco de sentido cuando todos significa, literalmente, todos. Es innegable que existe, todavía, al menos en el discurso, una discusión de fondo en torno al rol que debe jugar el país en el plano internacional y qué tipo de economía debe fomentar. Pero cuando llega el momento de la discusión material, estas dos concepciones de país quedan diluidas y todos los candidatos se arrodillan de una u otra manera a la entelequia indomable de “los mercados”. Alerta, spoiler: gane quien gane en las próximas elecciones, se vienen años de subordinación al Fondo Monetario Internacional y los principales fondos de inversión de Estados Unidos.
Democracia y desigualdad
Una pregunta incómoda y que, en parte, solo parecen pronunciar como pueden los liberales libertarios: ¿y si nos estafaron con toda la cuestión del Estado, la democracia y la importancia de ir a votar? La tarea por la que se supone que la democracia aún vale algo, que es la de corregir las desigualdades, se evita mientras se afianza la primacía del poder económico. En contraposición, sobresale la idea de que el Estado solo está para imponer orden y generar condiciones para el crecimiento, aunque las tareas de protección a los sectores más vulnerables pasan de largo como si nada. En los programas de televisión donde se supone que sí se discuten políticas, algunos tipos confiesan con extrema sinceridad que el Estado es como una empresa. No hay sincericidio más grande que ese sobre qué funciones y fines debe tener un Estado, porque está claro que la desigualdad es incluso deseable en una empresa.
El tema de la desigualdad en Argentina es como una canción de los Beatles, suena siempre muy bien en la radio. Por supuesto, siempre resulta indignante saber que un tercio de la población es pobre, que la mitad de los menores de 17 años del conurbano no accede a servicios básicos y que la canasta de alimentos aumenta a un paso mucho más acelerado que la inflación y los salarios. ¿Debería darles vergüenza a esos banqueros de Wall Street cobrar 2.200 millones de pesos por día en intereses de las Leliq sin hacer nada más que colocar los depósitos de los ahorristas? Es probable. Pero si hay un hit que suena siempre en la radio, y más en época de elecciones, es el de la necesidad de sacarle el IVA a los alimentos básicos. Como veremos, en el mundo las cosas no son muy distintas.
Algunos teóricos, como el economista Thomas Piketty, ubican a la desigualdad como la variable central para la búsqueda del desarrollo humano. Otros, más ortodoxos, creen que el crecimiento económico es la llave para acceder —en términos utópicos— a un futuro sin escasez. En ambas posturas hay un posicionamiento frente a la cuestión de la desigualdad, sus aspectos positivos y negativos, y la del crecimiento. El detalle es que son las ideas de este último grupo, el de los economistas ortodoxos, las que han gobernado nuestras vidas durante tres siglos con mínimas interrupciones. A grandes rasgos, y en esto coinciden desde Karl Marx hasta Friedrich von Hayek, hay sólo dos formas de ganar dinero: trabajando o a través de algún tipo de renta. Cualquier ingreso cuantificable tiene por origen alguna de estas dos fuentes. Y a menos que el reparto de los ingresos entre estas dos formas sea equitativo en el tiempo, una de ellas estaría siendo más beneficiada que la otra. En rigor, estas afirmaciones tampoco niegan que existen personas que pertenecen a ambos grupos. Pero entonces, ¿cómo se genera la desigualdad entre ellos? Veámoslo de la manera más simple posible: si la tasa de rendimiento del capital —en forma de beneficios, dividendos, intereses, rentas y demás— supera a la tasa de crecimiento de la producción de los países —la variación de su PBI—, la porción del capital en la economía habrá crecido más que la de los salarios. Y si eso sucede sin interrupción durante muchos años, se configura la “fuerza de divergencia” del capitalismo moderno (como la llama Piketty). En otras palabras, un “motor” de desigualdad.
