Corré cagón, el libro que escribió Diego Kravetz en 2020, probablemente quiso ser un manifiesto político de cara a su candidatura como intendente de Lanús. No creo que haya conseguido su objetivo y, a la luz del resultado electoral de 2023, en el que perdió las elecciones municipales frente al candidato de Unión por la Patria, Julián Álvarez, diría que tengo razón. Corre cagón, sin embargo, tiene una virtud tan innecesaria como impensada: se transforma en un documento riquísimo para comprender cómo funciona la mente de un político ambicioso en un contexto en el que la ambición política no está divorciada —sino todo lo contrario— de la ambición personal.
La exégesis de la mente que habita el cuerpo de Kravetz comienza desde los agradecimientos. Ahí se destaca el que dedica a sus amigos “que piensan que estoy loco, pero me aguantan. Tienen razón”. Este pasaje marcará la línea de todo el texto, ya que Kravetz aprovecha cada resquicio de la narración, cada rincón de cada anécdota, para hablar de sí mismo, o sobre lo que él piensa de sí mismo, o lo que él quiere que los demás piensen sobre él. Y esa construcción arrastra inevitablemente algo patético, como el hecho de estar orgulloso de que alguien lo considere un “loco”, aunque nadie lo crea en serio.
Para empezar, si bien “el loco” es un apodo común, nadie le dice “loco” a Kravetz. Sí le dicen el loco a Sergio Berni, a Guillermo Moreno, a Javier Milei, a Marcelo Bielsa o a Marcos Di Palma, entre muchos etcéteras. Pero nadie nunca en la esfera pública lo llamó “loco” a Kravetz. Además, ¿por qué lo harían? Según las crónicas acerca del joven Kravetz que conducía el bloque del Frente para la Victoria en la Legislatura porteña, allá por el año 2006, lo que se describe es a alguien “sin iniciativa propia” y que “de política, cero” (La Política Online, 8/3/2006). El entonces legislador porteño Helio Rebot —también del Frente para la Victoria, en aquel momento— llegó a caracterizarlo como “el chirolita de Alberto Fernández” (La Política Online, 27/5/2007). Algunos podrían decir que en el serpenteante zigzagueo ideológico de Diego Kravetz a través de los años tuvo signos de oportunismo, falsedad, flexibilidad, genuflexión, cinismo e incluso especulación, pero no de locura.
Su libro, sin embargo, hace un esfuerzo por construir una personalidad fuerte y de gran carisma. Según Corré, cagón, Kravetz es responsable y sumamente habilidoso para resolver problemas complejos. Y esta autonarración emerge con claridad en el primer capítulo, que empieza con la llamada del intendente de Lanús, Néstor Grindetti, que, sin rodeos, le dice que quiere que sea su secretario de Seguridad. Kravetz reflexiona brevemente y describe a Lanús como un escenario apocalíptico, una mezcla entre The Walking Dead y la tierra salvaje de El corazón de las tinieblas. El capítulo termina cuando Grindetti le pide una respuesta y él, sin ningún problema, le dice: “¿Secretario de Seguridad? Sí, dale, me parece fenómeno”. Aparte de lo poco creíble de la narración, tampoco Kravetz queda muy bien parado por su actitud. Parece, más bien, un acto de inconciencia bastante estúpido. Pero no por el contenido de la respuesta, sino por la forma.
La autonarración kravetziana recurre con frecuencia a un mecanismo en el que siempre hay otro que actúa como un imbécil y él luego resuelve el problema. Por ejemplo, en el apartado titulado “Te voy a romper el orto”, del capítulo 1, Kravetz nos cuenta cómo, después de hacer un allanamiento por drogas, detiene a unas personas. Pero en el apartado siguiente, “Un paso más”, echa culpas preventivamente al decirle a su colaborador que seguro a las personas que detuvieron las van a “largar” por consumo personal. Después aclara que no las “largaron”, sino que quedaron detenidas, pero porque tenían armas. El apartado termina con una reflexión muy elocuente: la culpa no es solo de los jueces, también es de los fiscales. En otro momento, en el apartado “El pilar de las fuerzas de seguridad”, Kravetz primero acusa a los policías de cagones y corruptos, pero después aprovecha para cargar las tintas de nuevo contra el poder judicial, sugiriendo que el problema es que “cuando hay un herido o un muerto durante un procedimiento, la Justicia primero llamaba a los efectivos policiales a declaración indagatoria”. En suma, todos son unos boludos, menos él. El más elocuente de estos pasajes está en el capítulo 3, “La voz de los vecinos”. Ahí cuenta cómo, en una reunión con vecinos enojados por los robos, un empleado municipal innominado actuó como un boludo, hizo enojar a los vecinos y Kravetz tuvo que arreglar la cagada que se mandó este otro.
