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En el episodio 6 de la temporada 6 de Los Simpsons, Homero intenta reparar una tostadora y la transforma en una máquina del tiempo. En su primer viaje intertemporal, recuerda las palabras de su padre el día de su boda, indicándole que si viaja en el tiempo no tiene que tocar nada, pero lo primero que hace es matar un mosquito gigante. Al intervenir en este ambiente, Homero modifica la evolución de la especie humana con resultados terribles. La lección es clara: toda actividad que el hombre desarrolle, de una u otra manera, va a afectar el entorno. Pero, ¿alguien podría imaginar siquiera lo contrario? Desde ya, en la sátira simpsoniana la intervención tiene consecuencias funestas para la especie. Pero la realidad, a veces, se presenta de formas más complejas.
El descubrimiento del petróleo a mediados del siglo XIX es un buen ejemplo. En este caso, la intervención del hombre permitió descubrir un combustible que brota de la tierra, dejando de lado la matanza indiscriminada de ballenas, que eran las que proveían el aceite que iluminaba las lámparas de la época. Es necesario detenerse en este punto: el uso del petróleo sirvió para poner fin a un verdadero ecocidio en marcha. Solo en los Estados Unidos se aniquilaban más de 15 mil cetáceos al año para la iluminación con lámparas y la elaboración de jabón, pero fundamentalmente para la demanda de lubricantes de las máquinas y los ferrocarriles en plena Revolución Industrial. Si la industria ballenera ya había extinguido a la ballena gris del Atlántico, otras especies estaban sin duda destinadas a seguir su camino. Hasta que la aparición del petróleo en Pensilvania empezó a proveer los mismos productos con menores costos económicos y ambientales.
En nuestra cotidianeidad también utilizamos objetos que abordamos sin detenernos a pensar de dónde provienen o cuáles son los procesos necesarios para que lleguen a nosotros. Desde el smartphone en la palma de nuestra mano hasta el paquete de bizcochitos, todas estas mercancías son el resultado de procesos industriales complejos y, en todos ellos, intervienen materias primas que provienen, por ejemplo, de la minería. Esto significa que cualquier máquina o herramienta requerida para elaborar estos productos contiene cobre, hierro y acero, entre otros muchos metales, y también energía, que en su mayoría proviene de la utilización de hidrocarburos como el gas, el carbón y el petróleo. En este escenario, la aparición del crudo fue una de las transformaciones más importantes del siglo XX. “El petróleo ha modelado nuestra civilización transformando las ideas sobre economía, desarrollo social e innovación tecnológica, y abrió las posibilidades a crear mejores condiciones de vida”, dice Víctor Bronstein, especialista en energías y director del Centro de Estudios de Energía, Política y Sociedad, una organización optimista acerca del futuro que tiene la Argentina como proveedor mundial de energía, en especial al tomar en cuenta la alta recuperación de la producción de gas convencional y no convencional en la postpandemia.
En línea con este tipo de proyectos energéticos, en diciembre del año 2021 el Ministerio de Ambiente de la Nación dio el visto bueno para comenzar la exploración sísmica en el suelo del océano Atlántico en busca de hidrocarburos frente a la costa bonaerense. Las explotaciones de este tipo, que se denominan “offshore”, tienen más de 60 años de historia en nuestro país y en la actualidad existen 36 plataformas activas. De hecho, alrededor del 20% del gas que utilizamos en nuestro territorio proviene de este tipo de explotaciones. Sin embargo, rápidamente se extendió una polémica acerca de la viabilidad o no del proyecto, con la entrada en escena de agrupaciones ambientalistas como Greenpeace, artistas e intelectuales, partidos de izquierda y hasta el Poder Judicial.
Con más fuerza de voluntad que conocimientos, en todos los casos estos grupos comenzaron a desprestigiar el proyecto de exploraciones “offshore”. Primero recurrieron a un estudio de la Universidad Nacional del Centro, altamente difundido por Greenpeace, que señala “una probabilidad del 100% de derrames en las potenciales plataformas”. El detalle es que, al margen de que no tiene sentido estadístico hablar de “100% de probabilidad”, el dato es falso, ya que lo que se tomó como referencia fue el promedio de derrames mundiales de los últimos 50 años, negando que desde 1970 los derrames se han reducido drásticamente gracias al uso de nuevas tecnologías y regulaciones. Si entre el año 1964 y 1970 los derrames fueron por encima de los 200 mil barriles de petróleo, lo cierto es que desde 1970 hasta hoy la cantidad de derrames se redujo drásticamente: en los últimos 50 años, el promedio es de alrededor de los 10 mil barriles por lustro.