Poder de la renta y poder del Estado
Hay estudios que nos permiten entender cómo han evolucionado en el tiempo los dos componentes de la argamasa conocida como “riqueza nacional”. Los informes de OxFam, por ejemplo, siempre nos permiten indignarnos de inmediato con la realidad mundial. En sus gráficos encontramos que el 1% de la población más rica posee más riquezas que el restante 99% del planeta y que desde el inicio de este siglo, la mitad más pobre de la población mundial sólo ha recibido el 1% del incremento total de la riqueza mundial. Mientras tanto, el 50% de esa “nueva riqueza” ha ido a parar a los bolsillos del 1% más rico. Pero estos números, en realidad, no tienen que alarmarnos. Para Juan Ramón Rallo, un importante economista liberal español, OxFam “manipula a los pobres” porque toma el ingreso en términos absolutos y no relativos. A quienes no entendemos su argumentación nos ilumina con un ejemplo simple: si un pobre tiene una renta de 10 euros anuales y un rico tiene una renta de 50.000 euros anuales, y al cabo de 25 años el pobre ha visto incrementada su renta hasta 100 euros y el rico hasta 51.000 euros, en términos relativos el pobre ha visto crecer su renta un 1.000%, mientras que el rico lo habrá hecho un 2%. Por supuesto, del total de los nuevos ingresos agregados (1.090 euros), el pobre apenas se habrá quedado con el 8,2% y el rico con el 91,8%.
Lo que Rallo oculta con astucia es cómo se llegó a la situación de origen: por qué el sujeto B empieza la carrera con cinco mil veces más patrimonio que el sujeto A. La respuesta es, justamente, la inecuación planteada al principio. Si las rentas del capital superan al crecimiento promedio de un país, el componente más importante de la ganancia es la acumulación en el pasado. Y en estas condiciones, el patrimonio heredado extiende continuamente su dominación sobre el salario. Por lo tanto, la concentración de capital alcanza niveles extremadamente elevados y se acentúan las desigualdades. Trasladado a un país como Argentina, donde la tasa de interés para el ahorro es más alta que la tasa de crecimiento de la economía —que actualmente es negativa pero suele ser baja—, la desigualdad, en estos términos, está asegurada.
Desde ya, los economistas como Rallo no niegan la existencia de la desigualdad, pero sí menosprecian su importancia. Y ahí la discusión ingresa en otro terreno, más filosófico: ¿la desigualdad es buena o mala? En términos generales, existe la coincidencia entre los pensadores en que una gran desigualdad es nociva para la humanidad. Pero lo mismo pasa con la opción inversa: la igualdad absoluta también sería nociva. Lo “óptimo”, entonces, sería que exista cierta tensión entre los factores que tienden a uno u otro lado. Pero es justamente este conflicto el que casi está desaparecido por completo. Con la excusa de que la desigualdad no es tan mala, se permite que se consolide en el tiempo. Y esta tendencia, además, se ampara en el dato reconfortante de que cada vez es menor la proporción de gente viviendo en la pobreza, lo cual es verdadero si uno mira el desarrollo del capitalismo en China, el gran erradicador de pobres de nuestra época, pero no precisamente gracias al modelo de libre mercado y democracia que suelen defender los estadistas en Occidente.
Un país no es una empresa
Es evidente que algunas economías se benefician de la tendencia a la desigualdad, en especial las que concentran un gran número de compañías cuyo valor supera al de la mayoría de los países donde existen, más allá de que no estén en ese lugar. Por ejemplo, Microsoft vale 1.05 billones de dólares, más del doble del PBI argentino. En principio, tampoco parece razonable que esos mismos países sean los que impongan las teorías económicas que, luego, generan los programas de gobierno de los países con las economías más pequeñas. Pero eso, otra vez, es justamente lo que está sucediendo: la mirada económica que compara el funcionamiento de un país con el de una casa o una pequeña empresa aparece hoy como la única teoría económica “seria”. Para entender esto mismo desde otra perspectiva, puede ser útil saber que hay nociones de física o matemática más problematizadas que el hecho de que un país no debe emitir dinero para financiar su déficit y que, en cambio, le corresponde endeudarse como si se tratase de la economía del hogar. Incluso si no hubiese algún sesgo en estas teorías económicas predominantes, habría que preguntarse si los contextos y los lugares en los que pretenden ser aplicadas permiten que sean extrapolables al resto.
Si existen, las soluciones al problema de la desigualdad no están en un Estado ausente o que funciona como simple garante de negocios. Al fin y al cabo, el alcance del Estado se define en la longitud de sus ramificaciones y en la capacidad de penetración de sus políticas. La pregunta fundamental, en este punto, es si la democracia puede dar respuesta a los problemas que genera el capitalismo moderno. Y es un punto delicado, porque las opiniones y las bibliotecas se dividen bastante. En tal caso, si la desigualdad y la democracia crecieron a la par durante las últimas cuatro o cinco décadas, ¿es más de esa misma democracia lo que se necesita para interrumpir la desigualdad? El politólogo Isidoro Cheresky ya decía que las instituciones de la democracia fueron excelentes, pero que fueron pensadas para un mundo que ya no existe. Y el jurista y filósofo Carl Schmitt aseguraba en 1927 que el Estado ya no ostentaba el monopolio de las decisiones políticas (algo evidente hoy, en un mundo donde las principales compañías superan en riqueza a la mayoría de los países). Thomas Piketty insiste en que sí, en que el rumbo de las cosas podría cambiar en algún impreciso instante futuro y sublime de la conciencia ciudadana, y no es el único que no deja de intentarlo. Pero el historiador y periodista holandés Rutger Bregman, en cambio, pone el acento en otro lado.