El sumun de esta maniobra la encontramos en el apartado “Por Nicolás”, en el que Kravetz se pone en pie de igualdad con la madre de un chico asesinado en un robo, como si él fuera la víctima del hecho. Pero si el lector piensa que estoy exagerando, que me diga cómo interpretar este pasaje: “Nada reemplaza la vida de un hijo, pero seguir el proceso judicial de los delincuentes nos dio a ambos una esperanza de resarcimiento. Estábamos convencidos de que habría justicia para Nicolás”. Por supuesto, la Justicia lo defraudó nuevamente, pese a que, si contrastamos el relato de Kravetz las crónicas policiales, dos de los acusados en este caso fueron condenados a prisión perpetua y otro a cinco años de prisión.
Pero no perdamos de vista la estructura narrativa de Corré cagón. A los agradecimientos iniciales los sucede un prólogo de Sergio Berensztein que nos adelanta con qué nos vamos a encontrar. Es un texto excesivamente largo considerando que el libro tiene 227 páginas y el prólogo de Berensztein ocupa 20. Pero, a la vez, resulta tan elogioso que nadie sensato podría realmente creer que Berensztein esté siendo honesto. Repleto de lugares comunes acerca de las políticas de seguridad, esta introducción por momentos es un berenjenal fascinante donde se mezclan las necesidades del conurbano bonaerense con las problemáticas de los carteles de Juárez, Sinaloa, Medellín, la Mara Salvatrucha de El Salvador y la Banda de Los Monos en Rosario. Si Berensztein intenta decirles a sus lectores que se alejen de Lanús, entonces lo logra.
Ya metidos en el cuerpo del libro, encontramos rasgos que se repiten. Por ejemplo, las contradicciones y las tensiones entre pensamientos antagónicos. Por momentos, el progresismo se apodera de Kravetz y es negado, a renglón seguido, por una lógica represiva. Siempre, al final, él intenta señalar que nada de esto es una contradicción. En el apartado que lleva el título “El sistema”, sin ir más lejos, después de describir un panorama apocalíptico de la situación social de los jóvenes lanusenses, Kravetz escribe que “tiene que haber control, tiene que haber orden estatal. Los delincuentes que están robando y matando deben ser detenidos de inmediato. Hay que parar el delito y recuperar los barrios para la mayoría de sus habitantes al mismo tiempo que se ejecutan políticas sociales de inclusión que les den opciones formales y dignas a los jóvenes. Las dos cosas ya: persecución del delito e inclusión social no son ideas contradictorias como los funcionarios más garantistas piensan”.
Dejando de lado la pregunta acerca de qué querrá decir con “funcionarios garantistas”, lo que podemos ver no es otra cosa que un diálogo confuso de Kravetz consigo mismo. Desde ya, nadie cuestionaría que perseguir el delito y la inclusión social sean tareas compatibles entre sí: esa es una discusión que solamente habita en la mente de Kravetz. El problema es que, a lo largo de su libro, Kravetz no habla de perseguir el delito, solamente. Lo que propone, en cambio, es correr los límites de la legalidad y utilizar herramientas ilícitas para la persecución del delito, a la vez que rechaza cualquier control legal de esa actividad. En el capítulo IV, “Los operativos”, relata algo que directamente es una confesión: cuenta cómo presionó a un juez para que dispusiera un allanamiento que originariamente había rechazado por pedido de un oficial de la Dirección de Investigaciones (DDI) de la policía bonaerense. El juez, finalmente, ordena el allanamiento y, con mucho orgullo, Kravetz relata que gracias a eso pudieron secuestrar 20 kilos de marihuana. Más adelante, cuenta cómo ordenaba a los policías ir a Villa Sapito y requisar a la gente sin ningún motivo, solo para controlar. Es probable que exista algún tipo de mérito literario en la habilidad de Kravetz para contar estos eventos como si no fuera consciente de lo que está contando, pero es entonces cuando uno necesita recordar que Corré cagón no pretende ser una novela ni Kravetz es escritor. En un momento, una vecina le reprocha que estén parando a un chico que no está haciendo nada. Él se acerca y le dice: “Soy Diego Kravetz, secretario de Seguridad de Lanús. Estamos en un procedimiento de rutina, de ahora en más vamos a empezar a venir”. Kravetz no cuenta cómo se lo tomó la mujer, pero termina la anécdota así: “El efectivo prosiguió con la tarea de pedirle la documentación al muchacho y revisarlo. Estaba todo en orden, como decía la mujer. Lo dejamos ir y seguimos adelante”.