Por otro lado, en el estudio de la Universidad Nacional del Centro se estima para Mar del Plata la producción de 29 millones de barriles diarios de petróleo, otra cifra disparatada que en teoría pondría al Mar Argentino a generar la misma cantidad de barrilles diarios que los Estados Unidos y Rusia. La pregunta es: ¿por qué en nombre de la protección del medio ambiente alguien inventaría que Argentina puede producir en un solo punto de su geografía más petróleo que algunas de las más grandes potencias petroleras? Pero antes de explorar esta pregunta, sigamos con lo que las agrupaciones ambientalistas hicieron frente al proyecto de explotación petrolera “offshore”. El paso siguiente fue el impacto visual, por lo que Greenpeace puso a tres actores pintados de negro en la orilla del mar para representar el futuro de las playas marplatenses. La imagen no tardó en viralizarse en las redes, generando una ola de indignaciones selectivas. Los modelos fotográficos, sin embargo, quizás no pudieron reposar un rato en la Bristol y disfrutar del verano bonaerenses, ya que, si lo hubieran hecho en una tarde de enero cualquiera, se habrían cruzado en esas mismas arenas con bolsas tiradas, botellas vacías, pañales usados, excrementos caninos y hasta profilácticos de los amantes veraniegos. Pero esa contaminación diaria y sonante de contaminación no parece tan cuestionable para Greenpeace.
Otra de las cartas utilizadas por la “Alianza Antiexportadora”, como la denominó el economista Claudio Scaletta, fue la publicación de una solicitada firmada por artistas e intelectuales titulada “No cierres los ojos, mirá”. Con firmantes como los escritores Gabriela Cabezón Cámara, Samanta Schweblin y Guillermo Saccomanno, los músicos León Gieco y Juana Molina o actores como Ricardo Darín y Verónica Linás, la carta se convirtió en el compendio más didáctico de una ignorancia muy útil para las más amables y comprometidas relaciones públicas, pero ajena al desarrollo económico de la Argentina. De hecho, dentro de las disciplinas que separa a los firmantes, todos quedaron unidos por el pleno desconocimiento (y desinterés) por lo que firmaron. Cabezón Cámara, por ejemplo, afirmaba en Clarín que “no se está evaluando el peso del cambio climático en el país”. Sin ir más lejos, el dislate sobre esta “cuestión de peso” es total, dado que la Argentina genera alrededor del 0,05% de las emisiones mundiales de carbono, por no mencionar que las llamadas “energías limpias” no tienen la capacidad de reemplazar la potencia de los hidrocarburos o que cualquier transición energética real debería impulsar, también, la producción de minerales como el cobre, el litio y el uranio (actividades a las cuales la escritora también se opone desde el más pleno desconocimiento, como exhibe en sus redes sociales).
El caso es interesante porque, como escritora, lo que Cabezón Cámara reproduce es el eco de posiciones ecologistas que se elaboran, se definen y se difunden desde las más altas esferas de un Primer Mundo que no tiene casi nada que ver con el espacio que habitamos. En consecuencia, el desconocimiento la lleva a nacionalizar discursos de países centrales en un país periférico. Los Estados Unidos, por caso, producen un cuarto de la emisión de carbono de todo el planeta, y junto a China, Alemania y Reino Unido, completan el 50%. Con excepción de China, son también estos tres países los que fomentan, financian y apadrinan a través de sus embajadas todo tipo de discurso contra la explotación de recursos en los países de la periferia, discursos que se repiten en sintonía con las modas del Primer Mundo y que, seguramente, colaboran a abrir un jugoso mercado de exportación entre las clases medias bien pensantes a la búsqueda de autores sudamericanos, pero que poco tienen que ver con las necesidades reales de un país que necesita impulsar su soberanía energética.
Por otro lado, en la solicitada se afirma que para explorar el lecho marítimo se va a “bombardear el mar”, afectando gravemente la fauna. Nuevamente reina el desconocimiento: la exploración sísmica no consiste en ningún tipo de “bombardeo”, sino que es la emisión de ondas sonoras para el reconocimiento físico del suelo. En el documento acerca del impacto ambiental de estas exploraciones difundido por YPF se puede leer con detalle que el método se aplica de manera gradual y que no afecta a la fauna marítima de manera significativa. Otra mentira acerca de la exploración “offshore” es la que afirma que el modelo extractivista es un modelo de “mal desarrollo”, como dijo Leonardo Grosso, diputado nacional del Movimiento Evita y presidente de la Comisión de Recursos Naturales y Conservación del Ambiente Humano del Congreso de la Nación, en un debate televisivo. En realidad, lo que dice el diputado, e inexplicablemente cuestiona, es que las provincias petroleras y mineras tienen mejores salarios, pero no solo porque esa actividad se paga mejor que otras, sino porque fundamentalmente empuja al resto de las actividades y a sus cadenas de proveedores, que van desde la construcción hasta la gastronomía, entonces ¿Qué será para Grosso el buen desarrollo si no lo es aquel que promueve estas cuestiones?