No hay otras galaxias
En su libro Utopía para realistas, donde propone una renta ciudadana universal, Bregman cuenta un suceso histórico que podría haber cambiado el rumbo de las cosas: fue el presidente Richard Nixon, en los Estados Unidos, el primero a punto de aprobar un proyecto de ley para que todo norteamericano recibiera algo de dinero sólo por residir en el país. Pero con esto no pretende llegar a un rescate emotivo de Nixon sino recordarnos algo: no es la democracia la que se erige por sí misma como posible heroína de un mundo cada vez más desigual y fragmentado, sino que hace falta un dirigente político dispuesto a dejar una huella para que las cosas cambien (y vale la pena recordar que Nixon no era Ghandi).
Tomarse el trabajo de hacer elecciones, por lo tanto, todavía puede tener algún incentivo. A lo largo de la historia, la acción colectiva fue siempre la segunda mejor forma de obtener un mejor nivel de vida. La primera fue la persecución de los intereses personales y el egoísmo. En eso se sostienen, aunque cada vez con mayor debilidad, las democracias modernas. Por ahora, entonces, la democracia, las elecciones y la desigualdad conviven mejor de lo que cualquier teórico del siglo pasado —cuando las demandas colectivas podían poner en jaque a los sistemas de poder— lo hubiese pensado.
En octubre o diciembre de este año, los argentinos iremos a votar en cuántas cuotas le pagaremos al FMI una deuda que contrajo un partido político cuyo objetivo máximo era mantenerse en el poder, por lo que presenciaremos un desfile de tecnócratas con calculadoras Hewlett Packard analizando cómo hacer cerrar los números. Mientras tanto, las campañas se ganan hablando de la pobreza y el poder se mantiene hablando de la herencia: se gana con el voto de la gente y se gobierna con el de los mercados. La maniobra tiene muchos más años que el macrismo y el kirchnerismo, y solo los ingenuos desconocen que trasciende las fronteras de la Argentina. La pregunta de fondo —y no necesariamente ingenua— es si se puede gobernar para el mercado y para la gente a la vez. Esta es la idea que da bastantes vueltas en el fondo de la olla de la discusión del país. Sergio Massa, novedoso candidato de la oposición (novedoso como opositor, no como candidato), suele decir que no le importa “lo que piensen los mercados”, que lo que le importa es que los vecinos no sufran los efectos de la inflación y los aumentos desmesurados. Lo mismo parece pensar Juan Manuel Urtubey, que sostuvo en una entrevista: “No me importa el mercado, me importa el supermercado”. Estas definiciones suenan muy lindas. El oficialismo, por su lado, responde que mercados y supermercados son la misma cosa: cuando el dólar se estabiliza, mejora la economía de los de a pie. Pero, al fin y al cabo, esta forma de ver las cosas sugiere que, en primer término, debe gobernarse para los mercados y solo entonces mejorará la economía de los bien llamados “postergados”. El kirchnerismo sostiene la tesis contraria, una teoría del derrame invertida donde el factor a explotar está en la demanda y no en la oferta. Es singular que el principal candidato de este frente deba hacer campaña justamente contra esta idea: si se mira detenidamente, el principal conflicto de Alberto Fernández es cómo criticar la gestión de Cristina Kirchner con ella en su fórmula.
No, la solución al problema no está a la vuelta de la esquina, y vale la pena recordar esto cuando escuchamos a nuestros propios políticos explicarnos cómo salir del caos en el que estamos sumergidos. No por nada Noam Chomsky dijo que “si alguien nos observara desde otra galaxia, concluiría que los humanos somos una especie inviable, un error evolutivo que tiende a la autodestrucción”. Pero también está claro que los sistemas de poder, a lo largo de la historia, nunca regalaron nada, y que la solución a nuestros conflictos no va a llegar desde ninguna galaxia lejana.////PACO