Si uno mira desprevenido, puede ver en este modo de conducirse un cierto pragmatismo, una suerte de conducta maquiavélica. Pero se trata de todo lo contrario. En El Príncipe, Maquiavelo subordinaba los medios a los fines y ese fin siempre estaba vinculado con un interés trascendente, no individual. En las acciones de todos los hombres —decía—, y especialmente de los príncipes, se atiende al fin. El príncipe debía tratar de vencer y conservar su Estado. Si así lo hacía, los medios serían juzgados honrosos. Maquiavelo decía también que los hombres se valen de la ley y las bestias se valen de la fuerza. Atento a esta diferencia, el príncipe debía armonizar a la bestia y al hombre que habitaban en él. Si se prescinde de la ley, entonces no se es gobernante, se es una bestia.
Otro rasgo que se repite de manera casi patológica es la aversión de Kravetz a las instituciones del Poder Judicial: no hay un solo capítulo donde no critique, se queje o le eche la culpa de algo a un juez. Este rechazo sistemático de la figura del juez por parte de quien a los 32 años fue la espada de Alberto Fernández en la Legislatura porteña, presidió el bloque de legisladores del Frente para la Victoria, luego pasó por el massismo y llegó al Pro de la mano de su esposa, la exministra de Educación de la Ciudad Soledad Acuña (con quien comenzó un noviazgo cuando formaban parte de bloques antagónicos), es elocuente. Parece haber ahí una especie de forclusión de aquello que subyace a la figura del juez. Corré cagón, además,se encarga de aclarar que, si bien Kravetz es de origen judío, festeja la navidad todos los años, seguramente por impulso de su esposa, formada en el colegio Primo Capraro de Bariloche, célebre por haber sido dirigido durante muchos años por el criminal de guerra nazi Erich Priebke.
Pero, ¿qué sería eso inabordable que hay detrás de la figura del juez? El psicoanalista Jacques-Alain Miller, en una conferencia dictada en el año 2000, decía que existe un sadismo de la ley: la ley hace sufrir y es por este motivo que existe el juez para humanizarla. Según Miller, un mundo sin jueces, en el que la ley no tuviera intérpretes, en el que la entidad universalizante de la ley se aplicase sin mediación con lo particular, no sería el mundo ordenado de Kant sino el laberíntico mundo de Kafka. Lo que me interesa de esa sentencia es esa concepción del juez como mediador entre la Ley y el sujeto. En tal caso, así como pudo pasar del kirchnerismo más extremo al fundamentalismo macrista, la concepción de Kravetz acerca del delito y su prevención— y, en definitiva, de cualquier acción política— está desprovista de toda valoración ética: simplemente lo describe como un fenómeno instrumental, según el cual los delincuentes suelen ser pobres, marginales, desaventajados y viven en unos barrios carentes de todo tipo de prestaciones, por lo que el delito les promete buenos ingresos y estatus social. Frente a eso, Kravetz concluye que hay que reprimir todo lo que se pueda para compensar los beneficios del delito. Cualquier planteo acerca de si esto está bien o mal queda apenas en lo superficial.
Corré cagón encierra la paradoja literaria de que lo menos interesante de Kravetz es él mismo, aunque lo que sí es interesante es su absoluta trasparencia. La ausencia de toda negatividad en su autocomposición personal permite vislumbrar las características de la tipología del político contemporáneo: carente de ideología e ideas trascendentes, con valores relativos que únicamente están subordinados al plano instrumental y cuya única finalidad es alcanzar el éxito personal. Si no fuera un olvidable libro de campaña, Corré cagón sería un magnífico autorretrato. En este sentido, Kravetz expone muy bien la concepción instrumental de la política que no subordina los medios a lo sustantivo, a la idea, al proyecto político, a la grandeza de la patria, a la concreción del bien común, sino que hace todo lo contrario. La cosmovisión kravetziana es sin duda la del político actual, que subordina las ideas y el discurso a lo que únicamente está incentivado por el beneficio privado.
El político de nuestros tiempos se erige como el opuesto de aquella sentencia de Charles Maurice de Talleyrand que nos llega a través de Duff Cooper: “De todos los gobiernos a los que serví, de ninguno recibí más de lo que di. Nunca puse los intereses de ningún partido ni los míos por encima de los genuinos intereses de Francia”. Un malintencionado podría decir que entre la capacidad política de Talleyrand y Kravetz existe la misma distancia que entre las costas de los lugares que habitan: el Sena sobre París y la Cuenca Matanza-Riachuelo en Buenos Aires. No creo, sin embargo, que París haya merecido a Talleyrand y Lanús haya merecido a Kravetz. Esa afirmación no sería justa para el municipio que vio nacer a Diego Maradona/////////PACO