Lo importante es que para poder distribuir riquezas hay que producirlas, y aunque esta afirmación podría parecer un revival de la teoría liberal del derrame, en realidad es un punto de partida común de cualquier teoría económica desde Adam Smith hasta Karl Marx (aunque en Marx, en realidad, se trata de la crítica de la economía política, pero no es tema de este texto). Ahora bien, la pregunta que nos tenemos que hacer es: ¿cuál es el verdadero problema en debate? ¿Qué gana y qué pierde la Argentina si lleva adelante este proyecto petrolero? Sería muy fácil señalar los motivos obvios. En principio, el país tiene una sangría de dólares debido al déficit energético, por lo que se importa gas y combustibles. La restricción externa hace que, al crecer la industria, la demanda de materias primas y equipos importados consuman divisas, lo cual se suma a un ignominioso endeudamiento con el Fondo Monetario Internacional al que nos abrochó el macrismo. Pero de lo que se trata es de poder pensar un poco más allá. ¿Por qué un país que supo ser vanguardia industrial y tecnológica de la región desde fines de la década del 30 y fundamentalmente desde 1945 hasta 1976, ha quedado relegado como un exportador de materias primas y productos industriales de origen agropecuario? Lo cierto es que si la dictadura militar de 1976 y luego el menemismo se encargaron de romper un consenso industrialista y destruir el aparato productivo, hoy estamos frente a la posibilidad de apuntalar sectores de explotación que pueden servir de base para un desarrollo mayor. Un despegue o take off, en términos del historiador Eric Hobsbawm, que nos permita acumular reservas, crecer, generar industrias asociadas a la minería y el petróleo, con creación de valor y altos salarios.
Si volvemos a Homero y su tostadora, podemos afirmar que es imposible no afectar el ambiente que nos rodea. ¿Pero acaso podemos desperdiciar un camino de desarrollo nacional? Arturo Jauretche escribió que una de las zonceras argentinas es celebrar la victoria de Caseros, que logró la libre navegación de los ríos interiores, en lugar de la derrota de la Vuelta de Obligado, que la había prohibido. Casi en este mismo sentido, las movilizaciones contra el petróleo marplatense se autodenominaron “Atlanticazo”, nombre que evoca cierta épica, aunque su real dilema es si vamos a cometer otra zoncera o, en cambio, un quiebre positivo en materia de soberanía. El aporte que puede hacer la explotación “offshore” al país es impresionante. Según estimados de YPF, una empresa estatal en un 51% de sus acciones, el proyecto podría generar 35 mil millones de dólares. Para el Ministerio de Producción avanzar en esa dirección lograría un superávit comercial, es decir, un saldo favorable entre lo que se exporta y se importa, de 30 mil millones de dólares. No son datos menores. Hoy la Argentina tiene un déficit energético por importación de energía de alrededor de los 4 mil millones de dólares. En este punto, los miedos ecológicos infundados y la importación ignorante de los discursos ambientalistas europeos se desnudan como lo que tal vez sean: elementos beneficiosos para las empresas extranjeras que nos venden la energía que nos falta.
¿Y en la vida cotidiana? Las organizaciones ambientalistas alertaron que el turismo y la pesca se verían perjudicadas por la instalación de las plataformas, otra sospecha completamente falsa. Basta con ver las plataformas petroleras brasileñas en Río de Janeiro y pensar en quién no quisiera vacacionar ahí, o la capacidad de la industria pesquera de Noruega y la cantidad de plataformas petrolíferas en sus mares. En realidad, no sólo no se verían afectadas la pesca y el turismo, sino que además se crearían alrededor de 65 mil puestos de trabajo directos en empresas petroleras de primer nivel y bajo uno de los convenios colectivos con mejores condiciones laborales y salariales del país. A eso se le suma la cantidad de empleos indirectos que van desde logística, el mantenimiento y los proveedores hasta quien venderá cafés y tortillas a los empleados mejor pagos del territorio nacional. Pero hay más. Generar una escala mayor en términos energéticos también hace bajar los costos del resto de la industria. Si se producen más barriles de petróleo, más gas y más minerales, se beneficia indirectamente a las pequeñas y medianas empresas que fabrican bicicletas en Caseros o materiales eléctricos en Avellaneda, porque pagarán más barato el gas, la luz y los insumos.
Entonces, volviendo a la pregunta que nos hicimos arriba, ¿por qué, en nombre de la protección ambiental, alguien inventaría que la Argentina producirá más petróleo que las principales potencias o que se va a bombardear el océano con explosiones sonoras? Desde las modas primermundistas, la simple repetición o directamente el desconocimiento se pueden decir muchas cosas. Pero en el dilema que nos presenta el “Atlanticazo” y en la disyuntiva entre soberanía o dependencia, quienes inventan desde el falso ambientalismo han elegido, conscientemente o no, su lugar////PACO
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